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Élisabeth Badinter: “La mujer no arreglará lo que ha hecho mal el hombre”

La filósofa alerta de que la crisis ha acentuado el deseo de la mujer de volver al hogar y sentencia: “Hoy para muchas tener un hijo es como crear una obra maestra”

“Hay formas de vestir que me chocan más que el velo como ver a una niña de 13 años con las nalgas al aire”

«No acepto que hablen de la mujer como más empática o generosa que un hombre»

«Veo absurdo tomar la naturaleza como modelo eterno e insuperable»

Élisabeth Badinter (Boulogne-Billancourt, 1944) lleva cuatro décadas firmando ensayos sobre el amor materno, la diferencia sexual y la identidad masculina. Valedora de un feminismo que aspire a la igualdad total, su última batalla la enfrenta a los partidarios de la crianza natural, a quienes considera responsables de “una guerra ideológica subterránea” destinada a reconducir a las mujeres hacia el hogar. Gran especialista del Siglo de las Luces, Badinter también lleva dos décadas oponiéndose al velo integral y defendiendo a capa y espada el modelo laico francés. La filósofa, que ultima estos días un volumen sobre el reinado de María Teresa de Austria, abordó sus inquietudes desde el domicilio parisino que comparte con su marido —Robert Badinter, el ministro de Mitterrand que abolió la pena de muerte—, pegado a los Jardines de Luxemburgo. En el comedor, elegante y sobrio, sobresalen dos elementos: un busto de su admirado Condorcet y un puñado de peluches de la última película de Pixar. “Un regalo para mis cuatro nietos”, explica.

Pregunta. En su último ensayo, La mujer y la madre, denunciaba “una revolución silenciosa para volver a situar la maternidad en el corazón del destino femenino”. Cinco años después, ¿cuál es la situación?

Respuesta. No ha habido una mejora, pero tampoco un empeoramiento. En gran parte, a causa del contexto económico. Cuando una mujer tiene ganas de dejar el trabajo y dedicarse solo a la maternidad, se lo piensa dos veces. Las separaciones son cada vez más comunes y muchas mujeres temen terminar solas con una minúscula pensión alimenticia. Cuando tienen un trabajo mínimamente interesante y bien pagado, prefieren mantenerlo que regresar al hogar, incluso cuando les apetece lo segundo.

P. ¿Lo que dice es que la crisis ha sido, paradójicamente, favorable a la emancipación?

R. No, la crisis ha sido un factor muy regresivo. Ha generado una gran desconfianza respecto al mundo laboral y ha acentuado esa voluntad de repliegue en el hogar. Ante la precariedad imperante y la desigualdad salarial, muchas mujeres prefieren refugiarse en la familia y la descendencia. A falta de un puesto de trabajo formidable, muchas se centran en la procreación. ¿Para qué matarse a trabajar por un salario ínfimo cuando existe una alternativa más apetecible? Frente a un mundo laboral que las trata como pañuelos desechables, el cometido de criar a un hijo feliz e inteligente resulta más apasionante. Hoy, para muchas mujeres, tener un hijo es como crear una obra maestra.

P. Es decir, que la maternidad se ha convertido casi en una empresa creativa, frente a la frustración generada por el mundo laboral.

R. Totalmente. El problema es que eso venga acompañado de una imposición de posturas naturalistas. Para ser buena madre hoy, una debe dar de mamar a su bebé día y noche y acostarle en su propia cama hasta que cumple un año. Se exige a la madre que prolongue el contacto con su hijo todo lo posible.

P. Lleva años denunciando la imposición de la lactancia, pero también el rechazo a la píldora, la anestesia peridural o la leche en polvo. ¿De qué son sintomáticos estos fenómenos?

R. Del supuesto retorno a la naturaleza que propugna el ecologismo, muy inspirado en Rousseau. Cuando uno lee Emilio, o de la educación, se encuentra con todas y cada una de las ideas que hoy nos venden como si fueran la modernidad absoluta. La madre naturalista aspira a romper con el modelo consumista y capitalista, en beneficio de una comunión con una naturaleza sacralizada. Hoy se observa el comportamiento de una madre chimpancé y se proclama que ese es el modelo a seguir. Veo absurdo tomar la naturaleza como modelo eterno e insuperable. Es innegable que la acción del hombre ha dañado la naturaleza, pero no todo lo que ha aportado la civilización ha sido nocivo.

P. ¿Asistimos a un movimiento reaccionario similar al acontecido en los cincuenta, cuando la llamada Liga de la Leche, organización estadounidense fundada por madres católicas, promovió con gran éxito la lactancia materna en plena emergencia del feminismo?

R. Existe una diferencia importante: quienes se reclaman hoy de ese movimiento no son mujeres tradicionalistas, sino plenamente feministas. Asistimos a un triunfo incontestable del feminismo diferencialista, muy distinto del universalista, que es el que defiendo yo y el que encarnó Simone de Beauvoir. El nuevo feminismo, en lugar de incitarnos a vivir como los hombres, prefiere subrayar nuestros particularismos. Especialmente la maternidad, pero también el pacifismo, la proximidad con la naturaleza o la atención a los demás. Ese modelo filosófico-feminista que surge en los ochenta ha encontrado una audiencia muy considerable entre las mujeres de las clases favorecidas.

P. La evidencia científica también sostiene la lactancia. La OMS defiende que es “la forma ideal de aportar los nutrientes necesarios para el crecimiento” y la aconseja de forma exclusiva durante seis meses, y alternada “hasta los dos años o más”. ¿Qué responde?

