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En el nombre de Dios

Desde los tiempos de Clodoveo (siglo VI), a Francia se la ha calificado de ‘hija predilecta de la Iglesia’. La católica, naturalmente. Es una calificación que en el siglo XVI, por ejemplo, fue corroborada con ríos de sangre durante las guerras de religión que asolaron aquel país (y otros) entre el catolicismo y el calvinismo. Uno de los hitos de estas guerras en Francia fue la matanza de San Bartolomé, en 1572, una de las peores escabechinas de la que fueron víctimas los protestantes conocidos allí como hugonotes en aquellos tiempos turbulentos.

Tres siglos después, en pleno romanticismo, la épica de aquellos brutales enfrentamientos fue tema en Francia de numerosas obras literarias, teatrales y operísticas. El compositor Giacomo Meyerbeer se sumó a aquella moda con dos obras, ‘Le prophète’, situada en Alemania, y ‘Les hugonotes’ (1836), su obra más célebre, sobre dicha matanza.

Salvo en Francia donde esta ópera sigue en el repertorio, no es habitual verla representada en otros lugares. Es así por varios motivos. Dura casi cinco horas (cinco actos y tres cuadros). Requiere numerosos medios orquestales y corales. Y exige siete grandes voces solistas. Podríamos estar hablando de Richard Wagner, pero Meyerbeer, que fue tan admirado (y después odiado) por el creador de Bayreuth, es otra cosa.

Pese a dichas dificultades, la Deutsche Oper de Berlínpresenta ‘Les huguenots’ con una producción dirigida musicalmente por Michele Mariotti, escénicamente por David Alden, y conJuan Diego Flórez como protagonista. En realidad el teatro de la Bismarkstrasse está haciendo suya la obra y la figura de este casi berlinés (nació muy cerca de la capital alemana) que triunfó en París y que creó, junto a Halévy (‘La juive’), la ‘grand opéra’ francesa. La pasada temporada este teatro redescubrió su ‘Vasco de Gama’ (‘L’africaine’) y para la próxima anuncia ‘Le prophète’.

UN AMOR IMPOSIBLE

‘Les huguenots’, con libreto de Eugène Scribe y Émile Deschamps, narra el amor imposible entre un calvinista, Raoul de Nangis, y una católica, Valentine, en el marco de la lucha por el trono, una lucha a la que el enlace de Margarita de Valois (católica) con Enrique de Navarra (líder protestante), debería poner fin. Sin embargo, el matrimonio desatará la matanza de San Bartolomé. La historia de amor es más bien débil y algo incoherente, con el personaje de Raoul no muy bien dibujado más allá de su arrobamiento de enamorado, su ira cuando se cree engañado y su determinación a no abjurar del calvinismo aunque le cueste la vida, como así ocurre.

Los dos bandos quedan bien delimitados, con el católico que aparece escasamente religioso y muy dado a todo tipo de placeres, en oposición al puritanismo y la austeridad del calvinista. En medio, la figura del conde de Nevers, un católico moderado firmemente convencido de la necesidad del entendimiento y la convivencia entre ambos bandos que se niega a participar en la matanza recordando a sus antepasados: ‘Je compte des soldats, et pas un assassin’ (eran soldados, pero no asesinos). Como todo tolerante en una situación extremadamente polarizada acaba siendo engullido por la violencia mortal desatada al grito de «¡Dios lo quiere!», del mismo modo que encuentran la muerte los enamorados, Raoul y Valentine.

La música es irregular, con momentos de una gran belleza y riqueza orquestal y otros, banales. Meyerbeer mezcla estilos y formas muy diversos. Hay corales luteranos con su sonido antiguo, haymelodías populares, y también hay guiños sofisticados como el uso de una viola d’amore, un instrumento que en la época ya no se usaba, para acompañar la primera aria del tenor, o el clariente bajo, instrumento bastante nuevo en aquel entonces que marca con su sonido grave el trío del último acto entre el fanático calvinista Marcel, Raoul y Valentine, cuando ya no hay salvación posible.

MOVIMIENTO ESCÉNICO

El programa de mano está ilustrado con fotos muy expresivas del conflicto entre católicos y protestantes en Irlanda del Norte hace apenas tres décadas. Podía haber sido la base de la puesta en escena. Pero David Alden emprende otro camino. Según el director, Meyerbeer fue el primer compositor comercial en el sentido moderno de la expresión. Partiendo de esta idea propone una puesta en escena en la que hay un poco de todo en nombre del gran espectáculo. A veces funciona y otras no, pero es indudable que hay un gran trabajo de movimiento escénico a lo largo de toda la representación. Una campana abre y cierra la ópera. Queda instalada mientras suena la obertura en el escenario que es una especie de almacén que se convertirá en iglesia o sala palaciega. Al final dará la señal para iniciar la matanza.

Los cantantes se ganaron el aplauso entusiasta del público berlinés. No fue ‘la noche de siete estrellas’, como a veces se conoce a esta ópera, pero le faltó poco. Veinte años después de su debut y de una carrera en la que Rossini le ha acompañado desde aquel primer día en Pesaro, parece lógico que Flórez quiera ampliar su repertorio. Y este era su debut en el papel de Raoul. Sin embargo, su voz sigue siendo la de un tenor más ligero que lírico, lo que no se aviene mucho a la del protestante enamorado. Dicho esto, cantó con su habitual seguridad y perfección y salió a darlo todo en su primera aria, ‘Plus blanche que la blanche hermine’, aunque en el resto pareció aflojar. Estuvo bien acompañado por los tiempos lentos del director Michele Mariotti, que le ha dirigido en muchas ocasiones, unos tiempos que alcanzaban velocidad en el resto de la ópera y que en ocasiones desacompasaban al coro.

Patricia Ciofi fue una excelente Margarita de Valois. Olesya Golovneva, como Valentin, se destapó al final. Irene Roberts, como el paje Urbain, fue una gran sorpresa. El bajo Ante Jerkunica, como el inflamado calvinista Marcel, resultó un fanático imponente. El único francés del reparto era Marc Barrard que interpretaba el papel del conde de Nevers. Su dicción impecable compensaba un canto poco lucido. La séptima voz era la del bajoDerek Welton que se movió en la corrección en el papel de conde de Saint-Bris, padre de Valentine.

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