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El principio de laicidad en la jurisprudencia constitucional española

SUMARIO: 1. Punto de partida: la Constitución de 1978. 2. Novedades que introduce la Constitución de 1978. Breve apunte sobre los modelos de relaciones Iglesia-Estado en el constitucionalismo histórico español. 3. El principio de laicidad en la jurisprudencia constitucional. A. Dimensión negativa de la laicidad: neutralidad de los poderes públicos frente al fenómeno religioso. B. Dimensión positiva de la laicidad: el mantenimiento de relaciones de cooperación entre los poderes públicos y las confesiones religiosas. 4. A modo de conclusión: algunos retos actuales del principio de laicidad en el ordenamiento español.


  1. Punto de partida: la Constitución de 1978

El estudio del alcance del principio de laicidad en el ordenamiento jurídico español debe tomar como punto de referencia básico la Constitución vigente de 1978. Dos artículos de la Constitución se refieren expresamente al hecho religioso: el 14 y el 16. El primero de ellos establece el principio de igualdad ante la ley y prohíbe la discriminación por motivos religiosos. El segundo reconoce el derecho fundamental de libertad religiosa, tanto a los individuos como a las comunidades, veda la confesionalidad del Estado al decir que ninguna confesión tendrá carácter estatal, y señala que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones[1].

De la interpretación conjunta de estos dos artículos de la Constitución, el Tribunal Constitucional ha deducido la existencia de cuatro principios informadores que inspiran y determinan toda la regulación jurídica del hecho religioso: el principio de libertad religiosa, el principio de no discriminación, el principio de aconfesionalidad o laicidad, y el principio de cooperación entre los poderes públicos y las confesiones religiosas[2].

El contenido fundamental que el Tribunal Constitucional asigna a estos cuatro principios se podría sintetizar del siguiente modo[3]:

  1. a) El principio de libertad religiosa garantiza la existencia de un claustro íntimo de creencias y, por tanto, de un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso vinculado a la propia personalidad y dignidad individual. Junto a esta dimensión interna, este principio incluye también una dimensión externa de agere licere que faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros (STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 6).
  2. b) El principio de no discriminación supone que no es posible establecer ningún tipo de discriminación o de trato jurídico diverso de los ciudadanos en función de sus ideologías o creencias. Asimismo, por exigencia de este principio, debe existir un igual disfrute de la libertad religiosa para todos los ciudadanos (STC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 1).
  3. c) El principio de aconfesionalidad o laicidad tiene dos manifestaciones: por un lado, implica que el Estado, en atención al pluralismo de creencias existente en la sociedad española y a la garantía de la libertad religiosa a todos, no es confesional. Por otro lado, las confesiones religiosas no pueden trascender los fines que les son propios y ser jurídicamente equiparadas al Estado, pues la Constitución prohíbe cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y funciones estatales (STC 340/1993, de 16 de noviembre, FJ 4).
  4. d) El principio de cooperación entre los poderes públicos y las confesiones religiosas obliga al Estado a adoptar una actitud positiva ante las manifestaciones del derecho de libertad religiosa desde una perspectiva asistencial o prestacional. La Constitución considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas introduciendo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva (STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4).
  5. Novedades que introduce la Constitución de 1978. Breve apunte sobre los modelos de relaciones Iglesia-Estado en el constitucionalismo histórico español

El reconocimiento constitucional de los principios de libertad religiosa, no discriminación, aconfesionalidad o laicidad y cooperación supuso una innovación radical no sólo en relación con el régimen jurídico inmediatamente anterior, el régimen dictatorial franquista, sino con respecto a la historia constitucional española[4].

 Todas las Constituciones españolas del siglo XIX proclamaban o asumían, en términos más o menos explícitos, la confesionalidad católica del Estado. Así, el primer texto constitucional español, el Estatuto de Bayona de 1808, establecía en su artículo 1: “La religión católica, apostólica y romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra”. Cuatro años más tarde, la Constitución de 1812 reiteraba la confesionalidad del Estado, añadiendo que la Nación protegería a la religión católica mediante leyes justas y sabias: “La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única y verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas”. A diferencia de estas dos Constituciones, la de 1837 no contendría una proclamación formal de la confesionalidad del Estado, limitándose a decir en su artículo 11, dedicado a la financiación del culto y clero, que la religión católica era la profesada por los españoles: “La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles”. La obligación del Estado de mantener el culto y los ministros de la religión, que no aparecía en las Constituciones precedentes, se explicaba por la supresión del diezmo y la desamortización de los bienes eclesiásticos, medidas adoptadas en 1837 y que dieron lugar, como contrapartida, a la llamada dotación del culto y clero[5]. La Constitución que la sustituye, la de 1845, volvería a seguir la senda marcada por sus antecesoras de 1808 y 1812, reiterando, a su vez, la obligación del Estado de auxiliar económicamente a la Iglesia: “La religión de la Nación española es la católica, apostólica, romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros” (artículo 11).

La siguiente Constitución, la republicana de 1869, introdujo importantes novedades, al permitir de forma expresa el libre ejercicio de la religión: “La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica. El ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho. Si algunos españoles profesaran otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior” (artículo 21). Resulta significativa la redacción del precepto, que parte de la presunción de que los españoles eran católicos, aunque admite la hipótesis de que hubiera algunos que profesaran otra religión. La libertad religiosa se concebía como un derecho propio, en principio, de los ciudadanos extranjeros y sólo residualmente aplicable a los españoles[6].

La Constitución de 1876, que implicó la vuelta al sistema monárquico, restringió el alcance otorgado al derecho de libertad religiosa durante la etapa republicana. Su artículo 11 tenía el siguiente tenor: “Nadie será molestado en territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado”. Conforme a este precepto, sólo se admitía la práctica privada de la propia religión, la llamada libertad de conciencia en terminología decimonónica. Aunque nadie era perseguido por sus creencias religiosas, las únicas manifestaciones religiosas permitidas en público eran las católicas.