R. Nadie puede discutir que la leche materna está perfectamente adaptada a las necesidades del bebé. Pero la OMS no tiene en cuenta que, para una madre que no quiere dar de mamar, obligarse a hacerlo es lo peor que puede pasar, porque el bebé lo nota. El elemento psicológico es tan importante o más que el fisiológico. No existe ningún motivo para culpabilizar a las madres que no quieren dar el pecho. Entre otras cosas, porque la diferencia respecto a la leche en polvo no está probada en absoluto. En el mundo occidental, existen leches muy sofisticadas que se adaptan perfectamente a cada bebé. Y un último argumento: las mujeres de mi generación criamos a nuestros hijos con el biberón. Hoy son los que tienen mayor esperanza de vida de la historia.

P. Las connotaciones del feminismo han cambiado. Hoy parece un término de moda: lo defienden las estrellas del pop y las actrices de Hollywood. ¿Basta con autoproclamarse feminista para serlo?

R. Es evidente que no. Todo el mundo se dice feminista, aunque solo en los debates de salón. Muchas veces es una palabra vacía de contenido, al servicio de la comunicación. Además, cuando observo los estudios demográficos sobre la repartición de las tareas domésticas, no me parece que haya habido una gran evolución. Si las mujeres siguen haciendo el 90% de esas tareas, ¿quién es realmente feminista? La igualdad entre sexos no será factible hasta que hombres y mujeres las compartan a partes iguales. Ese es siempre el mejor barómetro.

P. ¿Qué opina de las llamadas teorías del care y la ética del cuidado, que defienden un mundo más justo y humano, inspirado en valores supuestamente femeninos?

R. Son el resultado de ese nuevo feminismo diferencialista. Consideran que el feminismo de Beauvoir fue demasiado viril, lo cual puedo entender, porque negó la feminidad. Pero no acepto que hablen de la mujer como una persona con más aptitud a dedicarse a los demás, más empática ante el dolor o más generosa que un hombre. Quienes creen que la mujer arreglará lo que el hombre ha hecho mal y creará una especie de nirvana femenino, se equivocan. Olvidan que nuestros comportamientos son muy parecidos.

P. Sin embargo, esas teorías tienen cada vez más alcance en la vida política. Las han defendido mujeres como Martine Aubry, cuando era líder del socialismo francés, o la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena. Al ser investida, defendió “la cultura de las mujeres” y dijo que trabajaría con “la política de los cuidados”.

R. ¿Dijo eso? Mire que me caía bien… Es una absurdidad contraria a la realidad. Las mujeres son capaces de hacer todo lo que hace un hombre, incluido lo peor imaginable, como la violencia o el terrorismo. El separatismo entre sexos tiene que terminar, o la paz entre hombres y mujeres nunca llegará.

P. Otro de sus grandes combates es el que libra contra el velo islámico. En 1989 lo tildó de “signo de sumisión” de la mujer. Veinte años más tarde, lo consideró más bien “un estandarte de una ofensiva integrista”. ¿Qué ha cambiado?

R. Lo que ha cambiado desde 1989 es la llegada del salafismo al territorio francés. Hace dos décadas no había ni una mujer con velo en Francia. Los musulmanes franceses no sabían ni lo que era el burka. Se ha producido un trabajo de proselitismo inimaginable en las banlieues, que empieza en los imanes pero va más allá. La clase política no ha querido verlo, porque constituye un tabú, pero el tiempo ha demostrado que su expansión era sintomática de un combate contra el laicismo.

P. ¿Que una mujer lleve el velo es necesariamente un ataque al modelo republicano?

R. No me malinterprete, no soy tan radical como otros. Para mí, una mujer puede vestirse como le apetezca, en el espacio privado y en el público. De hecho, hay formas de vestir que me chocan más que el velo, como ver a una niña de 13 años con las nalgas al aire. Pero soy intransigente en cuanto al respeto de la ley. En las instituciones públicas, como la escuela y la administración, los signos religiosos tienen que estar prohibidos. No solo el velo, sino también la kipá. Mi padre, que creció en una familia judía muy religiosa, siempre decía que, cuando uno sale de la sinagoga, se tiene que quitar la kipá. Cuando no se está rezando, esos símbolos son pura ostentación.

P. Desde los atentados de enero en París, la clase política se ha unido a su defensa del modelo laico.

R. Sí, aunque no basta con hablar de laicismo, también hay que actuar. Pero, por lo menos, empezamos a abrir los ojos sobre el hecho de que el islamismo, incluso cuando es minoritario, puede tener efectos espantosos. El islam debe poder ocupar todo su lugar en la sociedad francesa, pero el islamismo tiene que ser combatido sin piedad.

P. “La sociedad evoluciona de forma opuesta a mis valores. He perdido todos mis combates”, escribió en XY: la identidad masculina. ¿Qué la incita a seguir?

R. Cuando hago balance, no me siento nada satisfecha. Pero, siendo consciente de defender posturas minoritarias, sé que hay personas que se reconocen en ellas y que no están descontentos de tener una portavoz. Aunque le confieso que me gustaría ganar alguna vez… [sonríe]. Me gustaría marcharme diciéndome que he logrado cambiar algo, aunque es muy difícil. Durante años me convencí de que nadie creía ya en el instinto maternal, que fue uno de mis primeros combates. Ahora veo que esa convicción regresa en una versión todavía más extrema. Los prejuicios y los modelos anteriores siempre terminan volviendo, y cuentan más que la palabra de una señora que grita sola entre la multitud.

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