Tras los atentados terroristas de Barcelona y Cambrils, los retos que entraña el salafismo, una corriente ortodoxa del islam muy presente en Catalunya, han vuelto a ocupar el debate público. Es cierto que muchos terroristas tienen una base ideológica salafista. Como el imán de Ripoll, Abdelbaki Es Satty, y los jóvenes que reclutó, que las fuerzas de seguridad del Estado vincularon inicialmente al grupo Takfir Wal Hijra (Anatema y Exilio) que preconiza la violencia para imponer la yihad. Pero no es menos cierto que la mayoría de los salafistas solo aspiran a vivir su condición de musulmanes desde la estricta observancia de las normas coránicas. Esta necesidad de no amalgamar terrorismo y salafismo interpela las administraciones y las fuerzas de seguridad que serán más eficaces en su lucha contra el yihadismo si no criminalizan todo el salafismo.
¿Qué es realmente el salafismo? Se trata de una corriente conservadora del islam que predica la vuelta al tiempo de los salaf (las tres generaciones que sucedieron al profeta Mahoma y sus compañeros), viviendo y profesando su fe como lo hacía el profeta, sin reinterpretar los textos religiosos. Implantado en Catalunya desde los años 90, el salafismo se imparte hoy en casi 50 de las 256 mezquitas existentes en Catalunya. Cuenta a su vez con dos tendencias, una pietista, más presente en Lleida y Olot y que sigue los preceptos del ‘sheikh’ saudí Rabee al-Madkhali, y otra, más moderna, con mayor disposición a interactuar con el entorno social, activa en Tarragona, el Baix Llobregat y Girona, y que se basa en las predicas del ‘sheikh’ sirio Adnan al-Aroor. Ninguna de estas dos corrientes propugna la violencia como método de acción, y muchos salafistas niegan que grupos como Takfir Wal Hijra se puedan considerar salafistas. Algunos incluso no les consideran musulmanes.
Diversidad y respeto a las leyes
Deshecha la amalgama entre todos los seguidores de la ‘salafiyya’ y el terrorismo –en la que Vox basa su propuesta de expulsión de todos los salafistas-, ¿cómo actuar en relación a esta corriente del islam? Las instituciones y la sociedad civil tienen el reto de tratar con ellos para hacer compatible el respeto a la diversidad cultural y religiosa con la necesidad de que se respete el sistema de leyes y libertades que existe en nuestro país. Para ello, hay que evitar contemplar a la comunidad salafista como una amenaza potencial para la seguridad, criminalizando a todos sus seguidores. Solo así será posible encontrar complicidades para la defensa de las libertades y el rechazo a formas de discriminación incompatibles con nuestras normas de convivencia.
La identificación entre salafismo y terrorismo conduce a un callejón sin salida porque ambos fenómenos plantean retos de naturaleza diferente. En un caso se trata de debatir sobre valores y actitudes que son compatibles con las libertades y otros que no lo son, y que resultan discriminatorios, por ejemplo no poder tocar a nadie del sexo opuesto si no es de la familia cercana. En el otro, se trata de luchar contra bandas organizadas, como Takfir Wal Hijra, cuyos miembros no dudan en consumir alcohol, frecuentar discotecas o vestir con tejanos, si esto ayuda a despistar a la policía mientras preparan atentados. Esta identificación entre terrorismo y salafismo parte de un supuesto erróneo que el islamólogo francés Olivier Roy ha puesto de manifiesto: la radicalización no es proporcional a las horas de lectura del Corán, ni deriva necesariamente de un fanatismo religioso. La mayoría de los terroristas se radicalizan en entornos marginales, a veces en la cárcel, como parece que ocurrió con Es Satty, o son captados en procesos propios de una secta, como sucedió con los jóvenes de Ripoll, y encuentran en el salafismo una aparente ‘razón de ser’ a su actitud. En una conocida polémica con Gilles Kepel, otro estudioso del islam, Roy ha sostenido, con razón, que estamos más bien ante una islamización de la radicalidad que ante una radicalización del islam.
Aun así, el salafismo constituye un desafío, y urge evitar su aislamiento, promoviendo su interacción con las demás comunidades musulmanas y con toda la sociedad catalana. Esta tarea supone, entre otros, la formación de imanes identificados con valores democráticos y conocedores de nuestra cultura y lengua. Para ello se debe y se puede buscar la complicidad de muchos musulmanes que son los primeros en sufrir las consecuencias de la islamofobia latente en la sociedad, alentada por el terrorismo. De este modo, las fuerzas de seguridad, las instituciones y la sociedad civil estarán en mejores condiciones para combatir los intentos de radicalización y se avanzará en el acomodo de la comunidad musulmana en la sociedad catalana.
María Claret
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