Descargo de responsabilidad
Esta publicación expresa la posición de su autor o del medio del que la recolectamos, sin que suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan lo expresado en la misma. Europa Laica expresa sus posiciones a través de sus:
El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
Las sombras más oscuras en el mundo de las religiones proceden de los administradores plenipotenciarios de las palabras y la voluntad divinas.
Si las religiones, en especial monoteístas, tienen tal tendencia a perseverar en las mentes que, para muchos creyentes, es inverosímil que haya personas que no lo sean, debe de haber poderosas razones. Satisfacen demandas sociales, psicológicas e incluso físicas. Constituyen quizás el instrumento más convincente creado por el cerebro para enfrentarse a los desafíos. Mecanismo de supervivencia y a la vez de sosiego, lo mismo atiende a la consolidación de grupos sociales que facilita evadirse del terror a la desaparición.
Como constructo de la conciencia, la religión es accesible al estudio científico de sus raíces. Sin embargo, con frecuencia la ciencia se ve denegado el derecho a investigar lo que esconde fenómeno tan relevante. El deseo de que el encantamiento no se disipe es más potente que el de acercarse a la realidad. Aunque se nos quiera persuadir de lo contrario, tras dos mil quinientos años, la cantidad de mentes guiadas por el logos es ínfima en comparación con las seguidoras del mito. Si eso altera su artificial tranquilidad, la gente prefiere no saber. Ojos que no quieren ver, corazón que se ahorra sentir y, lo que es más preocupante, individuo que evita pensar.
La principal baza de las religiones organizadas no son sus aportes morales o sociales, ritos y liturgias, menos aún sus dogmas. Lo que les da fuerza es la promesa de vida eterna
Es probable que la religión naciera históricamente de la necesidad que tiene el cerebro humano de situar no solamente causas, sino agentes detrás de lo que no es capaz de dilucidar. Pero eso no permite comprender la persistencia de su atractivo cuando la ignorancia va cediendo paso al conocimiento. La principal baza de las religiones organizadas no son sus aportes morales o sociales, sus explicaciones, ritos y liturgias, menos aún sus dogmas. Lo que les da fuerza es la promesa de vida eterna. Un billete solo de ida al Paraíso en sus diversas versiones es un aliciente mayor para el creyente, en especial si las vacaciones son tan prolongadas como la publicidad sugiere.
No hay que olvidar la capacidad de la fe para servir de bálsamo apaciguador de las heridas propiciadas por la cruel realidad. Millones de personas se refugian en ella porque ofrece alivio y consuelo ante la miseria y la catástrofe cotidiana. «La religión es el suspiro de la criatura oprimida por la desgracia, el alma de un mundo sin corazón» (Marx: Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel).
Que la idea de Dios obedece a una exigencia emocional no escapa incluso a muchos creyentes, sin que esto menoscabe su fe. Para aquellos dotados de curiosidad intelectual, puede conllevar un agónico conflicto espiritual. En Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno reconoce abiertamente que la única base de la creencia en Dios es la querencia, la voluntad de creer. El rector de la Universidad de Salamanca es consciente de que la razón última es lo que él llama hambre de inmortalidad:
El anhelo de la inmortalidad del alma, de la permanencia, en una u otra forma, de nuestra conciencia personal […] es tan de la esencia de la religión como el anhelo de que haya Dios. No se da el uno sin el otro, y es porque en el fondo los dos son una y misma cosa.
Más claro, agua. Evidentemente, el desear, el necesitar que algo suceda no excluye que pueda ser. Sin embargo, hace más arriesgada la apuesta pascaliana, constituyendo una fuente de angustia aprovechada por los mercaderes del más allá. Hoy es frecuente oír hablar de un regreso de lo religioso, aunque sería más acertado decir vuelta a lo religioso. Más que ante un recrudecimiento de la fe, nos encontramos con un uso del arsenal histórico del pensamiento teológico para afrontar crisis agudas y crónicas en las esferas social, política, cultural o económica. Ciertos extremismos recuerdan las rebeliones heréticas violentas del cristianismo, desde los circunceliones hasta los anabaptistas. Estas explosiones sociales expresaban en lenguaje religioso –el único a su alcance– desesperación por sus condiciones de vida y desencanto con las élites, incluidas las clericales.
