La dictadura del país africano, finalizada en 2016, persiguió por supuesta magia negra a cientos de personas. Más de 40 murieron y el resto padece graves secuelas. Las supervivientes arrastran el estigma de supuestas enviadas del inframundo
Según la versión más fiable, fue una venganza personal. Una revancha sistemática para contrarrestar las tenebrosas artes que habían provocado la muerte de un familiar. La tía del dictador Yahya Jammeh, muy querida por el hombre que gobernó Gambia entre 1994 y 2016, falleció a principios de 2009. El excéntrico tirano nunca creyó que su muerte se debiera a causas naturales. Así que optó por descargar su ira contra supuestas brujas y (en menor medida) brujos que –cuenta la leyenda– poseen el secreto para quitar vidas a distancia. Jammeh quiso extirpar la brujería de Gambia dando a chamanes y curanderas de su propia medicina. Purificar sus almas podridas mediante la ingesta de un brebaje alucinógeno. Una paradoja chocante que resume el delirio de aquel año. Meses de caza de brujas en pleno siglo XXI.
Priscilla Ciesay, de la Asociación de Mujeres para el Empoderamiento de las Víctimas (WAVE, por sus siglas en inglés), explica: “La campaña estuvo altamente organizada y, al mismo tiempo, fue aleatoria y arbitraria, muy bizarra, con toques casi tragicómicos”. La suya es una de las muchas organizaciones surgidas en Gambia con el fin de canalizar el clamor de justicia tras la caída de Jammeh. Con el foco en las afectadas por la caza de brujas y otras tropelías del dictador (que huyó a Guinea Ecuatorial en 2017), WAVE presiona para que transición democrática no equivalga a amnistía. Actúa con perspectiva de género contra la tentación del borrón y cuenta nueva. Simultáneamente, viaja por el país animando a la lucha por la reparación de daños, creando entornos seguros de escucha e intercambio. Son sesiones libres y heterogéneas, mezcla de terapia de grupo y comité vecinal antiolvido.
La campaña estuvo altamente organizada y, al mismo tiempo, fue aleatoria y arbitraria, muy bizarra, con toques casi tragicómicosPriscilla Ciesay, de la Asociación de Mujeres para el Empoderamiento de las Víctimas
Un jarreo desmedido, anuncio temprano de la temporada de lluvias, obliga a retrasar la visita a Jamburr, a una hora en coche desde Banjul, la capital de Gambia. Al mediodía, ya con el sol cayendo a plomo sobre la tierra húmeda, seis miembros de WAVE llegan por fin al lugar de la reunión: un patio cercado junto a la mezquita del pueblo. Los niños de la familia que cede el espacio observan curiosos la entrada de tanto extraño. Más indiferentes, cabras y gallinas circulan a su antojo. Bajo un inmenso árbol de mango, esperan en corro unas 30 mujeres. Pocas saben su edad, aunque casi todas aparentan haber superado con holgura los 50. La mayoría fueron marcadas un día de 2009 con el sello oficial de bruja. Otras son madres, hijas o esposas de supuestos hechiceros.
Esta pequeña localidad fue especialmente azotada por la furia vengativa de Jammeh. Hay indicios de que se cebó con Jamburr porque, aprovechando su cruzada contra maleficios y conjuros, quiso lanzar también un mensaje de escarmiento político. “Algunos vecinos y líderes comunitarios habían firmado una queja formal por la intromisión del poder central en asuntos locales”, apunta Ciesay. Sus nombres figuraron en la lista que manejó en Jamburr el witch doctor (en castellano, médico de brujas, algo así como santero), expresión que designa al jefe operativo de la caza.
Se trata de una figura central en la campaña, esquiva como pocas y rodeada de enigmas. Casi una sombra que vino a Gambia, hizo su trabajo y desapareció sin dejar rastro. Se cree que Jammeh contrató sus servicios en Mali o Guinea. Actuó con patente de corso, detectando de un vistazo la encarnación del mal, el talento hereditario para la magia negra. Durante las redadas, tenía la última palabra sobre quién debía entrar en el autobús con destino a un emplazamiento secreto en Kololi, villa costera cercana a Serekunda, la ciudad más poblada del país. Allí, las personas retenidas eran obligadas a beber un líquido cuya composición arroja varias dudas y una certeza: contenía altas dosis de kubejaro, una planta con potentes propiedades alucinógenas, muy común en Gambia.
