Comentarios del Observatorio
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A raíz del terrible y abominable atentado yihadista en Algeciras, en el que un musulmán ha atacado varias iglesias y ha asesinado a un sacristán y herido a otros cristianos, el presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, ha dicho que «desde hace muchos siglos [no se ve] a un cristiano matar en nombre de su religión o sus creencias [aunque] hay otros pueblos que tienen algunos ciudadanos que sí lo hacen» (en referencia al islam). Lo primero que pensé al escuchar esto fue: entonces, en Irlanda del Norte ¿quiénes se mataban entre sí hasta hace muy poco: chiíes contra sunníes?
Este negacionismo del terrorismo cristiano ha hecho que se le responda desde varios sitios. José Luis Ábalos, desde el PSOE, se preguntaba en twiter: ¿Es que no sabe nada de la “cruzada nacional”? La expresión que Franco empezó a usar a los pocos días del golpe de 1936, que la Iglesia empleó con tanta profusión y que en los últimos tiempos ha reverdecido gracias a sus socios de VOX”.
Feijóo se ha guardado las espaldas al decir lo de “desde hace muchos siglos” para que no se le recuerden las atrocidades cristianas de la Inquisición, las Cruzadas o las cazas de brujas. Aunque, en puridad, tantos siglos no hace. Suelen adjetivarse estas monstruosidades cristianas de instituciones medievales, y si bien su origen es medieval, su apogeo se dio ya en la edad moderna. La Inquisición, por ejemplo, tuvo su máximo esplendor con los reyes católicos y en los años venideros, y perduró hasta que fue abolida en el siglo XIX (definitivamente, en 1834). Las Cruzadas (equivalente cristiano de la Yihad musulmana) sí se dieron en la edad media, excepto la última, la que la iglesia católica bendijo como guerra santa de Franco contra el comunismo en 1936-1939. Y las cazas de brujas tuvieron lugar todas ellas en plena edad moderna (siglos XVI y XVII). Por no hablar de las guerras de religión entre cristianos que asolaron Europa también en los siglos XVI y XVII.
De todas formas, no hace falta ni siquiera remontarse al siglo XIX para encontrar violencia y terrorismo cristiano. Desde varios sitios así se le ha respondido a Feijóo: desde El Plural se le ha recordado la cruzada fascista en España o la masacre de Srebrenica de 1995 en la que los serbios cristianos mataron a 8000 bosnios musulmanes. En La Sexta se mencionan más casos de terrorismo cristiano, como son los atentados realizados por Anders Breivik (2011) en Noruega, Eric Rudolph (1996) en EEUU o los grupos terroristas cristianos del Ejército de Dios en EEUU o el Ejército de Resistencia del Señor en Uganda.
La lista no termina aquí. En EEUU, las clínicas abortistas son objeto de atentados cristianos en numerosas ocasiones y con varias víctimas, por no mencionar el terrorismo protestante (y racista) del Ku Kux Klan. Y, como decíamos antes, hasta hace históricamente muy poco en Irlanda del norte se mataban los cristianos católicos (IRA) y los cristianos protestantes (UDA) entre sí. España tampoco escapa al terrorismo cristiano. En 2006, terroristas cristianos colocaron una bomba en el Teatro Alfil de Madrid donde iba a representarse la obra La Revelación, del showman Leo Bassi, por considerarla blasfema (El Mundo, 02/03/2006).
Obviamente, el cristianismo no tiene el monopolio de la violencia religiosa, pese a su mandamiento de “No matarás”. De hecho, todas las religiones tienen grupos terroristas que matan en su nombre. En el islam es de sobra conocido, pero también en el hinduismo (el llamado “terror azafrán”) e incluso en el budismo, pese a su fama de pacifistas y su mandamiento de la ahimsa (no violencia). En Birmania, por ejemplo, los budistas son los responsables de la violencia y limpieza étnica contra los musulmanes de la minoría rohinyá. Otro ejemplo muy reciente y de actualidad es la presencia de grupos paramilitares sumamente violentos en la guerra de Ucrania y de signos religiosos distintos. Por una parte, el batallón Azov, del lado ucraniano, de ideología neonazi, cristiana e islamofóbica, y por otro los “chechenos de Kadyrov”, al lado de Rusia, y musulmanes todos ellos.
