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El problema es el Concordato, señores

Con motivo del debate suscitado por la “amenaza” de la disminución de las horas dedicadas a la enseñanza de la religión en el currículum escolar -la LOMCE no permite excluirla-, vuelven a airearse una serie de falacias con el fin de defender su enseñanza en el aula y, si fuera posible, aumentando sus horas de docencia.

Sin embargo, no es ese el problema de fondo que afecta seriamente a la enseñanza de la religión en las instituciones públicas. Aumentar o disminuir horas de docencia es una cuestión colateral. Quienes ejercen como profesores de esa asignatura, es lógico que vivan dicha reducción con angustia. Su situación laboral está en juego. Pero la cuestión clave no es esa, sino saber si el Estado Aconfesional debe permitir que en sus establecimientos públicos siga impartiéndose dicha asignatura. A cargo del erario y con profesorado impuesto por la Iglesia católica.

Este profesorado que defiende su puesto de trabajo como contratados laborales, pues no son funcionarios, se escuda en una serie de razonamientos que escapan a planteamientos estrictamente laborales. Sostendrán, incluso, que la reducción de dicho horario es consecuencia de motivos políticos partidistas, lo que evidenciaría un posicionamiento ideológico torticero que ellos solo ven en los demás. Habrá que suponer que la posición contraria a dicha reducción por parte de algunos partidos de izquierda -respetuosos con la ley, dicen a su favor- también, será consecuencia de esa perversa ideología.

Segundo, la defensa que hacen de la enseñanza de la religión en las instituciones públicas la basan en diversas fantasmagorías que revelan sin tapujos un dogmatismo poco compatible con la conducta social empírica de quienes profesan dicha fe. Vienen a decir que quienes reciben clases de religión adquieren por ósmosis un plus de humanidad, de democracia y de bondad que los hace ciudadanos de primera categoría universal. Olvidan una vez más que creer o no creer en Dios, en Habermas o en Kant, no nos priva de ser unos asesinos, pederastas y corruptos. Y, si no, miren a la Iglesia y a ciertos gerifaltes del PP, defensores acérrimos de un nacionalcatolicismo a ultranza, cuya fe en Dios no les ha privado chapotear en la más miserables de las mierdas de la corrupción.

En lo que sí acierta este profesorado creyente es en sostener que, si se reduce este horario, será una merma pedagógica considerable a la hora de desarrollar los objetivos y contenidos programados por la Iglesia. ¡Qué perspicacia! Eso mismo sucede con el resto de las asignaturas. Se trata de una verdad de Pero Grullo. Sin embargo, no protestarían lo más mínimo si ganasen lo mismo impartiendo una hora de clase en lugar de dos.

Sin duda, son mucho más cuestionables las consecuencias que, según ellos, acarrearía la desaparición de la enseñanza religiosa del currículum. Su desaparición nos traería el Apocalipsis. El mundo sería un caos total y la educación del niño un desastre, ya que se les privaría de “los aprendizajes más importantes de su vida” (sic). Incluso, utilizarán un lenguaje nada teológico, que sería lo preceptivo, sino profano, muy profano, al decir que la finalidad de sus catequesis es “anclar aprendizajes transversales” que conduzcan a los niños a “aprendizajes finales”, concretados en “la paz, el amor, la justicia, la igualdad”. Alucina esta verborrea didáctica. Pero más aún, el hecho de que en ningún momento, aunque se trate de profesores de religión, la palabra Dios y su familia numerosa, aparecen por ningún lado en la defensa de su enseñanza.

Sí dicen que la asignatura “religión y valores sociales cívicos” aporta un “momento especial para hablar con profundidad desde lo divino y lo humano” y en este contexto teresiano “el alumnado buscará y encontrará su identidad, “la que reside en el hecho de ser personas y en la ética que nos une, que es la de los Derechos Humanos”. ¿Y Dios? Sigue sin aparecer.

