Los jueces norteamericanos han hecho política sobre el aborto curiosamente diciendo que no la hacían, pero han mentido
Se veía venir, pero la sentencia que dictó el pasado viernes el Tribunal Supremo de los EEUU sobre el aborto (‘Dobbs vs. Jackson Women’s Health Organization’) ha caído como un jarro de agua fría sobre los muchos defensores de los derechos sociales a lo largo y ancho del mundo. No así entre los mucho más minoritarios –en países democráticos– detractores del aborto, que han recibido con júbilo el fallo.
El razonamiento del Tribunal Supremo está formulado con un tono sumamente pretencioso que delata que es profundamente simplón. Afirma el tribunal que la Constitución no dice que las mujeres puedan abortar. Además, explica que históricamente abortar nunca había estado permitido. Sostiene que no se entiende por qué el aborto debería proteger la salud de las mujeres. Y que, por tanto, no existe el derecho al aborto. Repite una y otra vez que sobre el aborto en sí ya decidirán las leyes de los parlamentos de cada Estado, cuyo examen de constitucionalidad se reservan, claro.
En 1973, el Tribunal Supremo había decidido justamente lo contrario en el caso ‘Roe vs. Wade’, que ahora se ha visto revocado. En aquel momento, el Tribunal Supremo refirió los muchos precedentes históricos –también religiosos– que permitían, o al menos no prohibían, el aborto en las primeras semanas de gestación. Pero más allá de ello hicieron depender el aborto del derecho a la intimidad y a la salud de la mujer a través de una fundamentación jurídica quizá mejorable, pero tan efectiva que ha durado casi cincuenta años. Al final, lo que importaba era reconocer que el Estado no debía inmiscuirse en las decisiones de la mujer sobre algo tan íntimo y voluntario como la gestación, sobre todo si practicado el aborto en las primeras semanas, ni siquiera podía afirmarse la existencia de una ‘vida’ en el útero, salvo que quiera verse esa vida desde el mismísimo momento de la fecundación e incluso más atrás.
Pero no es necesario entrar en los argumentos de ambas sentencias. La cuestión es que los jueces han hecho política curiosamente diciendo que no la hacían, pero han mentido. Donald Trump designó explícitamente a tres de ellos y, como anunció en 2016, lo iba a hacer para que anularan el derecho al aborto. Y han cumplido esa misión. Por tanto, han hecho política. Y si realmente no deseaban hacer política, tenían la alternativa de decir que no se pronunciaban al respecto hasta que una reforma constitucional clarificara la cuestión. Pero no. Descalifican literalmente a sus colegas jueces del pasado como ignorantes. Argumentan que existe gran conflictividad social en torno a la cuestión, cuando la realidad es que una mayoría absolutísima del 61% de estadounidenses está a favor del aborto, estando el porcentaje restante entre la prohibición parcial o total. Es decir, han mentido sobre el consenso social sobre el tema, sobre la historia jurídica del aborto y acerca de que no se entienda por qué no permitir abortar afectaría a la salud de la madre, haciendo como si todos los argumentos científicos al respecto, debatibles por supuesto, simplemente no existieran. Ni siquiera los rebaten. Han mentido, como cualquier político vulgar. Y lo peor es que tienen que saberlo, pero no parece importarles.
EEUU, siguiendo por el sendero marcado por el ordenamiento inglés, ha difundido desde hace más de dos siglos la democracia en el mundo y su ínsita cultura de los derechos humanos. Marcó el camino de la liberación de las tiranías del antiguo régimen. Su Tribunal Supremo ha sido pionero en muchísimas materias. Ningún policía en el mundo le leería sus derechos a un detenido –“tiene derecho a guardar silencio…”– si en 1966 no hubiera dictado la sentencia Miranda v. Arizona. Para un jurista que conozca su obra histórica, las últimas décadas de ese Tribunal Supremo han sido un decepcionante retroceso atroz en el liderazgo mundial por las libertades. Y un muy mal ejemplo en la preservación de la división de poderes. No han parado de hacer política, y por desgracia han encontrado jueces imitadores en el mundo, también en España.
Si los jueces siguen ejerciendo de políticos, el sistema colapsará. El juez es uno de los principales garantes de la división de poderes. No puede convertirse en su principal amenaza, disfrazado falazmente de supuesto defensor de la democracia.