Caos operativo
Sobre el papel, el modus operandi de la caza parecía sencillo. El witch doctor posaba su dedo sobre un lugar en el mapa, y hacia allá se encaminaba una comitiva variopinta. Policías y militares. Miembros de los junglers, un escuadrón de élite expresamente diseñado por el dictador y que acumuló, en los años del terror, un largo historial de torturas y asesinatos. Para labores menos intimidatorias, se contó con los green boys, jóvenes siempre vestidos de verde. Otra extravagancia del tirano, mitad séquito personal en sus ostentosas residencias, mitad juventudes jammehnianas. Al llegar a una nueva localidad, el médico iba apuntando con tino infalible. Las señaladas o señalados desaparecían dos días y volvían a casa con su brujería neutralizada.
Sobre el terreno, cundieron la improvisación y los desmanes. Sirra Ndow, de Aneked, una asociación que abrió hace poco una casa de la memoria en Serekunda y realiza exposiciones itinerantes por todo el país, con el objetivo de que el afán de justicia no languidezca, cuenta: “Nadie sabe muy bien cuál fue el criterio. Mi primo era uno de los policías que acompañaban al witch doctor en sus misiones. Por algún motivo, este decidió que él también era brujo”. Ciesay y Ndow detallan cómo el azar y la discrecionalidad se fueron imponiendo a un mínimo de planificación. Personas que osaron alzar su voz para protestar durante las redadas y acabaron en el autobús destino a Kololi. Vecinos que azuzaron viejas rencillas acusándose mutuamente. Hijos o sobrinas que, al no encontrarse en casa la madre o el tío (objetivos iniciales de la persecución), pagaron el pato presuntamente genético de la brujería.
Tras finalizar la sesión de apoyo en Jamburr, dos mujeres acceden a rememorar aquellos días fatídicos. Se expresan en mandinga (etnia más numerosa en Gambia) y traduce al inglés una trabajadora de WAVE. Si bien desconocen su año de nacimiento, ambas parecen estar por encima de los 70. Comparten el apellido Bojang, pero no son familiares directas. Sarjo avasalla con voz firme y una elocuencia gestual de narradora nata. Sainey vibra al hablar y economiza sus leves ademanes. “Escuché tambores en la plaza y me acerqué por curiosidad. Alguien me dijo que me subiera al autobús, que me iban a curar”, recuerda Sarjo. “Vi a un hombre persiguiendo a varias personas que huían. Al no poder alcanzarlas, se giró hacia mí, se acercó, me cogió de la mano y me dijo que había un tratamiento para sanar; le respondí que no necesitaba ningún tratamiento, pero fue inútil”, evoca Sainey.
No estuvieron juntas durante el cautiverio. Pero las dos coinciden al relatar el penoso traslado en un vehículo repleto, la negación de sus captores a darles agua, la llegada a una casa vacía donde pasaron la noche a ras de suelo. Por la mañana, sedientas, hicieron cola –en una recreación surrealista de consultorio médico– hasta que les administraron dos vasos del brebaje. A Sainey la obligaron además a desnudarse para rociarla con el líquido espeso. Luego fueron a tenderse, a esperar. “De pronto empecé a sentir un mareo insoportable”, añade Sarjo. “Fue como si la casa me persiguiera, estaba enloquecida, fuera de mí”, continúa Sainey. Al volver en sí, le contaron que un hombre había muerto tras horas convulsionando. La secuencia se repitió al día siguiente. Finalizada la cura, fueron conducidas de vuelta a Jamburr. “Mucha gente nos esperaba para gritarnos ‘¡brujas, brujas!’. Yo no sé qué es una bruja, pero sí sé que no soy una”, asegura Sarjo.
