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Estado de excepción en la Catedral de Granada

Que las iglesias se han convertido, ya hace muchísimo, en lugares de interés turístico, cualquiera lo sabe. Dentro de ello, y en España, se podría establecer una correspondencia más o menos general entre la envergadura del templo y el rigor con el que se exige el pago de cuota para visitarlo. Aunque también hay templos de gran interés artístico y que –por el lugar donde se encuentran, o por un sentido del decoro pastoral de los mismos- evitan exigir cuota de entrada, o la disfrazan de óbolo voluntario, de visita guiada por personal de la parroquia, o incluso simplemente de contribución más o menos reducida. Cada cual procura, de uno u otro modo, hacer compatibles la contemplación del visitante y el culto de la feligresía.

La catedral de Granada habilita un acceso para turistas, no en la fachada principal, sino por una portichuela accesible desde la Gran Vía -en la parte posterior del monumento. Allí, se puede leer el horario de visitas, así como el de culto: los domingos –por la mañana- no hay visitas turísticas. Tres misas, la primera de ellas a las diez y media.

Accedo al templo quince minutos antes de la primera celebración. Traspasada la cancela, el tránsito queda súbitamente acordonado. Un guarda jurado, -tras el cordón impeditivo- ejerce de cancerbero para cualquier fiel o turista que desee acceder. Hay que explicar al guarda uniformado, si se va a rezar o a mirar. El vigilante franquea o –por su sola presencia- disuade. Comenzada la liturgia, el guarda sale hasta la puerta y cierra la verja. A partir de ese momento, las explicaciones se darán desde la calle.

Atónito por la ocurrencia, me pregunto si se tratará de una medida tan falta de proporción como insólita e inadecuada, para evitar molestias durante la celebración litúrgica. O si –más bien- el culto es allí un estado de excepción, a controlar por guardas jurados para no dañar la actividad principal.

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