Si se callan, se pueden morder la lengua y morir envenenados. No han resistido la tentación de intentar clavar una aguijón ante el cadáver yacente de José Saramago: el Vaticano pretende recordarnos que es escritor portugués era extremista, laico, ateo…
Conviene tomar nota para que cuando fallezca el sumo pontífice y la capilla ardiente esté bajo la cúpula de San Pedro recordemos los coqueteos que tuvo en vida con un montón de pederastas con los que la Iglesia Católica fue capaz de convivir sin problemas de conciencia.
El más preciado bien de la libertad es que permite la posibilidad de equivocarse; y los aciertos dependen de los tiempos y las personas que se atribuyen la autoridad de juzgarlos.
Las hogueras apagadas de media Europa están llenas de las cenizas de los ajusticiados por la “Santa Inquisición! que depuraba la fe con el fuego y arrancaba confesiones con horribles instrumentos de tortura: con esos antecedentes, la Iglesia Católica no tiene el pudor de guardar respetuoso silencio con un intelectual profundo que cometió el atrevimiento de disentir en la línea de tantos que fueron sacrificados en la hoguera.
José Saramago sufrió en vida mucho por decir lo que pensaba en voz alta; en Portugal le obligaron al exilio por la interpretación que hizo del evangelio y su aplicación practica en siglos de horrores cometidos en nombre de la fe.
La s Iglesias no se quedan del todo vacías sólo porque carie cumple sus preceptos. Pero lo hipocresía no llega al respeto del silencio cuando el maestro todavía no se ha sido incinerado. Quienes arremeten contra Saramago muerto lo hacen contra todos nosotros, los que todavía estamos de verdad vivos.