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Francisco Ferrer i Guàrdia, en el recuerdo

En octubre del presente año se cumple el centenario del fusilamiento del pedagogo, el cual, antes de morir, dejó escrito el deseo de que sus amigos no hablasen de él.

El 13 de octubre de 2009 se cumplirán cien años del asesinato de Ferrer en los fosos del castillo de Monjtuich. El fusilamiento de Ferrer colmó de satisfacción tanto a la derecha, representada por Maura -que caería precisamente por el «caso Ferrer»- como a los seguidores de Alejandro Lerroux y, también, a los socialistas. Y, por supuesto, a la Iglesia, aunque venga ahora con el cuento de que el Vaticano intentó pedir el indulto de Ferrer, pero que «llegó tarde al Gobierno de Maura». Bagatelas. No en vano, uno de los primeros en atribuir lo sucedido en Barcelona como producto de la educación laica recibida en los colegios de Ferrer fue el arzobispo de Zaragoza.

Dirigiéndose al presidente del Gobierno, le dirá el 14 de agosto de 1909: «A poco que se quiera discurrir, llégase a comprender que tan atroces y execrables perturbaciones tienen su principal origen en las demasías de la prensa sectaria y en la escuela moderna o laica, como hoy se dice».

Como ya es sabido, el «asesinato legal» de Ferrer se inscribe en el contexto histórico de la denominada Semana Trágica, un significante inventado con premeditación y alevosía por la burguesía para así dramatizar una situación y dar argumentos al Gobierno para reprimir a gusto a los supuestos revolucionarios, los cuales protestaban por el embarco de tropas reservistas con destino a la defensa de las minas del Rif en Marruecos. La revuelta terminó en huelga general de 24 horas el lunes 26 de julio de 1909.

Antes de morir, Ferrer dejó escrito: «Deseo también que mis amigos hablen poco o nada de mí, porque se crean ídolos cuando se ensalza a los hombres, lo que es un gran mal para el porvenir humano. Solamente los hechos, sean de quien sean, se han de estudiar, ensalzar o vituperar, alabándolos, para que se imiten cuando parecen redundar al bien común, o criticándolos para que no se repitan si se consideran nocivos al bienestar general» (12/10/1909).

Contraviniendo su voluntad, digamos que lo que nunca sospecharía Ferrer es que las mayores y mejor fundadas alabanzas a su persona y obra procederían de las personas que más lo odiaron mientras vivió y, sobre todo, después de muerto, que eso sí que es más meritorio.

Pues puede comprobarse que muchas argumentaciones usadas en su contra se han convertido con el tiempo en irónico pretexto para elevar a Ferrer a la categoría de un aventajado en materia pedagógica y otras cuestiones sociales. Tanto es así que, cuando algunos franquistas relacionan su pensamiento para denostarlo con, por ejemplo, el pedagogo Robin -luego vendrían Freinet y Freire, entre otros-, lo que consiguieron fue el efecto contrario del que buscaban. Una justa venganza de la historia.

Del mismo modo, cuando en el libro «Garra marxista en la infancia» (1939), el inspector de educación Alfonso Inhiesta se esfuerza, consiguiéndolo, en asociar los planteamientos pedagógicos de Ferrer con la «malvada» escuela de Ginebra de Piaget, lo que ofrece es el mayor panegírico dedicado a Ferrer en toda su historia.

Como pedagogo, los planteamientos de Ferrer abarcaron ámbitos tan significativos en su tiempo como la coeducación entre niños y niñas, la coeducación entre clases sociales, la relación con el medio natural y social y el laicismo, emparentado con el racionalismo y el antiautoritarismo.

La idea de integrar la educación en el medio se la debió Ferrer a su amigo Odón de Buén, catedrático de Historia Natural de la Universidad de Barcelona e introductor del darwinismo en España. Por este hecho, la Iglesia católica intentó echarlo de la Universidad. Según él, «la geología contrariaba algún tanto el texto bíblico». En el libro de Garmendia y Otaola «Lecturas buenas y malas a la luz del dogma y de la moral» (1953), se lee: «Tiene en el Índice de libros prohibidos: Tratado elemental de Geología y Tratado elemental de Zoologia», pero no señala el porqué de tal prohibición. Del término Ferrer dirá lacónicamente: «Ferrer o la huelga sangrienta. Espíritu impío y revolucionario, apoteosis de Ferrer y de su incredulidad e impenitencia final».

La Iglesia asoció la coeducación entre niños y niñas, que defendía la escuela moderna (EM), con la promiscuidad y con la pederastia. Algunos contarían auténticas barbaridades de lo que se hacía y no se hacía en «los antros de Ferrer».

Una de las propuestas más desconocidas de la EM es la coeducación de las clases sociales. La idea consistía en que si los hijos de padres burgueses y proletarios se educaban juntos, se conseguiría una sociedad armónica, sin clases sociales. Ferrer creía en la escuela como factor de cambio social; también, en un modelo de red educativa que rompiera los límites excluyentes entre lo privado y lo público. Comprobaba que la formación de las clases burguesas españolas estaba controlada por el monopolio de la Iglesia, y que el Estado no hacía nada por evitarlo. Este sistema consagraba un modelo social y político siempre conflictivo y contrario a los intereses de la clase obrera.

El laicismo es el rasgo por el que más se conoce la EM y con él que se asocia perversamente a Ferrer, «masón, impío, ateo y laico». Lo más asombroso es que tanto la figura de Ferrer como sus escuelas laicas de Barcelona sirvieron para conocer lo que la Iglesia pensaba acerca de dicho término. Tiene gracia la cosa. El pensamiento contra el laicismo de la jerarquía eclesiástica tomará cuerpo doctrinal gracias a su mayor enemigo.

Yasí, ante la iniciativa del ayuntamiento de Barcelona, en 1908, de crear unas escuelas, siguiendo el modelo de Ferrer, la reacción del cardenal Casañas, de Barcelona, no se haría esperar: «Nuestro municipio implícitamente niega la Divina misión de la Iglesia y la pone al nivel de las sectas infernales inventadas por los enemigos de Cristo». Por supuesto, las escuelas no se construyeron. Dios providente no lo quería.

Y es que, como dijo Sardá i Salvany, «la escuela laica es el demonio convertido en preceptor. Hay pecado grave en enviar a ella a los niños. Pecan más que si precipitasen desde un derrumbadero a sus hijos, más que si vendiesen a sus hijas a la prostitución». En la misma línea de clarividencia, el P. Manjón sostendrá que «el maestro laico es la antidemocracia; el maestro laico es no educador; el maestro laico está enfrente de la humanidad; el maestro laico es antihumano». Parece que estuviéramos escuchando a Rouco Varela.

Al revisarse el caso Ferrer, en 1910, la prensa navarra aprovecharía el evento para desfigurarlo política y humanamente, incluyendo la ridiculización de su parcela amatoria -recuérdese que su compañera sentimental era la navarra Soledad Villafranca- y, sobre todo, para condenar el laicismo. De la escuela laica diría el periódico centenario: «Es la negación del abecé en pedagogía. Lo que salga de las escuelas laicas serán piaras de cerdos (…). Escuela laica significa escuela de ateos, plantel de apóstatas de la religión, criadero de malos hijos, de malos padres y de malos ciudadanos». (23/2/1910).

En fin, les digo que, si gozan del suficiente aplomo intelectual para echarse a la dentada un gallo de Ollarra, comprobarán que la línea de continuidad que guardan sus kikirikis actuales con los dicterios de sus antepasados de 1910 es tan fiel como directa. Todo un síntoma.

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