A alguien podrían extrañarle esas alianzas político-religiosas extremas, pero parece ser que a las religiones les da morbo el extremismo político. Durante la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, hubo tanto cristianos como musulmanes luchando al lado de Hítler en Croacia: las cristianas Ustacha y la islámica 13ª División de Montaña SS Handschar. Por otra parte, los nazis, al tiempo que secuestraban, torturaban y mataban industrialmente a los judíos en los campos de exterminio, respetaban y dejaban en paz a los budistas en Alemania y organizaban expediciones al Tíbet. Debido a sus delirios ocultistas, los nazis creían que el budismo tibetano podría acercarles a auténticos arios incontaminados racialmente y con superpoderes. Algo parecido sucedió en la guerra civil española después del golpe de Estado fascista: a la vez que la iglesia católica bendecía como cruzada a la sedición del general Franco, este se protegía a sí mismo con una guardia personal y sumamente violenta como fue la Guardia Mora, compuesta de soldados musulmanes del Ejército de África.
No obstante lo anterior, podría responderse, y con bastante razón, que toda esa violencia no deja de ser anecdótica en el contexto de los millones de creyentes de las grandes religiones que son pacíficos y que rechazan esa violencia. De hecho, la comunidad musulmana en España ha condenado el atentado de Algeciras inmediatamente y sin contemplaciones. Sin embargo, algo deben tener las religiones cuando hacen que algunos de sus miembros consideren legítima la violencia en su nombre, como hemos visto. No pasa solo con las religiones (con todas las religiones), también con algunas ideologías políticas como la extrema derecha (Triple A, Batallón Vasco-Español…), los nacionalismos (ETA), el comunismo (las RAF alemanas, las Brigadas Rojas italianas, los GRAPO en España…) o el anarquismo (la “propaganda por el hecho”: Mateo Morral o Michele Angiolillo, por ejemplo). El tema daría bastante de sí, y aquí nos remitimos al libro de Jonathan Haidt: La mente de los justos (2019, Planeta), subtitulado precisamente: “Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata”.
Podría decirse que todos los movimientos e ideologías tienen sus ovejas negras. Pero no es cierto: todas, no. Que yo sepa, no existen grupos terroristas dentro del feminismo, por ejemplo. Nunca he oído de secuestros, coches-bomba o tiros en la nuca a machistas por parte de gudariak feministas. Ni hay grupos terroristas en el movimiento LGTBI: no se sabe de ningún muyahidín homosexual que se haya inmolado con un cinturón de bombas en medio de la manifestación del Orgullo Hetero. Que, por cierto, de haber ocurrido en la de Dallas (EEUU) de 2019 solo habría habido tres víctimas: él mismo y los dos únicos asistentes que acudieron a celebrar ese “orgullo”. Tampoco hay grupos terroristas dentro del laicismo: nadie pone bombas pidiendo la libertad de conciencia o la separación religión-Estado (los ataques a iglesias en los años 30 en España fueron antirreligiosos, pero no laicistas).
Puede decirse lo mismo de la socialdemocracia o del liberalismo, si bien en este caso se les podría considerar como a los creyentes de las religiones que tienen a sus propios radicales: el comunismo para los socialdemócratas y los anarquistas para los liberales (entendiendo al anarquismo como un liberalismo extremo: del Estado mínimo a la desaparición del Estado). Pero el caso es que no hay terroristas poniendo bombas en nombre de la economía mixta o del laissez faire. Tampoco hay terroristas conservadores como tales, pero sus connivencias con la extrema derecha les hacen siempre sospechosos de justificar, aunque sea por omisión o silencio, el terrorismo y la violencia de derechas. En España, por ejemplo, el PP todavía no ha querido condenar la dictadura franquista ni reparar a las víctimas. Sucede algo parecido con el nacionalismo abertzale, que solo con la boca chica y muy a regañadientes y con muchos peros, ha condenado el terrorismo de ETA y ha pedido perdón a las víctimas.