Debe tenerse en cuenta que cuando se aprueban las Constituciones de 1869 y de 1876 estaba vigente el Concordato de 1851, cuyo artículo 1 recogía la confesionalidad católica del Estado español en unos términos que conducían a la exclusión de las demás confesiones: “La religión católica, apostólica, romana, que con exclusión de cualquier otro culto continúa siendo la única de la Nación española, se conservará siempre en los dominios de Su Majestad Católica, con todos los derechos y prerrogativas de que debe gozar según la Ley de Dios y lo dispuesto por los sagrados cánones”. El contenido de este precepto concordatario dio lugar a que la Santa Sede se opusiera al reconocimiento de la libertad de conciencia en el artículo 11 de la Constitución de 1876, por entender que ese reconocimiento era contrario a lo dispuesto en el Concordato[7].

 El sistema de relaciones Iglesia-Estado cambió radicalmente con la llegada, en 1931, de la Segunda República. La Constitución de 1931 introduce, por primera vez en España, el principio de separación Iglesia-Estado: “El Estado español no tiene religión oficial”, decía su artículo 3. El texto constitucional garantizaba la libertad de conciencia y el derecho a profesar y practicar libremente cualquier religión, aunque las manifestaciones públicas de la religión habrían de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno (artículo 27). El artículo 48 preceptuaba que la enseñanza sería laica y que las confesiones religiosas únicamente podían enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos y bajo la inspección del Estado. El artículo 26 de la Constitución, uno de los más conflictivos y problemáticos de la Carta Magna, sometía las confesiones y órdenes religiosas a una ley especial –que sería aprobada el 2 de junio de 1933 con el título de Ley de Confesiones y Congregaciones religiosas–, prohibía el apoyo económico de los poderes públicos a las iglesias, y coartaba las actividades de las órdenes religiosas, a las que expresamente se les prohibía ejercer la industria, el comercio o la enseñanza. La Constitución republicana no se limitó a establecer una separación entre las iglesias y el Estado, sino que restringió las libertades y derechos de las confesiones religiosas (significativamente de la Iglesia católica). No adoptó un modelo propiamente neutral en el tratamiento de la materia religiosa, sino un modelo laicista[8].

El sistema republicano de relaciones Iglesia-Estado tuvo escasa vigencia. El estallido de la Guerra Civil (1936-1939) puso fin a la obra jurídica de la República, que en la llamada zona nacional comenzó a ser derogada antes de la finalización del conflicto armado[9]. El nuevo régimen político que surge tras la contienda volvió a implantar el tradicional sistema de confesionalidad católica y abrogó la legislación republicana contraria a la doctrina oficial de la Iglesia. Por medio de un Acuerdo con la Santa Sede de 7 de junio de 1941 se confirmó la vigencia transitoria de los cuatro primeros artículos del Concordato de 1851 hasta que se llegara a la firma de un nuevo concordato con la Santa Sede: “Entretanto se llega a la conclusión de un nuevo Concordato, el Gobierno español se compromete a observar las disposiciones contenidas en los cuatro primeros artículos del Concordato del año 1851”[10]. El artículo 1 del Concordato, tal como se expuso, recogía expresamente la confesionalidad católica del Estado con exclusión de cualquier otro culto.

La confesionalidad del Estado se plasmó en las llamadas Leyes Fundamentales, el Fuero de los Españoles de 17 de julio de 1945 y la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 17 de mayo de 1958, así como en el Concordato de 1953. Con base en estas normas, la Iglesia católica era considerada una persona jurídica pública, en ocasiones equiparada a los poderes públicos, y contaba con prerrogativas de todo orden.

Por su parte, los cultos no católicos se encontraban durante los primeros años del franquismo bajo un restrictivo régimen de tolerancia[11], de acuerdo con lo dispuesto en el artículo 6 del Fuero de los Españoles, que tenía una redacción muy similar a la del artículo 11 de la Constitución de 1876: “La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni el ejercicio privado de su culto. No se permitirán otras ceremonias ni manifestaciones externas que las de la religión católica”.

Esta situación cambia a raíz del Concilio Vaticano II, que dio lugar a una reforma del artículo 6 del Fuero de los Españoles, cuya nueva redacción pasó a ser la siguiente: “La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial. El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el orden público[12]. En el terreno de la legislación ordinaria, la manifestación más importante de este cambio fue la promulgación de la Ley 44/1967, de 28 de junio, regulando el ejercicio del derecho civil a la libertad en materia religiosa[13]. En realidad, pese a su denominación, esta ley, que no se aplicaba a la Iglesia católica, establecía un régimen de tolerancia. El ejercicio de la libertad religiosa estaba subordinado a una serie de autorizaciones administrativas y las confesiones religiosas estaban sujetas a un sistema de reconocimiento que las obligaba a constituirse en un tipo de persona jurídica, las asociaciones confesionales, y a inscribirse en un Registro público especial radicado en el Ministerio de Justicia[14]. Asimismo, el ejercicio de la libertad religiosa era concebido según la doctrina católica y tenía que ser compatible con la confesionalidad del Estado español (artículo 1.3 de la propia Ley).