La constante interferencia de las más reaccionarias opiniones eclesiásticas en la legislación, incluso en Occidente, es otra faceta de la omnipresencia del enmascaramiento espiritual de motivaciones políticas, sociales o económicas
Del alto voltaje social y político que las animaba dan cabal medida algunas reseñas de Engels en La guerra campesina en Alemania. Las doctrinas diferían en función de los estamentos involucrados, puesto que las dianas eran distintas. Campesinos y artesanos se oponían a la autoridad feudal, sus exacciones y su ideología aristocrática. Las protestas de los burgueses se dirigían más bien hacia el clero, sus prebendas y su hegemonía. Cada grupo heterodoxo tenía puestos los ojos sobre el que consideraba su enemigo principal. Las querellas doctrinales no pasaban de ser un asunto menor. El uso del bagaje místico para justificar lo injustificable, como por ejemplo en algunos medios judíos que otorgan coartada sagrada a la barbarie contra los palestinos, es una muestra de su polivalencia. La constante interferencia de las más reaccionarias opiniones eclesiásticas en la legislación y las vivencias cotidianas, incluso en países occidentales, es otra faceta de la omnipresencia del enmascaramiento espiritual de motivaciones políticas, sociales o económicas.
Este aspecto utilitarista de las creencias lleva a una cuestión raramente tenida en cuenta: la sinceridad de las ideas profesadas por muchas personas que se pretenden devotas, hasta beatas. La adhesión a una doctrina, mientras se circunscriba al ámbito individual o grupal, sin intención de imponerla a otros, y contribuya al desarrollo de valores humanos, es perfectamente loable. Su uso interesado con el objetivo de obtener beneficios tangibles o intangibles, para sí mismo o su colectivo, es inmoral y condenable. En cuanto a la aquiescencia hipócrita a dogmas o ritos cuando en realidad no se comulga con ellos, es materia a discutir cada uno con su conciencia. La fe de no pocos cumple a rajatabla aquello que Mark Twain escribió que había dicho un colegial: «La fe es creer en aquello que uno sabe que no es así» (cit. en Dennett: Romper el hechizo).
El tema de los lazos que unen religión e hipocresía es un nudo tan intrincado como el gordiano

El tema de los lazos que unen religión e hipocresía es un nudo tan intrincado como el gordiano. Una de sus vertientes se manifiesta en cómo las religiones consiguen esquivar su culpa en la espiral de violencia y salvajismo de los siglos XX y XXI. La inanidad de cierto pensamiento más o menos laico le ha servido de coartada gracias a una contorsión digna de estudio, cargando la responsabilidad de esas atrocidades sobre las espaldas de la Modernidad, la Ilustración y la Revolución. Parece olvidarse que la gran escuela universal de intolerancia, de persecución del diferente, refractario o disidente, de torturas, asesinatos y masacres en nombre de la Verdad Absoluta la han proporcionado las religiones, y en especial las monoteístas. Millones han sucumbido en guerras santas, cruzadas, quemas de brujas, pogromos, cacerías de herejes e inquisiciones varias. No por casualidad, ni por un arrebato de enajenación colectiva, sino orquestado por los voceros de Dios, apoyados en enmarañados e irrebatibles dogmas. Multitudes de inocentes se han visto empujadas por sus pastores a hacer el mal en aras de la Trascendencia y la Verdad. Como el físico Steven Weinberg escribió, «para que la gente buena haga cosas malas se necesita la religión» (Plantar cara: la ciencia y sus adversarios culturales).
Este problema es fundamental. Unas élites escudadas en determinadas ideas aprovechan la indefensión de masas desamparadas para manipularlas. Juegan con la falta de ilustración de sus ovejas, las mantienen en la niñez intelectual, beneficiándose de su vulnerabilidad.
La ignorancia no es algo vergonzoso, lo que es vergonzoso es imponer ignorancia. La mayoría de las personas no son culpables por su ignorancia, pero si la transmiten voluntariamente entonces sí son culpables (Dennett: op. cit.).
Esta explotación de la ingenuidad es independiente de que quienes dirigen el juego crean o no en lo que predican. Las sombras más oscuras en el mundo de las religiones proceden de los administradores plenipotenciarios de las palabras y la voluntad divinas. No dudarán en retorcer el mensaje original haciéndolo irreconocible, incluso transformándolo en su contrario.