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Fernando Sebastián, el arzobispo

El cardenal Fernando Sebastián, arzobispo emérito de Pamplona y de Tudela, ha vuelvo por los dogmáticos pagos donde solía, mostrando sin ningún rubor evangélico su talante autoritario con el que gustó acompañar su retórica, fuera de forma oral como escrita. En algo debería notársele que estaba inspirado por el santo pichón. Lo que decía era palabra de Dios y, si no, versículo de Jeremías.

Hace unos días presentó en Madrid su libro Memorias con esperanza, y no tuvo mejor cosa que hacer que recordar que hace ocho años el ayuntamiento de su ciudad Calatayud le negó el título honorífico de hijo predilecto de la ciudad: «Me han negado el dedicarme una calle y me han negado el declararme hijo predilecto de Calatayud con el voto del PSOE. ¡Hasta dónde vamos a llegar!», dijo monseñor.

Está mal que mientan los mortales sin bonete, pero que lo haga un cardenal es horrible. Porque el PSOE bilbilitano lo único que hizo fue abstenerse ante la propuesta del PP de nombrarlo mortal ilustre de Calatayud, y quien sí votó negativamente fue la Chunta Aragonecista.

En cualquier caso, no se entiende muy bien que, dado el desprecio absoluto que Sebastián ha mostrado por activa y por pasiva al poder civil y su soberanía en cualquiera de sus esferas, se revuelva contra un acuerdo mundano que nada tiene ver con la transcendencia y la metafísica.

A estas alturas de la vida, este cardenal, dicen que antifranquista en sus años jóvenes de teólogo claretiano y reconvertido en la madurez en nacionalcatólico y de las JONS –en unas elecciones pidió el voto para Falange-debería estar curado de estas menudencias y aceptarlas como lo que son: regalos de la Providencia para poner a prueba su humildad y su sencillez, virtudes que no parece que hayan sido sus cualidades más sobresalientes, como recordaban algunos inquilinos del palacio episcopal de Pamplona.

Sebastián debería sentirse orgulloso que el poder civil, ese que siempre ha aborrecido y que siempre ha colocado debajo del poder religioso, le niegue una y otra vez la consideración de hijo predilecto. Le está haciendo un favor.

Porque si el poder civil lo elevara a categoría de hijo predilecto, debería reputarlo como un insulto a su sacratísima persona. No resulta nada congruente que acepte ser nombrado de tal guisa por una institución civil y laica. Atentaría contra sus sagrados principios transcendentales. Y, seguro que a Dios, no le habría de gustar un pelo.

No diré que la pésima calidad política de una sociedad se deba medir por el número de nombres de santos, obispos y cardenales con que se ve adornado el callejero de las ciudades. Cuantos más nombres eclesiásticos, menor calidad política. Pero dedicar el nombre de una plaza o hacer hijo predilecto a una eminencia sacra que se ha caracterizado en vida por ser enemigo encarnizado del Poder Civil, es, mírese como se mire, un insulto a la propia ciudad. Y, la eminencia sacra si lo acepta, un cínico.

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