Tras la resumida exposición anterior, se comprende la razón por la cual se ha afirmado que la Constitución de 1978 introduce novedades radicales en la regulación jurídica del factor social religioso:

  1. La Constitución reconoce el derecho de libertad religiosa sin excepciones. Con anterioridad, a los no católicos se les aplicaba un régimen de tolerancia.
  2. La libertad religiosa se reconoce no sólo a los individuos, sino también a las comunidades, a las propias confesiones religiosas. En este punto, las diferencias entre la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa, dictada en desarrollo del artículo 16 CE, y la Ley de Libertad Religiosa de 1967 son notables, pues esta última creaba un tipo de persona jurídica, las asociaciones confesionales, al que tenían que ajustarse las confesiones religiosas acatólicas para ser reconocidas por el Estado.
  3. Se afirma el principio de no discriminación por motivos religiosos.
  4. Se pone fin a la confesionalidad católica del Estado y se introduce el principio de aconfesionalidad o laicidad. Con la particularidad de que esta laicidad, a diferencia de lo que ocurrió durante la Segunda República, no es una laicidad hostil hacia el fenómeno religioso. La propia Constitución dice que los poderes públicos deben tener en cuenta las creencias religiosas presentes en la sociedad y establecer las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones religiosas.
  5. El principio de laicidad en la jurisprudencia constitucional

En el FJ 4 de la Sentencia 46/2001, de 15 de febrero, el Tribunal Constitucional utiliza por primera vez el término laicidad para referirse al modelo de relaciones entre los poderes públicos y las confesiones religiosas que establece la Constitución de 1978. Con anterioridad, el máximo intérprete de la Constitución había utilizado las expresiones aconfesionalidad (este término aparece ya en la primera Sentencia del Tribunal, la 1/1981, de 26 de enero, FJ 10) o neutralidad (STC 177/1996, de 11 de noviembre, FJ 9) para referirse al principio recogido en el artículo 16.3 CE (“Ninguna confesión tendrá carácter estatal”).

El contexto en el que el Tribunal Constitucional recurre al término laicidad y el significado que le atribuye descartan toda posibilidad de interpretar el modelo de relaciones Estado-confesiones religiosas diseñado en la Constitución española como un modelo basado en una laïcité de combat, o en una laicidad que exija recluir las manifestaciones de religiosidad a la esfera meramente privada y negar toda relevancia pública al hecho religioso. Las palabras del Tribunal en el FJ 4 de la Sentencia 46/2001 son concluyentes en este sentido:

“el contenido del derecho a la libertad religiosa no se agota en la protección frente a injerencias externas de una esfera de libertad individual o colectiva que permite a los ciudadanos actuar con arreglo al credo que profesen (SSTC 19/1985, de 13 de febrero, 120/1990, de 27 de junio, y 63/1994, de 28 de febrero, entre otras), pues cabe apreciar una dimensión externa de la libertad religiosa que se traduce en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades, tales como las que enuncia el art. 2 L.O.L.R. y respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o prestacional, conforme a lo que dispone el apartado 3 del mencionado art. 2 L.O.L.R., según el cual «Para la aplicación real y efectiva de estos derechos [los que se enumeran en los dos anteriores apartados del precepto legal], los poderes públicos adoptarán las medidas necesarias para facilitar la asistencia religiosa en los establecimientos públicos militares, hospitalarios, asistenciales, penitenciarios y otros, bajo su dependencia, así como la formación religiosa en centros docentes públicos». Y como especial expresión de tal actitud positiva respecto del ejercicio colectivo de la libertad religiosa, en sus plurales manifestaciones o conductas, el art. 16.3 de la Constitución, tras formular una declaración de neutralidad (SSTC 340/1993, de 16 de noviembre, y 177/1996, de 11 de noviembre), considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener «las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones», introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva que «veda cualquier tipo de confusión entre fines religiosos y estatales» (STC 177/1996)”.

El Tribunal es claro a la hora de señalar que el derecho de libertad religiosa tiene una dimensión externa, respecto de la cual se exige a los poderes públicos una actitud positiva desde una dimensión que podría denominarse prestacional. En esta afirmarción se plasma la proyección del carácter social del Estado sobre el derecho fundamental de libertad religiosa, de forma que los poderes públicos están obligados a adoptar las medidas necesarias para garantizar la efectividad y el pleno reconocimiento de este derecho fundamental. Per no sólo eso; el Tribunal Constitucional va más allá y dice que una especial expresión de esa actitud positiva frente a la libertad religiosa son las relaciones de cooperación de los poderes públicos con los grupos religiosos exigidas por el artículo 16.3 CE, lo que le permite afirmar que la Constitución adopta una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva.

Como consecuencia de la construcción anterior, el Tribunal Constitucional español establece una estrecha relación entre el principio de laicidad proclamado en el artículo 16.3 CE y el derecho de libertad religiosa que aparece reconocido en el primer párrafo de dicho precepto. De su doctrina se deduce que la laicidad es concebida como garantía del propio derecho libertad religiosa. Así, en el FJ 4 de la Sentencia 340/1993 se dice que “ha de tenerse en cuenta que los términos empleados por el inciso inicial del art. 16.3 C.E. no sólo expresan el carácter no confesional del Estado en atención al pluralismo de creencias existente en la sociedad española y la garantía de la libertad religiosa de todos, reconocidas en los apartados 1 y 2 de este precepto constitucional”. En esta misma línea argumentativa, el Tribunal ha llegado a afirmar que la laicidad constituye una consecuencia de la dimensión objetiva de la libertad religiosa. Uno de los párrafos de la jurisprudencia constitucional en los que más claramente aparece plasmada esta relación entre laicidad y libertad religiosa se encuentra en el FJ 6 de la Sentencia 154/2002: “En su dimensión objetiva, la libertad religiosa comporta una doble exigencia, a que se refiere el art. 16.3 CE: por un lado, la de neutralidad de los poderes públicos, ínsita en la aconfesionalidad del Estado; por otro lado, el mantenimiento de relaciones de cooperación de los poderes públicos con las diversas Iglesias”.

