La relación que pueda existir entre Geroa Bai y un arcángel bíblico llamado Miguel es la misma que se da entre esos términos que al asociarlos forman un oxímoron, es decir, una incompatibilidad conceptual. Reparemos en que Geroa Bai significa ‘sí al futuro’, mientras que un arcángel remite a las más recónditas épocas en las que solo existía el mito, la creencia, la superstición y la hechicería. No en vano, y como decía Borges, la teología católica es la más acreditada fábrica de fantasmagorías a cuál de ellas más falsas.
No resulta comprensible que una instancia política que apuesta por el futuro, por el progreso, quiera asociarse con una irrealidad manifiesta, inventada en un tiempo tan lejano que huele a rancio putrefacto, sino, mucho más grave, aparearse con un símbolo religioso que ha sido seña de identidad del requeté y del falangismo, del fascismo y de la represión. Y del nacionalcatolicismo.
Cuando Miguel Sanz regía los destinos universales en la unidad foral y española de Navarra, se aventuró a decir con su tono de profeta de cuarta que “mientras estemos nosotros [en el poder], el arcángel será bien recibido”. Añadiendo que este espíritu alado y sus procesiones “formaban parte de la identidad del pueblo navarro”. Lo que menos iba a pensar el expresidente Sanz es que su ardor confesional e identitario lo fuese a heredar una “coalición política de cambio” y, además, de progreso, con la mirada puesta en el futuro.
Conviene aclararlo desde el principio: si hay algo a lo que remite la reliquia del arcángel, es al pasado más arcaico, vetusto y trasnochado de la historia inmediata de Navarra. Inmediata, sí. Porque, aunque se habla de “una antigua tradición” a la que se pretende otorgar un pedigrí inmemorial, lo cierto es que no existe tal tradición longeva. No es ni longeva, ni tradición.
La intromisión confesional de un arcángel en la Diputación fue fruto de una ocurrencia debida al carlista Ignacio Baleztena, que la propuso a la Excelentísima en 1925, y que esta –recuerden que estamos en plena Dictadura de Primo de Rivera–, aceptaría de buena gana como fervientes católicos que eran sus señorías. El diseño del acto, formado por textos y canciones más o menos triviales, recorrido y protocolo, correría a cargo del propio Baleztena, entonces diputado foral, y que para estas cosas populares tenía un octavo sentido muy desarrollado, aunque menos que el teocrático y requeté catalejo de su ideología.
Ni que decir tiene que la II República, que estableció un Estado Laico, cortaría de cuajo dicha ocurrencia supersticiosa y confesional. Sería el fascismo golpista nada más iniciarse la rebelión contra el estado democrático de la República quien haría propia esa tradición ocurrencial. Requetés y falangistas, responsables directos de la barbarie que se perpetraría en Navarra en 1936, harían del arcángel del monte Aralar la fuente inspiradora y justificadora de su barbarie. Diario de Navarra (31.7.1936), tras el baño de masas callejero que recibiría la adoración de dicha reliquia alada por las calles de Pamplona, organizada por los cabildos de la catedral, diría que había sido “un sentido acto patriótico donde la guardia militar había rendido armas al arcángel en un momento en que tanto lo necesitamos”. Y ya se sabía bien para qué necesitaban los fascistas la ayuda de dicho arcángel, presentado como “Capitán de Dios”.
Si, primero, fueron los requetés, serían, después, los falangistas quienes más se esforzarían en erigir la figura de Miguel en reclamo armado, como prototipo del soldado que necesitaba la España fascista para combatir a los ateos, masones y judíos. En la portada del periódico Arriba España, dirigido por el orate Fermín Yzurdiaga, se podía leer lo que este sacerdote, admirador de Hitler, entendía por una oración: “San Miguel el del Monte de Aralar, nuestra oración es esta: guía nuestras armas y nuestras voces, pero guía sobre todo nuestras más gloriosas, las escuadras de nuestros muertos, los que hacen guardia sobre los luceros. La falange repite hoy su oración guerrera en el día de santas rogativas por España” (23.8.1936). La oración guerrera tendría ese mismo día su correlato en los 52 asesinatos perpetrados en Valcardera.
