En México ha costado siglos y vidas construir el referente laico que garantiza esa libertad; pero también ha existido la presión de grupos que no aceptan tal principio, valor y forma de convivencia
Reza el dicho popular: “Nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”, el cual aplica a un sin número de situaciones, objetos, circunstancias, como es el caso de vivir en un país cuya Constitución otorga a los individuos la libertad de creer en cualquier filosofía o cuerpo de valores cívicos que favorezca la convivencia respetosa, fundada en la mayor libertad del hombre, su libertad de pensamiento, y por consecuencia, de elegir su forma de ser y vivir sin más limitaciones que el respeto a los derechos de los demás, consagrados de manera precisa en nuestra Carta Magna, incluyendo, aunque parezca reiterativo, la elección de cualquier credo que la humanidad ha conformado ante sus cuestionamientos y respuestas ontológicas.
Los problemas surgen cuando en la familia o la escuela, la generación adulta inculca su propia elección a los hijos y alumnos en lugar de prepararlos para recorrer la senda que los coloque tarde o temprano en la certeza de hacer uso de su capacidad de elegir, y elija libremente. Un asunto bastante complejo porque esta entorpecido por el temor que esa libertad una vez ejercida, no coincida con los valores generalmente impuestos, bajo el contrato social promovido y aceptado para construir la identidad sociopolítica elegida por la sociedad de la cual se forma parte. Porque precisamente la libertad de pensamiento conlleva el riesgo, la necesidad, el germen mismo de la divergencia, incluso de la disidencia, de ahí que los procesos educativos familiares y públicos promuevan la unidad, a veces la uniformidad, bajo la norma.
Cuando la norma se esclerosa, es fácil rebase el límite, se vuelva horma y promueva la intolerancia y el dogma único, universal, inamovible, inalterable al que todos deben sumarse, para enfrentar la vida según su propia concepción. Lo anterior acarrea la tarea de convertir a los demás, de sumarlos a toda costa para ser aceptados, reconocidos como iguales. Incluye por supuesto la contraparte, el desconocimiento y el rechazo hasta el punto del odio a quien piense, o crea diferente.
En México ha costado siglos y vidas construir el referente laico que garantiza esa libertad; pero también ha existido la presión de grupos que no aceptan tal principio, valor y forma de convivencia, y han pugnado por su desaparición trastocando incluso los ámbitos de lo privado y de lo público, de lo interno y externo, de lo individual y lo social; de abatir tal precepto constitucional. Ciegos, con la ceguera que infunde todo dogma, insisten en cancelar la semilla de la convivencia pacífica bajo el principio de pensar sin ataduras. ¡Veamos en el mundo cuando se va en contrario, valoremos lo que tenemos!