Toda esta construcción se complementa con la idea de que la neutralidad del Estado en materia religiosa es el presupuesto para la pacífica convivencia entre las distintas religiones, al permitir a los ciudadanos actuar con plena inmunidad de coacción en el campo religioso: “Por su parte, el art. 16.3 CE al disponer que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», establece un principio de neutralidad de los poderes públicos en materia religiosa que, como se declaró en las SSTC 24/1982 y 340/1993, «veda cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y estatales». Consecuencia directa de este mandato constitucional es que los ciudadanos, en el ejercicio de su derecho de libertad religiosa, cuentan con un derecho «a actuar en este campo con plena inmunidad de coacción del Estado» (STC 24/1982, fundamento jurídico 1.º), cuya neutralidad en materia religiosa se convierte de este modo en presupuesto para la convivencia pacífica entre las distintas convicciones religiosas existentes en una sociedad plural y democrática (art. 1.1 CE)” (STC 177/1996, FJ 9).

Como se desprende de la exposición anterior, la jurisprudencia constitucional atribuye dos dimensiones al principio de laicidad: a) la neutralidad de los poderes públicos frente al fenómeno religioso; b) la obligación de los poderes públicos de mantener relaciones de cooperación con las confesiones religiosas.

2.Dimensión negativa de la laicidad: neutralidad de los poderes públicos frente al fenómeno religioso

La dimensión negativa de la laicidad se concreta en tres postulados que se enuncian y desarrollan a continuación.

Deber de abstención o neutralidad del Estado en materia religiosa para respetar la libre autodeterminación de la persona en este campo y el pluralismo religioso presente en la sociedad.

El principio de laicidad comporta un deber de abstención del Estado en materia religiosa. Como ha afirmado el Tribunal Constitucional, en virtud de lo dispuesto en el artículo 16 CE, “el Estado y los poderes públicos han de adoptar ante el hecho religioso una actitud de abstención o neutralidad, que se traduce en el mandato de que ninguna confesión tenga carácter estatal, contenido en el apartado 3, inciso primero, de dicho precepto constitucional” (STC 46/2001, FJ 7).

Desde los primeros años de la jurisprudencia constitucional, el Tribunal ha dejado claro que el derecho fundamental de libertad religiosa comporta el reconocimiento de un ámbito de libertad y de una esfera de agere licere del individuo, de tal forma que los ciudadanos tienen derecho a actuar en este campo con plena inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales. En consecuencia, el Estado se prohíbe a sí mismo cualquier concurrencia, junto a los ciudadanos, en calidad de sujeto de actos o de actitudes de signo religioso (STC 24/1982, FJ 1).

La conexión de esta doctrina con el principio de laicidad aparece expresamente formulada en el FJ 9 de la STC 177/1996, en la que se resuelve un recurso de amparo planteado por un miembro de las Fuerzas Armadas al que sus superiores habían obligado a participar en un acto de carácter religioso. El Tribunal afirma que “el art. 16.3 CE no impide a las Fuerzas Armadas la celebración de festividades religiosas o la participación en ceremonias de esa naturaleza. Pero el derecho de libertad religiosa, en su vertiente negativa, garantiza la libertad de cada persona para decidir en conciencia si desea o no tomar parte en actos de esa naturaleza. Decisión personal, a la que no se pueden oponer las Fuerzas Armadas que, como los demás poderes públicos, sí están, en tales casos, vinculadas negativamente por el mandato de neutralidad en materia religiosa del art. 16.3 CE. En consecuencia, aun cuando se considere que la participación del actor en la parada militar obedecía a razones de representación institucional de las Fuerzas Armadas en un acto religioso, debió respetarse el principio de voluntariedad en la asistencia y, por tanto, atenderse a la solicitud del actor de ser relevado del servicio, en tanto que expresión legítima de su derecho de libertad religiosa”.

-El Estado no puede asumir como propios los valores y principios de una concreta confesión religiosa.

En una de sus primeras sentencias sobre el factor social religioso, la 24/1982, el Tribunal Constitucional afirmó que el artículo 16.3 CE, al proclamar que ninguna confesión tendrá carácter estatal “impide (…) que los valores o intereses religiosos se erijan en parámetros para medir la legitimidad o justicia de las normas y actos de los poderes públicos” (FJ 1).

Una consecuencia directa de estas afirmaciones del Tribunal es que el Estado no puede asumir como propios los valores o principios de una concreta confesión religiosa. El tema ha sido abordado expresamente en el ATC 617/1984, de 31 de octubre, en el que se desestima el recurso de amparo presentado contra una sentencia que declaró disuelto por divorcio un matrimonio canónico. La recurrente sostenía que la aplicación del divorcio a su matrimonio, que había sido contraído según las normas del Derecho canónico, suponía una violación de su derecho a la libertad religiosa. El Tribunal Constitucional rechaza el recurso y deja claro que el reconocimiento de efectos civiles a los matrimonios celebrados según las normas del Derecho canónico no supone la asunción por el Estado de las características y propiedades que la Iglesia católica asigna al matrimonio en su fuero propio, pues, “por su carácter pluralista y aconfesional, el Estado no viene obligado a trasladar a la esfera jurídico-civil los principios o valores religiosos que gravan la conciencia de determinados fieles y se insertan en el orden intraeclesial” (FJ 5).

Otra de las consecuencias de la imposibilidad del Estado de asumir como propios los valores y principios de una concreta confesión religiosa es la neutralidad de la enseñanza pública. Así se ha destacado en la STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 9, donde se dice que en un sistema jurídico-político basado en el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa de los individuos y la aconfesionalidad del Estado, todas las instituciones públicas, y muy especialmente los centros docentes, han de ser ideológicamente neutrales. Esta neutralidad, que no impide la organización en los centros públicos de enseñanzas de seguimiento libre para hacer posible el derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones (artículo 27.3 CE), es una característica necesaria de cada uno de los puestos docentes integrados en el centro, y no el hipotético resultado de la casual coincidencia en el mismo centro y frente a los mismos alumnos, de profesores de distinta orientación ideológica cuyas enseñanzas se neutralicen recíprocamente. La neutralidad ideológica de la enseñanza en los centros escolares públicos –sigue puntualizando el Tribunal Constitucional– impone a los docentes que en ellos desempeñan su función una obligación de renuncia a cualquier forma de adoctrinamiento ideológico.