Pero con lo que sí que no hay dudas es con la ciencia. Nunca jamás ha habido terrorismo científico ni violencia en nombre de la ciencia. No se sabe de terroristas disparando a terraplanistas al grito de: ¡Eppur si muove! Ni tampoco secuestrando a homeópatas diciendo: “La ciencia es dios y Einstein su profeta” o “Ad maiorem scientiae gloriam”. En el sempiterno conflicto entre fe y razón, religión y ciencia, la violencia siempre ha sido unidireccional: de la fe-religión hacia la razón y la ciencia. Galileo o Giordano Bruno no tienen sus víctimas equivalentes en el campo de la religión a manos de la ciencia.
Hasta aquí hemos hablado de terrorismo pero habría que matizar por lo menos dos significados en esta expresión. Por un lado, “terrorismo” es la violencia que usa un grupo de forma ilegítima para conseguir objetivos, normalmente, políticos. Decimos ilegítima porque la única violencia legítima es la que emplea el Estado. Así, cualquier grupo rebelde o sedicioso puede ser considerado “terrorista” si usa la violencia contra el orden establecido. Sin embargo, según esta acepción, el Estado no puede ser terrorista, por definición. Pero, por otro lado, “terrorismo” es el régimen o estado de cosas en el que se utiliza el terror hacia un grupo para conseguir objetivos políticos o religiosos. En este caso, un Estado sí puede ser terrorista.
Por lo anterior, todo terrorismo será violento pero no toda violencia será terrorista. En el primer caso, la violencia será terrorista si no procede del Estado y tiene fines políticos o religiosos, aunque no genere terror en la población en general. En el segundo caso, la violencia será terrorista siempre que genere ese terror generalizado, venga de donde venga (del Estado o de un grupo paramilitar, por ejemplo). Pueden darse los dos casos: un grupo terrorista no-estatal que genera terror en la población. Un ejemplo clarísimo es el terrorismo cristiano del Ku Kux Klan, puesto que no pertenece al Estado y busca extender el terror entre toda la población que no cumpla las tres condiciones WASP: White, Anglo-Saxon and Protestant (Blanco, anglosajón y protestante).
Con la primera definición, es terrorista cualquier grupo armado que no pertenezca al Estado. En este sentido, puede justificarse cierto “terrorismo”, por lo menos según ciertas teorías. Sería el caso del tiranicidio, de los ejércitos de liberación o las guerrillas populares. La guerrilla española que luchó contra Napoleón en la guerra de independencia sería “terrorista” a los ojos de Napoleón, por ejemplo. Aquí depende de cómo se valore filosóficamente la violencia y su posible justificación o no (el pacifismo, por ejemplo, niega todo tipo de violencia).
Sin embargo, el terrorismo en su segunda acepción es injustificable se mire como se mire (por lo menos racionalmente). Y aquí es donde difieren tipos de terrorismo y se caracteriza el terrorismo religioso. Hay terrorismo político en sus dos acepciones, pero el terrorismo religioso solo lo es en la segunda. Para entenderlo, vamos a echar mano de un experimento mental diseñado por el ateo Sam Harris en su libro El fin de la fe (2007, Paradigma). Supongamos que existiera un “arma perfecta”. Consiste en un arma que logra su objetivo sin ningún daño colateral en absoluto. Por ejemplo, en la película El precio del poder (1983), Tony Montana tiene la misión de matar a un periodista haciendo explotar la bomba que ha puesto en su coche. Sin embargo, el periodista sube al coche con su esposa y sus hijos. Tony se enfrenta al dilema de cumplir su encargo y matar al periodista, y a su esposa e hijos como daños colaterales, o no matar a ninguno, tampoco al periodista. Con un arma perfecta, Tony no tendría dilema: el arma perfecta mataría al periodista solamente.
