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Falible. Ex Papa. Un poderoso en retiro

La renuncia de Benedicto XVI suscita loas y críticas entre los expertos Teólogos e historiadores ven el debate superficial porque disimula los problemas del pontificado

En los archivos de la municipalidad de Valence (Francia) se conserva la anotación del funcionario encargado de despachar en agosto de 1799 el fallecimiento en esa ciudad del papa Pío VI, de civil conde Angelo Onofrio Melchiorre Natale Giovanni Antonio Braschi dei Bandi. Lo hizo de esta manera tan distraída: “Jean-Ange Bisaschi, que ejerce la profesión de pontífice”. Pío VI había sido un Papa peleón y viajero, pero fue arrollado por los efectos de la Revolución Francesa y, sobre todo, por maquinar contra Napoleón, a uno de cuyos generales mandó fusilar poco antes de ser ocupada Roma por el ejército francés. Salvó la vida huyendo de la capital de los Estados Pontificios disfrazado de mendigo, pero fue tomado prisionero y llevado a Francia de muy mala manera. Su cuerpo regresó décadas más tarde a Roma, donde aún se alza una estatua muy vistosa en su honor.

¿Qué dirá el registro de difuntos sobre Benedicto XVI, de civil Joseph Aloisius Ratzinger, a punto de cumplir 86 años? ¿Cómo firmara el exPapa sus cartas y los mensajes de Twitter, cuando el día 28 abandone el pontificado romano? ¿Seguirá siendo infalible? ¿Continuará asistido por el Espíritu Santo, como cree el tropel de sus afines que están los papas por el solo hecho de serlo? ¿Será un Papa en la sombra, dada la influencia que ya ejerció sobre su predecesor, el polaco Juan Pablo II? El debate está abierto, con respuestas para todos los gustos.

Así lo ve el franciscano José Arregi, profesor de Teología en la Universidad de Deusto (Bilbao). “Que un papa, a los 85 años y enfermo, se despoje de la tiara y descienda del trono, renunciando al poder religioso más arbitrario y absoluto jamás imaginado, ¿qué tiene de extraño? Tiene de extraño que se limite a eso: a una renuncia personal. Y, sin embargo, ha sido celebrada por clérigos y laicos bien intencionados como un gesto de libertad, valentía y dignidad e, incluso, de humildad. No niego que lo sea. Pero ¿su renuncia no constituye a la vez un acto de rendición frente a esa oscura maquinaria de poder que es el Vaticano?”.

Arregi, una de las últimas víctimas de la inquisición romana, dudaba hace tres años, en declaraciones a EL PAÍS, que Benedicto XVI mandase algo en el Vaticano. Ahora lamenta que la Iglesia vuelva a “ser espectáculo, no buena noticia”. Cree que Ratzinger es “un hombre de gran calidad humana” —“No hay más que mirar sus ojos limpios llenos de inteligencia”—, pero subraya que la persona es inseparable del papel que desempeña en un sistema.

Küng: “El dogma de la infalibilidad fue, al principio, una herejía reprobada”

“En el caso del Papa es inevitable que la persona, por admirable que sea, quede aplastada por un papel y un poder desorbitado, dentro de un sistema perverso: un papa elige a los cardenales que elegirán al siguiente Papa, el cual impondrá como voluntad divina lo que son en realidad sus propios criterios. Así es como Benedicto XVI, primero por mano de Juan Pablo II y luego por su propia mano, ha enterrado lo mejor del Vaticano II y ha ahondado el abismo entre la Iglesia y el mundo de hoy. Todo por voluntad divina. Ahora se va dejando intacto un sistema esencialmente corrupto. La tiara y el trono, la terrible infalibilidad, el terrible poder absoluto, siguen intactos, esperando al siguiente candidato. No faltarán aspirantes. Ya se traman oscuras estrategias, ya se urden alianzas. Se maquina y se conspira. Es pura farsa mediática, pornografía religiosa. Cuando salga la fumata blanca dirán: ‘El Espíritu Santo ha elegido’. Más obsceno todavía”, añade Arregi.

