En Francia no se plantea el debate sobre si incluir la religión musulmana en el currículum escolar. Una ley de 1905 zanjó la cuestión, al instaurar un estricto laicismo, una separación clara entre el Estado y los credos. No hay, por tanto, clase de religión en las escuelas francesas, salvo en Alsacia y Mosela, territorios pertenecientes al Reich alemán en 1905 y en los que aún sigue vigente, como rareza histórica, el concordato con la Santa Sede firmado por Napoleón I. En esas regiones los curas católicos y los pastores protestantes son funcionarios públicos, con sueldo estatal. Hoy la clase de religión se sigue ofreciendo, pero es optativa.
La discusión francesa, desde hace años, se produce en otros términos y es profunda y polémica. ¿Cómo preservar el laicismo, signo de identidad de la República? ¿Cómo evitar que el islamismo radical gane terreno y empuje a sus militantes hacia una ruptura cultural con el resto de la sociedad francesa?
En el vocabulario francés moderno se han asentado dos vocablos que pueden inducir a equívoco. Se habla, siempre en tono muy negativo, de “comunitarismo” y “separatismo”, conceptos casi sinónimos. Se trata de esa voluntad de algunos grupos –en especial de los musulmanes rigoristas o de tendencia salafista u otras corrientes integristas– a vivir según sus propias normas y a esquivar, cuando no contradecir, principios fundamentales del ordenamiento constitucional francés en lo que respecta a la igualdad entre sexos, el derecho a la educación de las mujeres y otras libertades y costumbres consolidadas.
Resulta curioso que la palabra separatistas o separatismo no se asocie en la actualidad al peligro secesionista en regiones con fuerte personalidad propia, como Bretaña, Córcega o el País Vasco francés –aunque también se podría aplicar, semánticamente– sino al riesgo de que el islamismo radical fracture la sociedad francesa, una ruptura no territorial pero sí mental y cultural, que la obediencia religiosa pase por delante del respeto a las normas de convivencia comunes y del consenso político vigente desde la II Guerra Mundial.
El presidente Emmanuel Macron tiene pendiente un gran discurso sobre este separatismo musulmán. Lo ha venido aplazando porque se trata de un trámite delicado. Corre el riesgo de que los musulmanes moderados se sientan atacados y menospreciados. El discurso se había anunciado finalmente para el 2 de octubre, aunque es probable que se vuelva a retrasar porque coincidirá con una cumbre europea que se ha movido en el calendario. Una de las ideas de Macron es avanzar hacia “un islam de Francia” que sea compatible con los valores republicanos y reciba las menores influencias posibles de países extranjeros, como Arabia Saudí, Turquía o Argelia, que envían clérigos en parte radicales. En este sentido, la formación de imanes en la propia Francia podría ser un avance.
No es sencillo combinar las estrategias persuasivas y las punitivas. En su primer discurso ante el Parlamento como jefe del Gobierno, Jean Castex dijo que “la República se ve sacudida en sus cimientos por la coalición de sus enemigos terroristas, extremistas, complotistas, separatistas y comunitaristas”. Fue un cajón de sastre muy amplio. Y una de las primeras iniciativas legislativas del nuevo Gabinete es un proyecto de ley “contra los separatismos” (pero en realidad contra el islamismo radical) que prohibirá los tests de virginidad a que se someten algunas chicas musulmanas antes de casarse y que hará más rígida la legislación para cerrar webs, mezquitas y otros lugares de culto, asociaciones culturales y deportivas y locales en los que se propaguen ideas contrarias a los valores esenciales de la República francesa.