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Escuela y futuro: España debe liberarse de la Iglesia Católica

En 1875, Manuel Orovio y Echagüe, ministro de Fomento de su majestad restaurada Alfonso XII, esposo que fue de María de las Mercedes, mi rosa más sevillana, decretó que ninguna enseñanza impartida en España podía negar o cuestionar bajo criterio alguno el dogma católico. Aquel decreto, que repetía otros anteriores dictados antes de la Gloriosa, no sólo negaba la libertad de cátedra imponiendo los textos a impartir en todos los niveles educativos, sino que apartaba a España del camino del progreso, puesto que ni siquiera la Teoría de la Evolución podía ser explicada a los estudiantes españoles. Francisco Giner de los Ríos, Nicolás Salmerón, Alfredo y Salvador Calderón y otros muchos profesores y catedráticos fueron expulsados de la Universidad, llegando en el caso de Giner a ser recluido en el castillo de Santa Catalina de Cádiz. Sin embargo, aquellos hombres no se dieron por vencidos y lejos de plegarse a las exigencias de la monarquía católica, fundaron la Institución Libre de Enseñanza, que en adelante formaría, con un sistema pedagógico basado en la solidadridad, el tratamiento individualizado de los alumnos y en el fomento del espíritu crítico, a varias de las mejores generaciones de escritores, científicos, políticos y profesores de nuestra historia. Ese modelo educativo, enterrado en España bajo toneladas de odio por la iglesia que patrocinó el golpe de Estado de los militares africanistas en 1936 y que dio nombre y carácter al régimen implantado en España desde 1939, ha inspirado en nuestros días a otros como el finlandés, uno de los más valorados y democráticos del mundo, mientras aquí siguen inspirando a nuestros mandantes las palabras que un día de 1936 pronunció el eminentísimo franquista catalán y primado de España Isidro Gomá, por la gracia de Dios, al justificar el golpe de Estado nacional-católico: “Quítese, si no, la fuerza del sentido religioso, y la guerra actual queda enervada. Cierto que el espíritu de patria ha sido el gran resorte que ha movilizado las masas de combatientes; pero nadie ignora que el resorte de la religión, actuando en las regiones donde está más enraizada, ha dado el mayor contingente inicial y la máxima bravura a nuestros soldados. Más; estamos convencidos de que la guerra se hubiese perdido para los insurgentes sin el estímulo divino que ha hecho vibrar el alma del pueblo cristiano que se alistó en la guerra o que sostuvo con su aliento, fuera de los frentes, a los que guerreaban.  Prescindimos de toda otra consideración de carácter sobrenatural. Quede, pues, por esta parte como cosa inconcusa que si la contienda actual aparece como guerra puramente civil, porque es en el suelo español y por los mismos españoles donde se sostiene la lucha, en el fondo debe reconocerse en ella un espíritu de verdadera cruzada en pro de la religión católica, cuya savia ha vivificado durante siglos la historia de España y ha constituido como la médula de su organización y de su vida…”.

El triunfo de las brutales tropas católicas antiespañolas del general Franco y los cardenales Gomá y Pla y Deniel, además de destruir el país y causar miles y miles de muertos, exiliados y desaparecidos, llevó a España a periodos anteriores a la Constitución de 1812 y superó con mucho la brutalidad y el sadismo del peor Fernando VII, aquel personaje borbónico que cerró las universidades y abrió en su lugar escuelas de tauromaquia, anticipándose dos siglos a José Ignacio Wert y su LOMCE. Desde aquel año fatídico de nuestra historia, la Iglesia católica tomó las riendas de la Educación de los españoles, de tal modo que no era menester ir a un colegio clerical para recibir una formación como Dios manda, sino que esta se recibía en todos los centros educativos del país fuese cual fuese su nombre o etiología. Anulados por el terror franquista y por la doctrina de la iglesia de Gomá y amigos, los españoles se acostumbraron a vivir en la resignación y la rutina de un mundo pequeño y mezquino en el que todo era como tenía que ser, dónde cada cual ocupaba el lugar que le correspondía según la ley natural y dónde la razón y el espíritu crítico eran anatema. Convertidos en súbditos sin ningún derecho, los españoles, aterrorizados, vieron como la corrupción y el privilegio se convertían en el pan nuestro de cada día, como su trabajo apenas les daba para comer, como se heredaban cargos, puestos y retribuciones, como sus hijos se repartían por Europa para limpiar los retretes de los más ricos del continente: Se iba a Europa a hacer lo mismo que se hacía en España, servir sin rechistar: El español era un trabajador ejemplar: ¡Cuantísimo sufrimiento hay en las vidas de aquellos millones de españoles que dejaron casa, familia y amigos para irse con lo puesto a lugares de los que desconocían hasta su existencia!

Y en eso llegó la democracia tras la promulgación de la Constitución de 1978, que en su artículo 16.3 dice: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Y ya lo creo que tuvieron en cuenta las supuestas creencias religiosas y mantuvieron las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica, hasta tal punto que a día de hoy más del cincuenta por ciento del presupuesto total destinado a la educación de los ciudadanos españoles lo maneja la iglesia católica, que en comunidades como Madrid, Valencia o Cataluña la mayoría de los niños son adoctrinados en colegios regidos por frailes, que el Estado entrega a esa institución privada más de nueve mil millones de euros sin que los recortes le hayan afectado lo más mínimo, que esa institución privada –la mayor propietaria del país- no paga un real a Hacienda, que el ministro de Educación José Ignacio Wert ha hecho una ley, la famosa LOMCE, a imagen y semejanza de Rouco Varela y San Escrivá de Balaguer, que los obispos españoles tienen hoy el mismo poder que tenían en los años sesenta, como si aquí no hubiera pasado nada y el tiempo siguiese parado en esa, por muchos, añorada década ominosa.

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