El divorcio por mutuo acuerdo e incompatibilidad acuerdo llegó con la Francia revolucionaria en 1792, pero la Restauración lo derogó, y no fue hasta 1884 con la Ley Naquet cuando se reintrodujo este derecho, aunque no permitía el mutuo acuerdo, algo que tuvo que ser reformado en 1975.
El médico, químico y político Alfred Naquet (1834-1916), que se destacó por su lucha por la separación de la Iglesia y del Estado, tuvo que empeñarse para poder restaurar el divorcio en Francia. Tuvo varios fracasos, pero consiguió que fuera una cuestión que se debatiera en la primavera de 1884. El debate fue intensísimo porque fue uno de los temas donde se enfrentaron dos mentalidades: la católica y la laica, generándose una verdadera campaña mediática antisemita contra el político. Al final salió la Ley con una amplia mayoría, gracias al apoyo de las distintas izquierdas.
La Ley no establecía el divorcio por mutuo acuerdo o por incompatibilidad de temperamento, como hemos expresado. Se necesitaba demostrar que había habido excesos, abusos, graves agravios o que había condena de una “pena afligida o infame” que hiciera imposible o intolerable mantener el vínculo matrimonial. La prueba de la culpa era, por lo tanto, fundamental para que se dictase una sentencia de divorcio. El divorcio podía ser solicitado tanto por el marido como por la mujer, pero ahí comenzaba otro problema, además del enunciado sobre la falta del mutuo acuerdo. Nos referimos a si existía o no un plano de igualdad entre el hombre y la mujer a la hora de ser atendida una demanda de divorcio.
No podemos contestar con rotundidad a esta pregunta, pero sí hemos querido aportar la opinión vertida en una revista socialista española, Vida Socialista, de octubre de 1912 donde se reflexionaba sobre esto, y presumiblemente para el caso francés porque en España no había divorcio. Es una opinión, un testimonio y una crítica, pero creemos que puede ofrecernos alguna pista.
Efectivamente, hemos encontrado un artículo, firmado por “Vice Gama”, titulado “El divorcio unilateral” donde se afirmaba que con la ley vigente la mujer no conseguía casi nunca el divorcio contra la voluntad de su esposo. La prueba de los hechos le era costosa, y se convertía en la “parte débil”, y la ley no parecía amparar a esta parte porque, en opinión del articulista, no quería “ponerse a mal con el más fuerte”. Afirmaba, además, que conocía muchos casos.
En esta indefensión jugaba el hecho de que, al parecer, la ley vigente les restaba a las esposas el testimonio de los descendientes y hasta la “confesión del victimario”, que podría obtenerse mediante un interrogatorio, aunque esta excepción, explicaba, era contradictoria con otra disposición de la misma ley, que expresaba ser suficiente el testimonio de la sentencia recaída en el juicio criminal que se hubiera seguido, cuando ella podría estar perfectamente basada en la confesión.
El autor propugnaba, en conclusión, que se estableciese de inmediato el divorcio cuando lo solicitase insistentemente la mujer y se demostrase ante la justicia que no era fruto de un arrebato sino la constatación de una situación de “amargura o de martirio”.
El artículo se publicó en el número 139 de Vida Socialista (1912).