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Francisco y el Vaticano de Perón

El Vaticano, que es un camaleón, decidió elegir a su Perón. El Papa Francisco facilitará la penúltima mutación de la institución más longeva y efectiva de la humanidad

En su exilio de Puerta de Hierro en Madrid, Juan Domingo Perón teatralizó el peronismo y la política argentina durante trece años hasta su regreso a Buenos Aires, en 1973. La quinta, un predio de una hectárea con siete casas compartidas con cuatro caniches bochincheros, López Rega en el papel de mayordomo y Yago, e Isabelita, la bailarina que llegaría a presidenta, fue el escenario donde Perón recibió a militares, sindicalistas de derecha, guerrilleros montoneros y periodistas para jugar su ajedrez predilecto: mover piezas en las baldosas flojas del poder argentino usando a los demás como peones. Interpretar los gestos del caudillo -oráculo, rey y esfinge- se convirtió en un deporte nacional. A su modo, por Perón hablaba un dios.

El Vaticano, que es un camaleón, decidió elegir a su Perón. El Papa Franciscofacilitará la penúltima mutación de la institución más longeva y efectiva de la humanidad. Francisco tiene el encanto telenovelero del peronista clásico. Simpatía de cantor de tangos, tono de cura de pueblo y una risa personalísima, tan abierta y picarona que no parece hija de la dramaturgia institucional. Jorge Mario Bergoglio fue la mejor elección del casting vaticano para un Papa en tiempos revueltos, líquidos y transmitidos en red tras el fracaso del fantasmagórico y metálico Ratzinger. Afable y veloz, Francisco reparte un discurso comprensible y, sobre todo, inesperado para el tradicionalismo conservador de forma y fondo de las iglesias. Es Kevin Kline en ‘Presidente por un día’, Tom Canty en la obra de Mark Twain y el Akeem Joffer de ‘Coming to America’: alguien que dice lo que todos desean pero, dada su posición, pocos esperan.

Medio mundo anda fascinado con su peronísimo carisma. Yo estoy desconcertado. El Papa parece el clásico tipo bienintencionado sometido a los tironeos de una institución que descree de la ciencia y la modernidad. La Iglesia depende de mínimas y lentas interpretaciones a un canon que parece grabado en piedra, escrito por hombres semianalfabetos dos mil años atrás. La idea de una vida regida por la razón aún le es esquiva cuatro siglos después de la Ilustración. Los pobres son su mercado cautivo y las mujeres sus servidoras, pobres animalitos ocupantes del asiento trasero de la historia, sin derechos plenos para oficiar en sus parroquias o, fuera de ellas, para hacer lo que quieran con su cuerpo.

El Papa bendice a los fieles durante la audiencia semanal en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano (Reuters).
El Papa bendice a los fieles durante la audiencia semanal en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano (Reuters).

El populismo es confusión. En la superficie, parece hacer las cosas correctas, pero sus motivaciones profundas son personalistas y maniqueas. El peronismo, uno de sus brillantes y enervantes ejemplos, mantiene esa confusión de inicio a fin. Setenta años después de Perón, los argentinos vivimos atrapados en el edén e infierno de su herencia. El peronismo es incorregible, decía Borges, un gran antiperonista, y también parece irresoluble, digo yo, traumado por entenderlo. Con el peronismo los fallos se ven con claridad recién al final, cuando se disipa la nube retórica que construyen sus caciques. Los buenos resultados quedan opacados por las formas o arruinados por la razón de origen, que no es otra sino la preservación en el poder.

El peronismo -un credo- es una máquina de producir gestos, símbolos de consumo rápido, LSD azucarado para almas necesitadas del caramelo de las soluciones esotéricas. El peronismo jamás piensa en las consecuencias de su pretenciosa bondad porque no lo necesita: cree (o sabe) que su lugar en el poder debe ser permanente y sus decisiones irrevocables, pues están inspiradas -hosanna en las alturas- por la bondad eterna del líder.

El peronismo, decía Carlos Menem, uno de los presidentes argentinos más peronistas -o sea, mutante, inasible, oportunista- no es una ideología sino una forma de gobernar. Perón creó el partido justicialista para ir a elecciones pero nunca puso límites al llamado Movimiento Nacional, un mejunje donde izquierda, centro y derecha competían por sus favores de padrote. Todo debía quedar dentro de los límites difusos de ese movimiento, de su fe, y todo bajo Perón, que la escribía. El peronismo es producto del ecumenismo sagrado del líder incuestionable: una iglesia.

El Vaticano es ahora escenario de esa prestidigitación, un universo ilusionista. Francisco es un seductor serial y tiene nuestros oídos dulzones de palabras bonitas. Mucha gente cree que el jesuita sencillo de Buenos Aires que hincha por San Lorenzo cumplirá -ora sí- la promesa eterna de una Iglesia por y para los pobres. Pero usar un Fiat 500 para visitar la Casa Blanca o vivir en un departamento común en Roma -dos gestos simpáticos- no modifican las bases de una empresa de la fe que acumula poder y riqueza sin retribuirla a sus pobres devotos accionistas.