Visto lo visto, habría que preguntar a Geroa Bai y a sus conmilitones de tradición: esta escoria de retórica que se halla en este símbolo, ¿también forma parte de la tradición a la que apelan para justificar la llegada de dicha reliquia al Parlamento? ¿O, solamente, forma parte de la tradición lo que se considera útil y necesario para seguir medrando políticamente? En 1940, el arcángel entraría en el Ayuntamiento con todos los honores aún guerreros. Las palabras que, entonces, proclamaron las autoridades, asociando el triunfo del Movimiento Redentor a la intercesión del arcángel, ¿también formaría parte de esa tradición?
El Parlamento navarro aceptaría tal intromisión en 1984, es decir, en pleno Estado Aconfesional. Algunas voces protestarían, pero no eran buenos tiempos para la defensa épica del artículo 16.3 de la Constitución. En 2012, J. M. Nuin, representante de Izquierda Unida, pidió a la Cámara que se suspendiera dicho acto porque “vulnera frontalmente el principio constitucional de separación entre religión y Estado”. Juan José Lizarbe, portavoz del PSN, replicaría que la visita del arcángel era “un acto simbólico, se realiza en el Parlamento de Navarra desde que se configuró como tal, y es una visita claramente multitudinaria en Pamplona y que forma parte de la tradición”. Explicación que nos llevaría a otro propósito: analizar los comportamientos de la izquierda.
Recibir en el sanctasanctórum de lo público y civil una reliquia que el propio arcángel dio al parricida Teodosio –un trocito de madera de la Cruz en que fue crucificado el Nazareno, lo que conlleva un grado superior de fetichismo–, es un acto que va más allá de la simple ocurrencia convertida con fórceps en tradición. Es la caída de la racionalidad en los bajos fondos de la superstición.
Hablando en plata. Someter una institución pública a semejante acto religioso –que de eso se trata–, es vejatorio para la institución, para la propia sociedad civil y para los propios políticos. La actitud de Geroa Bai votando a favor de la entrada de una reliquia religiosa en el Parlamento es incomprensible aunque ya nada nos extraña después de que los cargos del gobierno actual juraran sus cargos ante un crucifijo.
Una reliquia es un fetiche, es decir, un elemento esencial en rituales de abolengo tribal y hechicero. ¿Acaso Geroa Bai ha olvidado ya que el Parlamento es un ámbito público donde se legisla y no donde se reza o se venera el cúbito o el radio de un santo, por muy complaciente que este haya sido con la sociedad, lo que siempre estará por ver?
En las reuniones previas para la elección de la presidente Barkos se presentó en la mesa de Paz y Convivencia el documento “15 medidas no confesionales/laicas”, al que nadie puso objeción alguna. Incluso queda constancia del impulso que pretendía Zabaltzen del republicanismo y laicismo en la vida pública (Noticias, 3-IX-2015, y en sus estatutos), por lo que este nuevo giro confirma la preponderancia del sector tradicionalista.
Que una institución pública rinda pleitesía a una religión concreta, con el boato, además, con que lo hace, va mucho más allá del trato de cooperación que pide la Constitución del Estado tener con la Iglesia católica. Es una muestra servil de lo político ante lo religioso. No se ha variado un ápice el modo con que lo hacía en la época del nacionalcatolicismo. En la postura de Geroa Bai hay servilismo ante el poder religioso. Si un Parlamento doblega su cerviz ante una imagen o una reliquia, deja de ser un Parlamento para convertirse en la casa de Tócame Roque. Así que veremos cuál es la próxima.
Geroa Bai debería recordar que el Tribunal de los Derechos Humanos de Estrasburgo coloca en el mismo plano las ideas de los ateos, de los indiferentes, de los agnósticos que los sublimes pensamientos de los que tienen creencias religiosas. Es la libertad religiosa, la libertad de conciencia, la libertad filosófica de cada individuo lo que hay que respetar. Y esta no se respeta cuando en un parlamento se rinde pleitesía y honores a una imagen, por muy venerada que sea por cierta tradición. Porque ese acto contraviene la pluralidad confesional y aconfesional que representa dicho parlamento. El Parlamento, al someter su espacio a la adoración de un fetiche religioso, en lugar de mirar hacia delante y hacia el progreso, lo que hace es regresar a los tiempos más sombríos de nuestra historia. Se trata de una representación que, en lugar de afirmar la libertad de todos, se hunde en el más terrible de los oscurantismos: el que procede de las supersticiones religiosas, las cuales, no dejan de serlo porque se denominen tradiciones.