¿Se dan cuenta? Reducir el horario de esta asignatura pondría en peligro la consecución de la identidad de las personas, incluso desde el lado confesional o no. Más aún, siguiendo la “teoría de las inteligencias múltiples”, ahí es nada, esta asignatura de la religión cultiva “la inteligencia espiritual” (sic), la cual tiene como virtud manifiesta aclarar al estudiante emocional “por qué y para qué está en la tierra”. Como si no lo supiéramos, teniendo al FMI echándonos el aliento al cogote.

En otro orden de análisis, este profesorado apela a la intervención política a pesar de aborrecerla, sobre todo, cuando los planteamientos de aquella no le son favorables Y, nuevamente, apelan a la sabiduría tautológica de Pero Grullo, y así, dirán que la asignatura de la religión se debe “al derecho que tienen las familias a la educación de sus hijos, no a una concesión por parte del Estado”. Sin duda. Las familias tienen derecho a educar a sus hijos como les dé la realísima gana, pero deberían considerar que es el Estado quien establece si la enseñanza religiosa se ha de impartir en las instituciones públicas, una decisión que ni debería plantearse tratándose de un Estado aconfesional.

El apartado 3 del artículo 27 de la Constitución española reconoce ese derecho a la familia al señalar que “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Pero en ningún momento se dice que el Estado tenga la obligación de que dicha formación religiosa y moral se imparta en sus establecimientos públicos ni a su costa, menos aún al dictado de ninguna Iglesia.

Por eso sorprende que el portavoz del Gobierno Foral de Navarra sostuviera idéntico planteamiento, añadiendo que “para avanzar hacia un sistema educativo laico resulta imprescindible emprender, en primer lugar una reforma constitucional que permita no impartir en el futuro religión confesional en el currículo escolar”.

Aclarémonos. Independientemente de las vitaminas éticas y transcendentes que la enseñanza de la religión proporcione al ser humano, no se puede solapar lo que la propia legislación plantea. Y no acordarnos solo de esta cuando interesa. La Constitución en su artículo 16. 3 afirma: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Esta rotunda declaración debería bastar para que la enseñanza de la religión en la escuela fuera eliminada de modo fulminante. Bien sabemos que, a la vista del nulo caso que hacen los políticos de dicha aconfesionalidad, hay que convenir que, en la práctica, no tiene ningún efecto pragmático y protocolario. Los cargos públicos se pasan dicha aconfesionalidad por el arco estrecho de sus creencias. Como consecuencia, la tradición religiosa de este país, básicamente heredada del nacionalcatolicismo, eufemismo de fascismo de la fe, pesa mucho más que la Constitución.

La declaración de esta aconfesionalidad constitucional hace agua desde el momento en que, a continuación, se afirma que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

Pero más que relaciones de cooperación son de sometimiento genuflexo de las instituciones públicas a las exigencias perentorias de la Iglesia.

Nadie puede olvidar que estas relaciones de cooperación se articulan siguiendo los acuerdos del Gobierno Español con la santa Sede, el llamado Concordato.

No se precisa, pues, una reforma constitucional, sino una derogación absoluta de los compromisos del Estado marcados por el Concordato. Mientras exista esa espada de Damocles en las relaciones Iglesia y Estado, esa cooperación estará supeditada a dicho Concordato, y dictada por las creencias religiosas de quienes están al frente de las instituciones públicas, que no han asumido las consecuencias prácticas que tiene ser coherente con la aconfesionalidad constitucional.

Quienes consideran que la enseñanza de la religión católica y musulmana proporciona al ser humano respuestas a la existencia, sigan enseñándola si creen en ello, pero háganlo en la parroquia y en la mezquita, y que sean sus Iglesias respectivas quienes les paguen por labor tan encomiable. Era lo que ya defendía Marsilio de Padua en su obra El defensor de la Paz, en el siglo XIV. Y Marsilio era cristiano creyente. No eran ateo, ni anticlerical.

Víctor M. Moreno

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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