¿Infalibles los papas? Cuando el 18 de julio de 1870 Pío IX proclamó el dogma de la infalibilidad en la última jornada del tridentino Concilio Vaticano I, Víctor Hugo hizo una predicción: “Dentro de 100 años, no habrá guerras, no habrá papa”. Se equivocó, pero la decisión de Pío IX ha dejado “en ridículo” al pontificado romano, en palabras del muy católico Lord Acton, que a punto estuvo de ser excomulgado por esa idea. Suya es la frase de que “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. También el filósofo Richard Rorty habló de “dogma infame”, y un teólogo tan prudente y sabio como Karl Rahner escribió: “Si de forma irrealmente hipotética, me imagino a mí mismo leyendo en voz alta a Jesús, durante su vida terrestre, la definición del Vaticano I, probablemente él, en su conciencia humana empírica, se habría asombrado y no habría entendido nada en absoluto”.

¿Quién inventó la doctrina de la infalibilidad? El sistema vaticano argumenta que la idea de que el Papa y la Iglesia nunca se equivocan cuando definen doctrinas se remonta siglos, incluso a Pedro, el pescador que se supone como primer Papa romano. No es verdad. Es una idea absurda para tiempos en que el Papa era el sucesor de un pescador judío, no del emperador Constantino.

“No fue con un cheque del banco del César con lo que Jesús envió a sus apóstoles al mundo para anunciar el reino de Dios”, clamó el teólogo francés Robert de Lamennais contra los afanes de poder y riqueza de lo que llama “el Imperio católico”. ¿Infalibles los papas en toda su historia? Incluso para el hombre que más trabajó para erigir el absolutismo papal, Gregorio VII, se trataba de “una doctrina disparatada”. “El Papa puede equivocarse también en materia de fe”, dijo.

Tamayo recuerda que un sector episcopal se negó a apoyar el dogma

El teólogo Hans Küng, que ha escrito un voluminoso libro sobre el tema (¿Infalible? Una pregunta) y fue castigado por Ratzinger retirándole el título de profesor de teología católico, lo explica con la exhibición de un documento que enmudecería a quienes entren en el debate con honradez. Dice: “El inventor [de la doctrina de la infalibilidad] es el excéntrico franciscano Petrus Olivi. Lo que buscaba era que los papas quedasen obligados por un decreto de Nicolás III favorable a la corriente franciscana que exigía pobreza radical. De ahí que, en 1324, Juan XXII condenara esa doctrina como obra del demonio, el padre de la mentira. Consecuencia: ¡el dogma de la infalibilidad papal fue, al principio, una herejía reprobada!”.

Pero aquel 18 de julio de 1870, el Vaticano tenía a sus puertas el ejército de Garibaldi y Pío IX pensaba que solo la definición solemne de su primacía e infalibilidad podría evitar que la nación italiana conquistara el último símbolo de los Estados Pontificios. Era un hombre “emocionalmente inestable, desprovisto de dudas intelectuales que mostraba los síntomas propios de un psicópata” (así lo ve Hans Küng), y quería lanzar, además, una declaración de guerra general a la modernidad, en la esperanza de ganarse el apoyo de reyes y emperadores tan sobresaltados como el Papa. El dogma, en cambio, les asustó, más que los confortó, sobre todo porque el Pontífice lo acompañaba de una encíclica (Quanta cura) y un compendio de errores (Syllabus errorum modernorum) para condenar a los hombres y las ideas más representativos de la modernidad europea. “Lo que una vez fue contrarreforma era ahora contrailustración”, dice Küng.

En el Concilio de Nicea (año 325) se endiosó a Cristo con el beneplácito del emperador Constantino. En el Vaticano I se endiosó a los papas. Pío IX se consideraba a sí mismo un viceDios. Todo se mantiene. En palabras del teólogo Juan José Tamayo, “los papas acumulan en su persona más poder que los faraones egipcios, los emperadores romanos, los reyes del sacro imperio romano-germánico, los califas del imperio otomano y todos los dictadores de la historia. Lo confirma la Ley Fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano, que concentra los tres poderes en la persona del Papa”. Así lo establece su artículo primero: “El Supremo Pontífice, Soberano del Estado de la Ciudad del Vaticano, tiene la plenitud de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial”.

Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones en la Universidad Carlos III de Madrid, afirma que ese poder absoluto lo reafirma y refuerza el dogma de la infalibilidad, “que Pío IX, en sus horas más bajas de poder político y de autoridad religiosa, obligó a votar a los obispos reunidos en concilio”. Según dicho dogma, las definiciones del Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, “son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia. Con ello, el Papa se auto-colocaba en la órbita de lo divino y su palabra se situaba al mismo nivel que la palabra inerrante de Dios”.

Tamayo recuerda que hubo un sector episcopal que se negó a apoyar “tan megalómana imposición papal”. Añade: “La historia les daba la razón, teniendo en cuenta los numerosos errores doctrinales en los que incurrieron algunos papas y los constantes cambios producidos en las verdades de fe”.

El derecho canónico usa un doble rasero para líder y fieles, subraya un experto

Es absurdo debatir sobre si el papa Ratzinger se lleva consigo el don de la infalibilidad, que requiere, para su uso, hablar ex cathedra, es decir, desde la silla de mando. Benedicto XVI se apea de ese trono el próximo jueves. Además, desde su implantación, el dichoso dogma ha sido usado una única vez. Lo hizo Pío XII el primer día de noviembre de 1950, cuando, rodeado de 36 cardenales, proclamó “ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial”. Textual.

Sobre la dimisión del Papa reinante no caben dudas. “Desde la perspectiva del Derecho del Estado, y en el caso español de un Estado laico —ideológica y religiosamente neutral—, se trata de una decisión irrelevante, ya que al final de cuentas se trata simplemente del relevo en la Jefatura de otro Estado”, sostiene Oscar Celador Angón, catedrático de Derecho Eclesiástico en la Universidad Carlos III. Añade: “Desde el siglo XV, era habitual que los papas ejercieran su labor hasta su fallecimiento, con independencia de edad o salud. Se trataba de una especie de contrato informal en virtud del cual, una parte accedía al puesto de máxima responsabilidad, pero a cambio se comprometía a dedicar a su labor todas sus fuerzas y a sacrificar el resto de sus días. A la vista de los hechos, el contrato informal o no existía, o ha sido incumplido por una de las partes”.

Al profesor Celador le parece llamativo el doble rasero que el Derecho canónico utiliza para su líder y sus fieles. Pone como ejemplo el matrimonio. Dice: “El Papa ha renunciado a ostentar un cargo cuyo desempeño aceptó de forma libre, alegando falta de fuerzas. Su decisión es de sentido común. Sin embargo, el matrimonio canónico contraído válidamente y consumado es indisoluble, a lo sumo sus contrayentes pueden separarse pero nunca divorciarse canónicamente, con independencia de la edad que puedan llegar a vivir los cónyuges, su felicidad o estado de ánimos”.

Tampoco caben dudas sobre si seguirá Benedicto XV siendo Papa después de su renuncia. Dice el teólogo Federico Pastor-Ramos, presidente de la Asociación de Teólogos Juan XXIII y profesor emérito de la Universidad Pontificia de Comillas: “Una vez que Benedicto XVI ha renunciado al ministerio lo ha dejado definitiva y totalmente. El encargo de Jesús a Pedro está expresado con imágenes metafóricas que no pueden extrapolarse en su sentido, como sería decir, por ejemplo, que la piedra es algo permanente. Sería más consonante con lo que sugiere el Nuevo Testamento pensar en funciones de comunión y un cierto punto de referencia de los seguidores de Jesús, que tiene poco que ver con la hipertrofia de lo papal que se ha ido desarrollando a lo largo de la historia y de la que se podría prescindir sin menoscabo de nada”.

