Una sociedad avanzada se define además de por sus instituciones democráticas y por ser un estado de derecho por unos códigos mínimos compartidos en la que la ética social establecida atañe a todos por igual.
Los valores constitucionales están acompañados de principios éticos que tienen relación directa con aquellos y que forman un triángulo con el ordenamiento jurídico: esa composición poliédrica determina rayas rojas que no se pueden traspasar sin que la sociedad, las instituciones y los ciudadanos tengan la obligación de penalizar esas conductas. Para eso es imprescindible que el código compartido renuncie a razones de oportunidad para alterar la aplicación de esos criterios universales en función de a quien pueda afectar.
“Del Rey abajo, ninguno” es una vieja expresión que proclama la universalidad del cumplimiento de la ley y también la de los códigos anteriormente descritos que dibujan una ética social exigible en todos los casos y a todos los ciudadanos. Zaherir esa norma equivale a deteriorar la democracia mediante la demostración práctica de que las normas se adaptan sólo en función de la personalidad a la que se pretenden aplicar. Y eso no afecta sólo al comportamiento acorde con la ley sino a esos límites que todas las sociedades tienen definidos como intraspasables.
El PP ha hecho un código de connivencia con la corrupción parapetándose en la inexistencia de la responsabilidad política y la remisión a la condena penal como único límite de la conducta de sus militantes y sus dirigentes. En esa aplicación, todo lo que no está penado y además con sentencia firme, es aceptable porque la presunción de inocencia se extiende del ámbito penal -para el que fue concebida- a la impunidad política, pretendiendo que las urnas pueden lavar todos los atentados a la ética social.
La ejemplaridad es un valor en desuso porque se ha establecido que la victoria electoral es el único horizonte del Partido Popular: para conseguirlo vale todo y los atajos devienen en la vulneración de los compromisos éticos cuando pudieran ser aplicables a los afines. No importa el deterioro social ni la desafección política con el riesgo de deterioro de la democracia porque se trata de ganar a cualquier precio aunque lo que se llegue a gobernar sea un erial moral.
De esa manera, barbaridades como la del alcalde de Valladolid se justifican y se mandan telegramas de apoyo del presidente del partido. La corrupción manifiesta permanece impune políticamente porque la repetición de arquetipos establecidos sobre sumarios construidos a la medida del adversario y fiscales y policías supuestamente corruptos alivian del ejercicio de cualquier responsabilidad. Eso ocurrió con el atentado del PP y que su obscena irresponsabilidad saliera impune ha abierto esta autopista hacia el deterioro de la ética social.
Si hemos llegado ya a que la exhibición de la pederastia encuentra amparo en los sectores más conservadores de la sociedad sólo para evitar que ese desprestigio producido en las filas propias pueda favorecer al adversario, hemos tocado fondo en una sociedad que está a punto de adquirir un grado de enfermedad por la aceptación de la ética de la oportunidad que es el manual de instrucciones del Partido Popular.
Esperanza Aguirre justifica la pederastia confesa aludiendo a que es un asunto de literatura en quien es reincidente en esas confesiones nauseabundas sólo porque forma parte de los supuestos intelectuales orgánicos en la nómina del Partido Popular que además viven de la sopa boba desde hace decenios.
La posibilidad de estar en contra el matrimonio entre personas del mismo sexo y amenazar con revocar la ley que los permite, choca frontalmente con la justificación y protección del machismo más intolerable y con la defensa de un pederasta confeso que en otro país sería conducido a los tribunales.
Si hay barra libre para que los protegidos de la derecha sean inmunes a sus propias declaraciones de que le gustan “las quinceañeras porque tienen el (sexo) –el nauseabundo personaje emplea otra expresión- rosado” el límite de degradación está próximo.
Afortunadamente la mayor parte del país es respetuosa no sólo con las leyes y la ética social sino con las costumbres y los credos a los que son sensibles otros ciudadanos. Entrar en la dinámica que protege Esperanza Aguirre y la emisora de los Obispos nos llevaría a levantar el respeto sobre la religión católica y las cualidades de sus símbolos en la misma manera que este innombrable y quienes lo protegen consideran permisible presumir de tener sexo con “zorritas de 13 años”. Llegados a este punto, sin límites y barreras, lo único que se puede exigir es radicalidad en la sociedad civil en una respuesta rotunda de rechazo hacia estos seres miserables y hacia la política y las instituciones que les amparan. O ponemos freno entre todos a estos desmanes y a esta clase dirigente sin escrúpulos, o estamos abocados a la barbarie.
Carlos Carnicero es periodista y analista político