El fallecimiento de la tía de Jammeh derivó en 41 muertes documentadas y unos 1.000 afectados en todo el país. Las secuelas más frecuentes han sido enfermedades estomacales crónicas y pérdida de cordura. Pero el surtido de dolencias resulta inmenso. Sarjo refiere “una abrasión insoportable en las plantas de los pies y un terrible dolor de huesos”, síntomas que aún perduran y trata de aplacar con remedios tradicionales. Desde aquel breve viaje a Kololi, Sainey se siente permanentemente cansada, casi inhabilitada, para una vida normal: “No he podido trabajar desde entonces; en realidad, casi no puedo hacer nada”.
Más triste incluso, lamenta Ciesay, es la marginación social que siguió a la caza, ya que “victimiza doblemente”. Gente que perdió su hogar y pescadores a los que casi nadie volvió a comprar género. Prohibición para entrar en el transporte público y acusaciones a la ligera de estar tras la muerte de seres queridos. En ocasiones, el estigma va pasando de generación en generación, como refleja un documental producido por WAVE.
Cobayas de un experimento
Ndow pone en contexto la caza de 2009, ocurrida en un país donde lo sobrenatural goza de un fuerte arraigo. “Muchos recurren a jujus, ceremonias o amuletos para asegurarse protección o buena suerte”, señala. No es raro, apunta, que estas prácticas se fusionen con la fe musulmana (mayoritaria en Gambia) o que converjan con los poderes adivinatorios de los marabouts, líderes religiosos de una comunidad. Pero dar crédito a la existencia de brujas y brujos, sostiene Ndow, supone pasar de nivel: “Se trataría de gente capaz de comer metafóricamente a otros seres humanos, de hacer cosas que a mí, honestamente, se me escapan”. La creencia en este “turbio inframundo”, como lo define Ciesay, se antoja más dispar en Gambia, siendo habitual en etnias como los yulas (a la que pertenece Jammeh) y minoritaria entre otras como los wolof. Quizá la intención de Jammeh fuera aclarar la oscuridad de ciertos sortilegios. Reconducir la magia negra hacia dominios más blanquecinos. O puede que tratar de encontrar alguna lógica en sus designios sea de por sí un disparate.
Nuevos hallazgos podrían dar un giro aún más rocambolesco a la historia. A partir del testimonio de algunos policías, Ndow desliza que Jammeh pudo haber tanteado la posibilidad de exportar kubejaro a gran escala. De confirmarse esta versión, las víctimas de la campaña no habrían sido sino “cobayas en un experimento masivo para estudiar los efectos de una droga que pocos en Gambia se atreven a tocar”, dice Ndow. Todo es posible en el dosier de extravagancias que iluminaron la retorcida mente del autócrata. Un hombre que en 2007, dos años antes de la caza, ya quiso curar el sida embadurnando a los enfermos con un mejunje vegetal ideado por él mismo.
Gambia lleva años tratando de depurar responsabilidades por los desmanes cometidos durante la dictadura
Gambia lleva años tratando de depurar responsabilidades por los desmanes cometidos durante la dictadura. Algunos verdugos están en prisión; otros han logrado escurrir el bulto alegando que solo obedecieron órdenes. En lo alto de la pirámide siempre aparece la rotunda figura y el gesto beatíficamente extraviado de Jammeh. Con la democracia consolidada, el miedo va cediendo y emergen todo tipo de abusos. Como el que sufrió la fotógrafa local contratada para este reportaje: una excursión escolar que repentinamente mutó en trabajos forzados en un campo de anacardos propiedad de Jammeh, con los chavales deslomándose de sol a sol para ganarse un plato de comida.
Recientemente, salió a la luz el Libro Blanco que condensa el extenso rastreo y las conclusiones de la Comisión para la Verdad, la Reconciliación y las Reparaciones, creada por el Gobierno del presidente actual, Adama Barrow. En el horizonte, un anhelo prioritario aunque improbable: la extradición de Jammeh desde su refugio en Guinea Ecuatorial. Otras recomendaciones, como compensar con dinero a las víctimas, pueden quedar en papel mojado debido a las graves carencias estructurales que aquejan al país. Haciendo gala de resignada humildad y espíritu colectivo, Sainey Bojang asegura que se conformaría con poco: “Repartiré lo que me den entre mi familia, y me parecerá bien”.