En estrecha conexión con lo anterior se encuentra la prohibición de que los poderes públicos impongan el estudio de una materia confesional, salvo que se realice con un carácter meramente informativo. Así se recoge expresamente en el FJ 3 del ATC 359/1985, de 29 de mayo, donde se sostiene que el derecho de libertad religiosa comprende, específicamente en un Estado que se declara aconfesional, el derecho de la persona a rechazar cualquier actitud religiosa del Estado sobre su persona y, por ello, en conexión con la libertad de enseñanza que reconoce y regula el artículo 27 CE, “la obligación de los Poderes Públicos de no imponer coactivamente el estudio de una confesión ideológica o religiosa determinada, al menos con contenido apologético y no puramente informativo”.

-Debe haber una distinción entre fines religiosos y fines estatales; en consecuencia, ni las confesiones religiosas pueden ser jurídicamente equiparadas al Estado, ni el Estado puede asumir funciones religiosas.

Desde la STC 24/1982, el Tribunal Constitucional viene afirmando que el artículo 16.3 CE veda cualquier tipo de confusión entre funciones religiosas y funciones estatales. Esta doctrina se desarrolla en la STC 340/1993, en cuyo FJ 4 se dice que los términos empleados por el inciso inicial del artículo 16.3 CE no sólo expresan el carácter no confesional del Estado en atención al pluralismo de creencias existente en la sociedad española y la garantía de la libertad religiosa de todos, reconocidas en los apartados 1 y 2 de este precepto constitucional; al decir que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, cabe estimar que el constituyente ha querido expresar, además, que las confesiones religiosas en ningún caso pueden trascender los fines que les son propios y ser equiparadas al Estado, ocupando una igual posición jurídica.

La laicidad supone, por tanto, una separación entre la esfera religiosa y la esfera estatal. Los fines religiosos no son fines estatales, sin perjuicio de que puedan ser fines con relevancia pública, pues lo público no se identifica necesariamente con lo estatal. Al mismo tiempo, los órganos religiosos no tienen la condición de órganos públicos. Esto último se pone de manifiesto en el ATC 119/1984, de 22 de febrero, en el que se rechaza un recurso de amparo interpuesto contra dos sentencias dictadas por tribunales eclesiásticos. El razonamiento del Tribunal Constitucional es claro: el recurso de amparo se da contra los actos de los poderes públicos, “condición que no presentan, manifiestamente los Tribunales de la Iglesia Católica, sin que sea factible ninguna interpretación extensiva o analógica, a la que, por otra parte, no se podría llegar dado lo dispuesto en el artículo 16 CE, que al consagrar el mantenimiento de relaciones de cooperación con dicha Iglesia, presupone el reconocimiento del carácter separado de ambas potestades”. Una consecuencia de lo anterior es la ausencia de automatismo en el reconocimiento de efectos civiles a las resoluciones eclesiásticas sobre nulidad del matrimonio canónico o a las decisiones pontificias sobre matrimonio rato y no consumado, pues ello sería contrario a la no confesionalidad y al principio de exclusividad jurisdiccional del Estado (STC 66/1982, de 12 de noviembre, FJ 3).

La laicidad no sólo impide a las confesiones religiosas asumir funciones estatales, sino que, como contrapartida, hace que el Estado no pueda llevar a cabo prestaciones de carácter religioso. La enseñanza de la religión en la escuela pública es uno de los sectores del ordenamiento en los cuales se manifiestan de forma más palmaria las consecuencias de este aserto. Si el Estado opta por incluir la religión dentro de la oferta educativa, deberá asumir que los contenidos de esa asignatura sean fijados por las propias confesiones religiosas y que los docentes encargados de esas enseñanzas sean también seleccionados por ellas: “El derecho de libertad religiosa y el principio de neutralidad religiosa del Estado implican que la impartición de la enseñanza religiosa asumida por el Estado en el marco de su deber de cooperación con las confesiones religiosas se realice por las personas que las confesiones consideren cualificadas para ello y con el contenido dogmático por ellas decidido” (STC 38/2007, de 15 de febrero, FJ 7).

3.Dimensión positiva de la laicidad: el mantenimiento de relaciones de cooperación entre los poderes públicos y las confesiones religiosas

La principal consecuencia de la dimensión positiva del principio de laicidad es que el derecho de libertad religiosa no se agota en la esfera interna de libertad reconocida a la persona o a las confesiones religiosas, sino que cuenta también con una esfera externa que se traduce en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud positiva desde una perspectiva asistencial o prestacional. De tal forma, que la dimensión positiva de la laicidad se conecta directamente con la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas existentes en la sociedad española y mantener relaciones de cooperación con los grupos religiosos (STC 46/2001, FJ 4).

Para comprender el significado último del principio de cooperación hay que tener presente cuál es su fundamento constitucional. Este principio debe ponerse en relación con la definición del Estado como un Estado social y democrático de Derecho. En concreto, la cooperación con las confesiones religiosas ha de ajustarse a lo dispuesto en el artículo 9.2 CE, que impone las siguientes obligaciones a los poderes públicos: a) promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; b) remover los obstáculos que impidan o dificulten la plenitud de la libertad y la igualdad; c) facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. Enmarcada la cooperación con las confesiones religiosas en su contexto constitucional, no cabe atribuir a los poderes públicos la obligación de promover el hecho religioso en cuanto tal, en sí mismo considerado, sino en la medida en que esa promoción hace real y efectivo el pleno reconocimiento de la libertad religiosa y de la igualdad[15].