Otra cuestión es si las cosas se miran desde la óptica de la religión popular española, especialmente la practicada por niños y adolescentes. Lo hace Javier López Facal, profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y autor de El declive del Imperio Vaticano, que acaba de publicar en la editorial Catarata: “Los niños suelen encomendarse a santa Rita de Casia cuando a uno se le exige la devolución de un objeto previamente donado, utilizando estas palabras: Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita. Sabemos desde la Epístola a los Efesios 2.8, una carta supuestamente escrita por san Pablo a aquella floreciente iglesia anatolia, que la fe no depende de uno mismo, sino que es un regalo gratuito de Dios, y es asimismo doctrina aceptada que la gracia santificante y la gracia de estado son dones divinos de carácter gratuito y, por lo tanto, potencialmente efímeros o revisables”.

Así las cosas, cabría pensarse que si el Espíritu Santo otorgó a Ratzinger la gracia de estado para acceder al pontificado y ejercer este magisterio, igualmente ha podido retirarle esta gracia por razones inescrutables e inefables propias del Paráclito.

Ironiza López Facal: “Joseph Ratzinger puede decir, con legitimidad, aquello de Dios me lo ha dado, Dios me lo ha quitado, bendito sea Dios, y reivindicar que lo dejen en paz. Lo malo es que los ex se convierten desde el momento mismo de su pérdida del poder en jarrones chinos, en feliz expresión de Felipe González, es decir, en un objeto valioso pero muy difícil de integrar en la decoración de una casa. ¿Qué hace uno con un jarrón chino tan valioso, como incordiante? ¿Qué papel desempeñan hoy González en el PSOE o Aznar en el PP? Ratzinger al que nunca he profesado ni una especial admiración, ni un acendrado cariño, creo que va a llevar su pérdida del poder con mayor dignidad, generosidad y sentido común que los dos ex presidentes mencionados. Se retirará a un convento a rezar, estudiar y tocar el piano, y no va a molestar prácticamente nada a la persona a la que el Espíritu Santo vaya a distinguir ahora con Su gracia. Algo tiene que quedarle de aquel don de Dios del que gozó durante siete años, de tan marcadas connotaciones bíblicas”.

Fatal precedente

Celestino V, el Papa que, antes que Benedicto XVI, renunció al pontificado en plena libertad, tenía también 85 años cuando fue elegido en julio de 1294 y dimitió cinco meses más tarde. Murió de muy mala manera dos años después. De civil se llamaba Pietro Angeleri di Murrone, hijo de un labrador. Se le conoce como el Pastor Angélico. Fue proclamado santo muy pronto y hace unos pocos años ha sido retirado del calendario litúrgico, no se dijo por qué.

Celestino era monje benedictino hasta que se retiró a vivir solo en una cueva del Monte Morrone (Italia), donde adquirió fama de santo y sanador. Por eso fue aclamado Papa después de un cónclave que se prolongaba ya dos años. Murrone llegó a lomos de un burro al templo en el que iba a ser coronado. Cuando abdicó, harto y escandalizado, quiso volver a su vieja ermita, pero el sucesor, el arrogante y tendente al nepotismo Bonifacio VIII, temió que pudiera convertirse en un estorbo, y mandó apresarlo.

Advertido de las torvas intenciones del nuevo pontífice, el pobre Celestino V escapó. Perseguido por todo el sur de Italia, cayó preso cuando intentaba llegar a Grecia. Bonifacio VIII lo recluyó en un castillo cerca de Anagni y allí murió, se dice que a manos de un verdugo del Vaticano.

Fue lo que creyó Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, que ordenó capturar en Roma al Papa reinante, para procesarlo en un concilio general de la Iglesia, acusado, entre otras cosas, de matar a su predecesor. Bonifacio VIII murió poco después. Un cronista definió así su final, quizás envenenado: “Entró como un lobo, gobernó como un león, acabó como un perro”.

El papa Juan Pablo II (derecha) junto al entonces cardenal Joseph Ratzinger, en 2004. / M. BRAMBATTI (EFE)

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