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Sobre el mundo físico, es decir, sobre el universo, incluido el mundo humano (la sociedad), caben dos tipos de conocimiento, el demostrado (leyes físicas y teoremas matemáticos, por ejemplo) y el no demostrado, que, a su vez, puede ser demostrable (p.ej., hipótesis científicas) o no demostrable (p. ej., existencia de dios o del paraíso), aunque este último no es verdadero conocimiento porque solo es conocimiento de ideas que no expresan ninguna realidad, y el principal objetivo del conocimiento es la verdad de lo real. Del conocimiento demostrado se tiene evidencia y certeza, y del no demostrado se tiene opinión y/o creencia, cuando es demostrable, y certeza irracional (a lo que se llama “fe”) cuando no es demostrable. El conocimiento, tanto demostrado como demostrable, se refiere a realidades materiales o cuyo origen es la materia, aunque no necesariamente sean materiales. Así, por ejemplo, las ideas, los recuerdos, los sueños, etc. no son materiales, pero su origen es material porque sin un cerebro que los genere no existirían. De las ideas se puede tener conocimiento que puede ser evidente, como es el caso de las matemáticas, porque parte de axiomas creados por el cerebro del que se deducen los principios, leyes, reglas, teoremas y demás elementos que componen ese saber. Y también caben conjeturas, que serían proposiciones (afirmaciones) generadas dentro de las matemáticas y que están a la espera de ser demostradas o refutadas. El conocimiento no demostrable, sin embargo, se refiere a supuestas realidades no materiales ni originadas por la materia y, por tanto, a creaciones mentales, es decir, cerebrales, sin referente real, como son prácticamente todos los contenidos de las distintas religiones que hacen referencia a mitos, libros sagrados, o a seres y mundos inmateriales, como son los dioses, ángeles, demonios, titanes, cielos, infiernos, etc. Es al conocimiento de esas irrealidades al que se denomina fe.
La fe en la que dicen basarse los conocimientos no demostrables, pretendiendo que reflejen alguna realidad verdadera, es la sacralización de la ignorancia. Convertirla en conocimiento de lo real es equiparar la nada con el ser, es convertir el agua en vino sin que haya agua previa. Quienes nos precedieron en la prehistoria no tenían fe, tenían desconocimiento de su ignorancia. Como decía Bertrand Russell: «No hablamos de la fe de que dos y dos son cuatro o de que la tierra es redonda. Solo hablamos de la fe cuando queremos sustituir la evidencia por la emoción» Nadie tiene fe en el sentido que se le da al término referido al conocimiento, lo que se tiene es ignorancia consentida o ignorancia ignorada. Además, la supuesta virtud teologal de la teología cristiana es un insulto a la inteligencia. Que un dios infinitamente bueno reparta las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad (amor) según le venga en gana, concediéndoles a unas personas lo que no concede a otras, y dándoles de esa manera una ventaja, supondría un nivel de discriminación digno más de los sistemas autoritarios y/o capitalistas que de un supuesto ser perfecto. Bien es cierto que ni dios existe ni, por tanto, reparte virtudes, así que lo único que queda es desenmascarar el engaño en el que viven millones de personas y del que viven quienes constituyen los cimientos de todas las religiones, es decir, sus castas sacerdotales.
La fe es la panacea del espíritu, el sustitutivo de las psicoterapias, del estudio y de la investigación. Es la garantía del más allá, ganada, eso sí, a costa de vender la razón, aquello que nos hace verdaderamente humanos, a quienes dicen poseer el monopolio de la verdad, aunque solo sea el monopolio de la nada. La fe sustenta todas las falsedades referidas a la realidad, todas las teorías negadoras de la ciencia. La fe es el chantaje que ofrece seguridad ante el temor a morir, porque, como recogen los textos cristianos, sin fe no es posible salvarse.
En los libros de historia de la filosofía, se sigue estudiando la relación entre la fe y la razón, problema que introdujo el cristianismo, allá por los siglos II-IV (con Justino y Tertuliano, entre otros) cuando comprendió que la fe no era suficiente para mantener el rebaño unido, sobre todo aquel que necesitaba entender más que creer y que se iba inclinando por doctrinas que, como la de Hipatia de Alejandría, procuraban buscar explicaciones racionales a la realidad. Entonces, como a lo largo de toda la Edad Media, los defensores de la fe no fueron muy condescendientes con quienes apostaban por la razón, y olvidándose de la racionalidad, y de la moralidad del amor, acabaron con la vida de Hipatia, Giordano Bruno y muchas personas más. Hoy, superando todo vestigio de racionalidad, ese invento de la fe como alternativa, y además verdadera, a la razón, sigue vigente por obra y gracia de quienes quieren ignorar los avances científicos y mantenerse, como ocurre con las sectas negacionistas, en la Edad Media, no tanto por una cuestión de fe, sino de poder. Pero es una disyuntiva falsa, como el propio contenido que se pretendía y se pretende colar como verdadero. No se puede convertir en racional lo irracional, porque no es posible razonar sobre lo inexistente. Solo cabe denunciar su falsedad.
Julen Goñi. Profesor de filosofía.