En varios pronunciamientos del Tribunal Constitucional quedan patentes las consecuencias que se derivan de la estrecha conexión existente entre el principio de laicidad y la existencia de relaciones de cooperación con las confesiones religiosas. Tres manifestaciones concretas de esa conexión son la asistencia religiosa en establecimientos públicos, la tutela penal del hecho religioso y el reconocimiento de efectos civiles a resoluciones matrimoniales canónicas.

Con respecto a la asistencia religiosa, el Tribunal ha puntualizado que el hecho de que el Estado preste asistencia religiosa católica a los individuos de las Fuerzas Armadas no sólo no determina lesión constitucional, sino que ofrece, por el contrario, la posibilidad de hacer efectivo el derecho al culto de los individuos y comunidades. No padece el derecho a la libertad religiosa, toda vez que los ciudadanos miembros de las Fuerzas Armadas son libres para aceptar o rechazar la prestación que se les ofrece; asimismo, tampoco se lesiona el derecho a la igualdad, pues por el mero hecho de prestar asistencia a los católicos, no queda excluida la asistencia religiosa a los miembros de otras confesiones (STC 24/1982, FJ 4).

El Tribunal ha precisado también que la tutela penal del hecho religioso no es incompatible con el principio de laicidad. El carácter aconfesional del Estado no implica que las creencias y sentimientos religiosos de la sociedad no puedan ser objeto de protección. Por un lado, el mismo artículo 16.3 CE, que afirma que ninguna confesión tendrá carácter estatal, afirma también que los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. Por otro lado, la pretensión individual o colectiva de respeto a las convicciones religiosas pertenece a las bases de la convivencia democrática que, tal como declara el preámbulo de la Norma Fundamental, debe ser garantizada (ATC 180/1986, de 21 de febrero, FJ 2). Evidentemente esa protección penal debe concederse a todas las confesiones religiosas, pues, como ha señalado el Tribunal Constitucional al desestimar un recurso de amparo interpuesto por una persona condenada penalmente por un delito de blasfemia, la tutela penal del hecho religioso no ha de interpretarse en términos que supongan un trato privilegiado para una determinada iglesia o confesión religiosa, ya que la idea de Dios o el concepto de lo sagrado no son patrimonio exclusivo de ninguna de ellas en particular; en suma, la interpretación de los artículos del Código Penal sobre la tutela de la religión ha de hacerse de conformidad con los principios y derechos reconocidos en la Constitución (ATC 271/1984, de 9 de mayo, FJ 2).

Por último, por lo que respecta a la eficacia de las resoluciones matrimoniales canónicas, el Tribunal Constitucional ha afirmado que el reconocimiento legal de eficacia en el orden civil de las resoluciones dictadas por los Tribunales Eclesiásticos sobre nulidad de matrimonio canónico y de las decisiones pontificias sobre matrimonio rato y no consumado se sustenta, de una parte, en el carácter aconfesional del Estado y, de otra, en la obligación de los poderes públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantener las consiguientes relaciones de cooperación con las confesiones (STC 66/1982, FJ 2).

4.A modo de conclusión: algunos retos actuales del principio de laicidad en el ordenamiento español

            Existe una consolidada jurisprudencia constitucional sobre el significado del principio de laicidad recogido en el artículo 16.3 CE, pero ello no quiere decir que este principio haya desplegado ya todo su alcance sobre la regulación jurídica del factor social religioso, pues hay que tener en cuenta que el sistema de relaciones Iglesia-Estado inmediatamente anterior a la entrada en vigor de la Constitución de 1978 estaba marcado por una acentuada confesionalidad católica. El principio de laicidad ha venido a incidir sobre un cuerpo normativo no sólo inspirado en valores y principios católicos (baste recordar el contenido del Principio II de la Ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958: “La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia católica, apostólica y romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación”), sino plagado de privilegios a favor de la Iglesia católica que se justificaban por la confesionalidad del Estado y la consideración de la Iglesia como persona jurídica pública.

El debate jurídico sobre el alcance del principio de laicidad está con frecuencia contaminado por consideraciones de orden político. En lugar de analizar con detenimiento la proyección del contenido que la jurisprudencia constitucional asigna al principio sobre los distintos sectores del ordenamiento, priman más planteamientos de política legislativa en torno a si debe haber enseñanza de religión en la escuela, si la Iglesia debe recibir fondos públicos o si es necesario denunciar los acuerdos concordatarios vigentes con la Santa Sede. Asimismo, también se entremezclan con la laicidad aspectos éticos como la eutanasia, el aborto, la bioética o los modelos de familia. En realidad, en estos debates no se discute sobre el alcance jurídico del principio de laicidad tal como lo configura la Constitución, sino sobre diferentes concepciones de la laicidad; dicho de otra forma, se instrumenta la laicidad al servicio de unos concretos planteamientos políticos, algo que ensombrece el debate puramente jurídico.

Si el debate sobre la laicidad se ciñe exclusivamente al marco de las relaciones entre los poderes públicos y las confesiones religiosas, creo que entre los retos principales de la laicidad en el momento actual se encuentran los tres que se citan a continuación.