En el exilio, Perón decía a cada quien lo que deseaba escuchar, pero tomaba las decisiones a su más privada conveniencia. En el Vaticano conocen esa suerte: Francisco pone en la boca del progresista la hostia dulce que sabe amarga al conservador -el fin de la pena de muerte en Estados Unidos, proteger el medio ambiente, acabar con la avaricia corporativa- y llena la copa de la derecha con su posición contra el aborto o el matrimonio igualitario, un vino rancio para la izquierda.

No debe haber nadie más populista que un Papa ni un Papa más peronista que un cura argentino. El Papa es presidente de un reino invisible, el cielo, con un loteo tan caro que toma toda la vida pagarlo. Su dogma promete la justicia social al final de una existencia de sometimiento -poner la mejilla- a quien te rige o jode a diario. El Papa, un peronista eclesial, es el encargado de propalar esa utopía imposible mientras, por lo bajo, inunda la fe de los devotos de restricciones y peros. Resignación y valor, que tu Dios te tendrá a su lado -si te portas como él quiere-.

El Papa Francisco llega al Festival de las Familias en Filadelfia, el 26 de septiembre de 2015 (Reuters).
El Papa Francisco llega al Festival de las Familias en Filadelfia, el 26 de septiembre de 2015 (Reuters).

En la efectiva confusión peronista, uno duda. No puedo dejar de pensar en la posibilidad de que nosotros, argies obsesionados por la trascendencia nacional, estemos discutiendo las minucias del presentador mientras los demás adoran el impacto televisivo de su show. ¿Habré(mos) perdido la perspectiva? ¿Será que es posible un peronismo global, religioso, porque el mundo tiene mayores candados para protegerse de la peronistidad argentina? ¿Será que los costados más dañinos del pragmatismo populista resultan controlables fuera y que solo nosotros, ese país insular y ombliguista, somos incapaces de lidiar con su existencia, con nuestra existencia? A menudo bromeo con que los argentinos tenemos a D10S, el Messias, el Che Guevara, santo patrono del Hombre Nuevo, y el Papa porque no somos una nación, sino una fe. Tal vez un mundo más secularizado maneje mejor nuestra -magnífica, magnánima y egomaníaca: irrenunciable- bipolaridad.

Podría aquí quedar bien y pedir que al Vaticano peronista le vaya bien, pero sería demasiado crédulo: bien, para mí, sería esperar que Francisco concrete una agenda reformista. Que cuaje y perdure el buen pregón. No sigo iglesia alguna pero comprendo que muchas personas hallen cobijo y motivación en las religiones -muchas cosas son verdad porque elegimos creer esa ilusión-. Por eso mismo, Francisco provocará más daño que Wojtyla si incumple su credo, pues ha creado grandes expectativas en poco tiempo. Ahora bien, si aprende del ajedrez de Perón, mantendrá a todos hablando de él hasta depositarlo en los algodonales de la santificación.

Me digo esto para darme una última ‘chance’ -no he aprendido, diablos- de que Francisco sea el Papa bueno y su Iglesia la vil y mala. Sería un peronista extraño que habría renunciado a parasitar todas las formas del discurso en su beneficio personal. En mis malos días -cuando me dejo ganar por el discurso de promesas maravillosas- supongo que el Papa confía en que su alegato sea sostenido por la sociedad civil, los dirigentes y la prensa global para forzar cambios internos en el Vaticano. Perón, sagaz y taimado, hacía eso antes, durante y después de Puerta de Hierro: jugar todas las cartas para que, sin importar cuál diera vuelta, él tuviera siempre el as en la mano. Si este Papa canyengue y pragmático, vivo y sin muchos protocolos, ayuda a rascarle los chancros secos a la institución más efectiva de la historia humana, pues esperaré algo, chiquitón y por un rato, del Vaticano peronista.

En ese punto, prefiero a Francisco y su populismo de tribuna, su guionado de película probada en ‘focus groups’ y sus vacilaciones y tonteras, que a un peor Papa por conocer. Lo prefiero a Wojtyla y Ratzinger solo porque parece menos conservador. Lo prefiero a las gárgolas vaticanas babeando cuando las encuestas dejen de dar bien al dueño momentáneo del sillón con púas de Pedro. Será más distante la ‘chance’ de que los sicarios del dogma conspiren para devolver todo a su cauce natural -esto es, una Iglesia todavía más jodida- mientras la gente mantenga su adoración por este cura de película italiana neorrealista. No me gusta, pero también soy víctima del canto de las sirenas peronistas que habitan todos los mares de la política: ante la dificultad de la utopía, me aferro al posibilismo.

En esos días trémulos, que son muchos, nada más espero que, cuando acaben, papado o vaticanismo peronista, no estemos peor. Por-dios-y-todos-los-santos-amén.

*Diego Fonseca es periodista y escritor. Es autor y editor de los libros Hamsters, Crecer a golpes, Sam no es mi tío y Hacer la América. Vive entre Washington DC y Phoenix.

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