Vuelve lo retro: los comedores de caridad, el Auxilio Social, los telepredicadores de la limosna, las vírgenes milagreras y el orgullo patrio convertido en día de las fuerzas armadas
En casa del herrero, cuchillos de palo. Esta semana hemos visto dando lecciones de periodismo a ese presidente español que huye por los garajes de las alcachofas mediáticas, el que sólo concede entrevistas a periódicos extranjeros y hace declaraciones a través de un plasma como si fuera su amigo Luis Bárcenas—“sé fuerte”– en Soto del Real, en su careo por skype de esta semana con María Dolores de Cospedal.
Vuelve lo retro: los comedores de caridad, el Auxilio Social, los telepredicadores de la limosna, las vírgenes milagreras y el orgullo patrio convertido en día de las fuerzas armadas, como si no pudieran desfilar por la Gran Vía nuestros héroes cotidianos, los funcionarios empobrecidos, los parados caídos en acto de servicio, los autónomos a palos, los jóvenes aventureros en los transmiserianos de la emigración.
Así que a nadie debe extrañar que regrese el espíritu de Torquemada: hay quien se empeña en retirar de los espacios públicos una estatua catalanista en Gandía o el Ayuntamiento de Barcelona se niega a anunciar la exposición de World Press Photo con una escalofriante instantánea del torero Padilla. Ya en Sevilla, el alcalde Juan Ignacio Zoido, que esta semana se presentaba con discreto éxito en Madrid, sustituyó el nombre de la calle Pilar Bardem por el de Virgen de los Reyes, en la misma ciudad en donde la anterior Corporación había negado un local para rendirle homenaje a Agustín de Foxá y ahora una cadena de librerías ha retirado el permiso para la presentación de un libro sobre Falange, por presuntas amenazas de la izquierda extrema y no por el corporativismo mercantil de quien tendría que saber que aquellos que aman la dialéctica de los puños y de las pistolas, sólo conciben el libro como alimento de hogueras.
La España de hoy empieza a parecerse a la del cardenal Cisneros: viva el pasodoble, muerta el reggaetón, puesto que Esperanza Oña, alcaldesa liberalconservadora de Fuengirola, prohíbe en las verbenas de dicha ciudad multicultural cualquier música que no sea en español, incluyendo los ritmos latinoamericanos, amén del rock, del rave, del house y de otras sospechosas armonías que figuran en el índice de su nueva Inquisición melódica. Aquí, cuando no amordazan en cualquier parte la música en vivo en los locales nocturnos, examinan en Madrid a los músicos callejeros como si tuvieran que sacarse el antiguo carnet de artistas del Sindicato Vertical. O pretenden multar con 750 euros a quienes duermen en la calle, como si fueran a dormir en la calle teniendo 750 euros en los bolsillos.
Mariano Rajoy, durante la inevitable nueva edición de la cumbre iberoamericana celebrada en Panamá, se mostraba preocupado por la aparición de “nuevos actores” en el mercado de la comunicación, que no se rigen por “las mismas obligaciones que los medios tradicionales”. ¿A qué actores, a qué medios, a qué obligaciones se refería? La respuesta a dichas cuestiones puede ser tan misteriosa como cualquier explicación razonable a los oráculos de Pitita Ridruejo.
Esa viva inquietud suya, ¿se relacionaba quizá con el periodismo on line, con el ciudadano que ejerce como reportero improvisado con la simple cámara de un teléfono móvil o con los medios de comunicación más o menos alternativos que todavía se atreven a sacar los pies del tiesto? Quien reclamaba, desde la otra esquina del mundo, una información responsable es el mismo inquilino de La Moncloa que escatima sus comparecencias ante el Congreso de los Diputados para dar cuenta en sede parlamentaria de lo que algunos periodistas desvelan a diario: quizá por ello y para evitar el daño que está sufriendo la marca España, su ministro de Interior destituyó esta semana a José García Losada, el comisario que investigaba a la red Gurtel.
Como estudioso de los mass media, Rajoy le echa la pata a Bertrand Russell, a Noam Chomsky y a Kapuscinski. Y, además, siendo el mismo que convirtió la TVE plural de José Luis Rodríguez Zapatero en un remedo del NO-DO. El mismo que sigue castigándonos sin cine porque la gran pantalla española es un nido de rojos que a decir de Cristóbal Montoro –tiembla Carlos Boyero—no ofrece productos de calidad.
Tiene razón el presidente Rajoy al atinar, ante un ejército de presidentes iberoamericanos que tampoco parecen campeones de la libertad de prensa, que el día que un Gobierno esté satisfecho con lo que opinan los medios, estará en peligro la democracia. En España, empieza a estarlo: bajo la precariedad laboral que nos aflige, cualquier brote de disidencia frente a la línea editorial frecuentemente domesticada, se premia con el nombre del gacetillero de turno en el cuadro de honor de los ERE.
A Torquemada, hoy, no le hace falta recurrir a los torturadores del Santo Oficio. Le basta con ponerle el sambenito de conflictivo a todo periodista que no se doblegue. La ley del mercado, que ha convertido en negocio privado el derecho público a la información, se encarga del resto. Y Mariano Rajoy se permite darnos lecciones de periodismo, sin que probablemente vayamos a levantarnos de su próxima conferencia de prensa cuando, según su costumbre, no admita preguntas o aparezca su avatar a iluminarnos o a tranquilizar nuestro espíritu levantisco desde algún remoto lugar del ciberespacio.