En primer lugar, habría que repensar el sistema de acuerdos de cooperación con las confesiones religiosas. El artículo 7 de la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa prevé la posibilidad de que el Estado firme acuerdos de cooperación con aquellas confesiones religiosas que reúnan dos requisitos: estar inscritas en Registro de Entidades Religiosas del Ministerio de Justicia y contar con notorio arraigo en España por su ámbito y número de creyentes. Estos acuerdos, para convertirse en normas jurídicas, deben ser aprobados por ley de las Cortes Generales. Este precepto no se aplica a la Iglesia católica, que en la fecha de aprobación de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa había suscrito ya con el Estado los cuatro acuerdos concordatarios de 3 de enero de 1979, que tienen rango de tratados internacionales[16]. En desarrollo del artículo 7 de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa se han firmado tres acuerdos, que han sido aprobados por las Leyes 24/1992, de 10 de noviembre, por la que se aprueba el Acuerdo de cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, 25/1992, de 10 de noviembre, por la que se aprueba el Acuerdo de cooperación del Estado con la Federación de Comunidades Israelitas de España, y 26/1992, de 10 de noviembre, por la que se aprueba el Acuerdo de cooperación del Estado con la Comisión Islámica de España.

El sistema de acuerdos debe replantearse, no porque los acuerdos concordatarios con la Iglesia católica tengan distinta naturaleza jurídica que los acuerdos firmados con protestantes, judíos y musulmanes (los primeros son tratados internacionales y los segundos leyes aprobadas por las Cortes Generales), sino, por las características del sistema de pactos y las consecuencias a las que ha dado lugar. El sistema español de acuerdos tiene cinco características que justifican esta afirmación: 1.ª, los acuerdos otorgan un régimen general muy similar para todas las confesiones que los suscriben; 2.ª, cuando el legislador regula unilateralmente materias que afectan a las confesiones religiosas sólo tiene en cuenta a los grupos que han alcanzado un acuerdo con el Estado; 3.ª, el procedimiento para la firma de acuerdos carece de una regulación precisa y reglada, sin que pueda hablarse de un efectivo derecho de las confesiones religiosas, exigible ante los tribunales, a obtener un convenio con el Estado; así, hay confesiones religiosas a las que se ha reconocido el notorio arraigo y no se ha firmado un acuerdo con ellas (caso de los mormones, los budistas y los Testigos de Jehová); 4.ª, para poder firmar acuerdos las confesiones religiosas, además de estar inscritas en el Registro de Entidades Religiosas, han de tener notorio arraigo en España por su ámbito y número de creyentes, y 5.ª, el notorio arraigo es un concepto jurídico indeterminado, que hasta la fecha no ha sido precisado con exactitud ni por la Administración ni por los tribunales. Los riesgos que genera el sistema de pactos para los principios de no discriminación y de laicidad reclaman una objetivación del acceso al acuerdo por parte de las confesiones religiosas. La decisión del Gobierno de firmar un pacto con una determinada confesión religiosa produce unas consecuencias directas y trascendentales en el régimen jurídico de esa confesión y en los derechos de los individuos que la integran. Por ello, ha de rechazarse su calificación como una decisión política ajena al control jurisdiccional, pues los poderes públicos carecen de facultades para decidir libremente con qué confesiones religiosas negocian, sin aportar justificaciones válidas en Derecho que expliquen y fundamenten su opción[17].

En segundo lugar, la puesta en práctica del principio de laicidad se enfrenta a la descentralización del Estado. Los poderes autonómicos y municipales tienen importantes competencias en materia de libertad religiosa y el efectivo reconocimiento de este derecho depende en muchas ocasiones de acuerdos a nivel autonómico o local. Estos acuerdos carecen de una regulación jurídica general que determine cuándo deben suscribirse, con quién, o cuál ha de ser su contenido[18]. En muchas ocasiones dependen de la existencia de buenas relaciones a nivel personal o de valoraciones meramente políticas y no jurídicas. El ejercicio de la libertad religiosa –establecimiento de lugares de culto, respeto a prácticas funerarias, respeto a los ritos religiosos en la matanza de animales– está sujeto a una discrecionalidad administrativa tan amplia que pone en entredicho la neutralidad de los poderes públicos frente al fenómeno religioso. A ello se añade que los acuerdos de cooperación están suscritos a nivel nacional por unas concretas entidades religiosas, mientras que su aplicación en el ámbito autonómico y municipal se lleva a cabo mediante convenios con otras entidades religiosas distintas.

En tercer lugar, y en estrecha relación con esta última afirmación, se encuentra el reto de identificar los interlocutores confesionales. Una laicidad positiva basada en el diálogo con los grupos religiosos obliga a los poderes públicos a contar con interlocutores con los que dialogar y llegar a compromisos para hacer efectivo el derecho de libertad religiosa. En ocasiones no se da respuesta a peticiones fundadas en la libertad religiosa porque los poderes públicos no son capaces de identificar una autoridad confesional que ofrezca garantías reales de representar a un conjunto de creyentes. Junto a ello, existe un riesgo evidente de que los poderes públicos seleccionen a los grupos religiosos con los que van a mantener relaciones en función de criterios distintos de la representatividad confesional. El ejemplo francés de la creación del Consejo Francés del Culto Musulmán pone de manifiesto que no se puede descartar la vuelta a prácticas jurisdiccionales que quiebren o pongan en entredicho la laicidad del Estado.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, y dado que la aplicación de la laicidad positiva conlleva una dosis importante de discrecionalidad política y administrativa, sería recomendable establecer una regulación uniforme de carácter general a nivel estatal sobre el contenido y las garantías del derecho de libertad religiosa.

Miguel Rodríguez Blanco

Catedrático Derecho Eclesiástico del Estado. Universidad de Alcalá


[1] Artículo 14 CE: “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Por su parte, el tenor literal del artículo 16 CE es el siguiente: “1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. 2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. 3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.