Sam Harris se pregunta en el libro qué harían ciertas personas si tuvieran el arma perfecta. Y aquí es donde se pueden apreciar diferentes tipos de violencia o terrorismo. Un tiranicida o un magnicida sacarían mucho provecho del arma perfecta. El anarquista Mateo Morral, por ejemplo, hubiera podido matar con ella al rey Alfonso XII en 1906, en vez de hacer lo que hizo: lanzó una bomba desde un balcón al carruaje real en el desfile de su boda, pero el rey salió ileso y en su lugar murieron 25 personas (15 militares y 10 civiles). Esto fue así porque la bomba rebotó en el tendido eléctrico y no cayó en el carruaje real sino que se desplazó hacia la gente. De todas formas, aunque no hubiera rebotado, Morral hubiera matado a más víctimas colaterales inevitablemente. No creemos que su objetivo fueran las demás víctimas (por lo menos las civiles), pero suponemos que el anarquista lo consideraba un precio a pagar dado que era una oportunidad única para matar al rey.
Pero pensemos ahora en Bin Laden, por ejemplo. En 2011, yihadistas a sus órdenes secuestraron dos aviones y los estrellaron contra las Torres Gemelas, con un balance de 3000 víctimas civiles. ¿Qué habría hecho Bin Laden con un arma perfecta? Nada. No le serviría de nada. Y no le serviría porque el objetivo de Bin Laden no eran ciertas personas, sino muchísimas personas, cuantas más mejor.
Para ciertos grupos terroristas, sus enemigos son concretos: otros grupos rivales o miembros del Estado al que combaten. Para los demás, esa “guerra” no va con ellos, salvo que uno esté en el sitio equivocado y en el momento equivocado (víctima colateral). Pero, para otros terroristas, y especialmente para todos los terrorismos religiosos, sus enemigos son legión: son prácticamente todos los habitantes del planeta que no comparten su mismo integrismo religioso. Para empezar, los propios creyentes de su misma religión que no la vivan de forma tan fanática como ellos. Recordemos que la inmensa mayoría de las víctimas del terrorismo islámico, por ejemplo, son musulmanes. Para el terrorismo religioso, el mundo se divide en fieles, herejes e infieles, y para todos ellos solo queda el terror, también para los fieles. Por tanto, el arma perfecta es inútil para ellos: son mucho más eficaces los ataques indiscriminados y sin miramientos. Pero, pensará alguien, ¿y si en esos ataques muere uno de los fieles? La misma pregunta se la hicieron al inquisidor Arnaldo Amalric durante la Cruzada contra los albigenses de 1209: ¿cómo distinguir a los fieles católicos de los herejes cátaros? Su respuesta es famosa: “¡Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos!”. Cuando el objetivo es el máximo terror, no vale ningún arma perfecta. Y ese es el objetivo porque no hay otra forma de mantener la ortodoxia cuando esta es tan fanática que casi todo es pecado.
Sucede lo mismo con los nazis. Tampoco a ellos les valdría de mucho un arma perfecta cuando su objetivo es la Solución Final: eliminar de la faz de la Tierra a todos los judíos, gitanos, homosexuales, discapacitados y opositores políticos. El terror es mucho más efectivo. Lo mismo en el caso del terrorismo nacionalista: cuando se trata de una limpieza étnica, no hay arma perfecta que valga que no sea la deportación y el campo de exterminio. Un ejemplo claro es el terrorismo de Estado por parte de Israel (el segundo significado que decíamos). Actualmente, Israel dispone de armas sofisticadas que, aunque no son armas perfectas, casi lo son, capaces de alcanzar sus objetivos con una precisión casi milimétrica. Pues bien, aun así, Israel sigue atacando indiscriminadamente a la población palestina de vez en cuando para recordarles el terror al que están condenados por no ser del “pueblo elegido”.
Por eso cualquier tipo de terrorismo religioso (ya sea cristiano, islámico, budista…) y ciertos terrorismos políticos (como los de extrema derecha o nacionalistas) son tan peligrosos: no conciben que haya víctimas militares y civiles, objetivos militares y daños colaterales, porque su enemigo somos todos. Por esa razón tenía tanto sentido el lema tras los atentados de Charlie Hebdo, “Todos somos Charlie”: porque todos podemos ser la siguiente víctima del fanatismo.
Andrés Carmona Campo. Profesor de Filosofía.