[2] En el FJ 5 del ATC 617/1984, de 31 de octubre, se habla de “los principios constitucionales contenidos de forma específica en los arts. 14 y 16 de la Constitución: igualdad, libertad religiosa, aconfesionalidad con la consiguiente no discriminación por creencias religiosas, y cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”. Sobre las posiciones de los autores respecto a los principios informadores del sistema de Derecho eclesiástico establecido en la Constitución remitimos a J. Calvo-Álvarez, Los principios informadores del Derecho eclesiástico español en la doctrina, en “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado”, 14 (1998), pp. 187-233; y Mª. Leal Adorna, Los principios del Derecho Eclesiástico según la interpretación de la doctrina española, en “Anuario de Derecho Eclesiástico del Estado”, 17 (2001), pp. 35-100.

[3] Sobre el particular vid. J. Calvo-Álvarez, Los principios del Derecho Eclesiástico español en las Sentencias del Tribunal Constitucional, Pamplona, 1998.

[4] Para una panorámica general remitimos a A. Barrero Ortega, Modelos de relación entre el Estado y la Iglesia en la historia constitucional española, Cádiz, 2007.

[5] Sobre el tema vid. J. Mª. Vázquez García-Peñuela, Precedentes históricos, en J. Mª. González del Valle-I. C. Ibán (Coords.), Fiscalidad de las confesiones religiosas en España, Madrid, 2002, pp. 56-63.

[6] Vid. P. A. Perlado, La libertad religiosa en las Constituyentes de 1869, Pamplona, 1970.

[7] Vid. G. Barberini, El artículo 11 de la Constitución de 1876. La controversia diplomática entre España y la Santa Sede, Roma, 1962; R. Sánchez Férriz, El artículo 11 de la Constitución de 1876, en “Revista de Estudios Políticos”, 15 (1980), pp. 119-146; de la misma autora, Relaciones Iglesia-Estado, 1874-1875, en “Revista de Estudios Políticos”, 26 (1982), pp. 77-98; y C. García Prous, Libertad y tolerancia religiosa en la Constitución de 1876, en AA.VV., Cánovas y su época, tomo I, Ávila, 1999, pp. 519-532.

[8] G. Suárez Pertierra, El laicismo de la Constitución republicana, en Ó. Celador Angón (coord.), Estado y religión: proceso de secularización y laicidad. Homenaje a don Fernando de los Ríos, Madrid, 2001, pp. 57-84.

[9] Vid. I. C. Ibán, Il diritto ecclesiastico della ‘zona nazionale’ durante la guerra civile (18.VII.1936-1.IV.1939), en AA.VV., Chiesa cattolica e guerra civile in Spagna nel 1936, Napoli, 1989, pp. 163-194.

[10] A la finalización de la Guerra Civil, la Iglesia y el Estado habían mantenido una constante discrepancia en torno a la vigencia del Concordato de 1851; para el Estado había que considerarlo vigente y partir de su contenido en la negociación de lo que habría de ser la posición de la Iglesia en el nuevo régimen surgido tras la contienda. En cambio, la Santa Sede defendía que el Concordato estaba derogado, porque había sido constantemente vulnerado e ignorado durante la etapa republicana. En el fondo de estas discrepancias lo que realmente se encontraba era la falta de acuerdo en torno al procedimiento a seguir para cubrir las numerosas sedes episcopales vacantes. Sobre el tema y las negociaciones que desembocaron en el citado Acuerdo de 1941 vid. A. Marquina Barrio, La diplomacia vaticana y la España de Franco (1936-1945), Madrid, 1983.

[11] J. Maldonado, Los cultos no católicos en el Derecho español, en AA.VV., El Concordato de 1953, Madrid, 1956, pp. 403-429.

[12] El texto en cursiva corresponde a la redacción introducida mediante la disposición adicional primera de la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967.

[13] La influencia del Concilio Vaticano II en estas normas españolas sobre libertad religiosa queda expresamente señalada en la exposición de motivos de la Ley 44/1967: “El precepto de la Ley de rango fundamental de 17 de mayo de 1958, según el cual la doctrina de la Iglesia católica inspirará en España su legislación, constituye fundamento muy sólido de la presente Ley. Porque, como es sabido, el Concilio Vaticano II aprobó en 7 de diciembre de 1965, su Declaración sobre la libertad religiosa, en cuyo número 2 se dice que el derecho a esta libertad, «fundado en la dignidad misma de la persona humana, ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de forma que llegue a convertirse en un derecho civil». Después de la Declaración del Vaticano II surgió la necesidad de modificar el artículo 6 del Fuero de los Españoles por imperativo del principio fundamental del Estado español de que queda hecho mérito”.

[14] Sobre el contenido de la Ley y su relación con la confesionalidad católica del Estado vid. A. de la Hera, Pluralismo y libertad religiosa, Sevilla, 1971; y G. Suárez Pertierra, Libertad religiosa y confesionalidad en el ordenamiento jurídico español, Vitoria, 1978. Para un estudio de la génesis de la Ley es imprescindible el manejo de M. Blanco, La primera ley española de libertad religiosa. Génesis de la ley de 1967, Pamplona, 1999.

[15] Vid. A. Castro Jover, Laicidad y actividad positiva de los poderes públicos, en “Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado”, 3 (2003), www.iustel.com.

[16] El Acuerdo sobre Asuntos Jurídicos, el Acuerdo sobre Enseñanza y Asuntos Culturales, el Acuerdo sobre Asuntos Económicos, y el Acuerdo sobre Asistencia Religiosa en las Fuerzas Armadas y Servicio Militar de Clérigos y Religiosos.

[17] Para un desarrollo de este tema vid. Mª. J. Villa Robledo y M. Rodríguez Blanco, Los acuerdos con las confesiones religiosas y el principio de no discriminación, en R. García García (coordinador), El Derecho eclesiástico a las puertas del siglo XXI. Libro homenaje al Profesor Juan Goti Ordeñana, Madrid, 2006, pp. 453-468.

[18] M. Rodríguez Blanco, Los convenios entre las Administraciones Públicas y las confesiones religiosas, Pamplona, 2003.

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