Roma quería revisar a toda costa el Concordato para quitarle al dictador sus privilegios en el nombramiento de obispos. «Renunciaré si su Santidad renuncia a su vez a sus muchos privilegios en España»
“Sofía Loren, sí; Montini, no”, gritaban por las calles de Madrid cientos de jóvenes falangistas contra Pablo VI una tarde de otoño de 1963. Al día siguiente, el director del periódico Pueblo, Emilio Romero, el gran mimado del dictador Franco, publicaba un regocijado artículo llamando Tontini al Pontífice romano, que llevaba en el cargo apenas tres meses. Fue evidente que Franco estuvo al tanto de aquella grosera salida de tono. Lo supone el cardenal Tarancón en sus memorias, que tituló Confesiones’ Había nacido, en la muy católica España (eso se decía entonces), el anticlericalismo de derechas, un fenómeno que suscitó la curiosidad internacional por su reiterada agresividad. Las manifestaciones (ilegales, pero jaleadas por el Régimen dictatorial) iban a extenderse a partir de entonces por toda España, en una escalada de la tensión que trascendió la muerte de Franco cuando unos llamados ‘Guerrilleros de Cristo Rey’ pusieron de moda el grito (y las pancartas) de “Tarancón al paredón”, en alusión al cardenal encargado por Pablo VI de ejecutar sus políticas antifascistas.
Franco supo lo que se le avecinaba nada más conocer la elección del cardenal Montini como sucesor de Juan XXIII. El tradicional contubernio judeomasónico y comunista, el espantajo en que la dictadura sustentaba sus brutalidades, sumaba un enemigo inesperado pero notorio, nada menos que un Papa cuyo antifascismo venía de familia. Su padre, Giorgio, abogado y periodista, dirigió la Acción Católica, fue diputado en el Parlamento de Italia y corrió peligro de ser eliminado por Mussolini. Antes de llegar a Papa, cuando era arzobispo de Milán, Montini hijo había elevado su voz varias veces contra los fusilamientos del franquismo. Por eso, el régimen reaccionó pronto, sin esperanza de arreglo, con ira. Romero, el primer día que tomó la costumbre de llamar Tontini al papa Montini, lo argumentó con desparpajo: “Vamos a disfrutar de una Santidad que da respaldo para incordiar en un país donde se aburren los curas por una paz tan prolongada”.
Todo empezó en el Vaticano II, que proclamó la libertad religiosa y de conciencia como un derecho humano y exigió de los Gobiernos católicos que renunciasen a sus privilegios. Malas perspectivas en España, que definía en el BOE a la Iglesia romana como una “sociedad perfecta” y la única confesión de los españoles, y que había invertido 340.000 millones de pesetas (la moneda de entonces) a cambio de que la jerarquía católica fuese su “principal apoyo y sustento”. Textual lo que va entre comillas. Las cuentas se las hizo en 1973 el presidente del Gobierno, Carrero Blanco, al cardenal Tarancón. Para entonces, pese a un cruce de cartas entre Pablo VI y Franco intentando suavizar las formas, las relaciones parecían rotas hasta el punto de que el Gobierno de Carlos Arias, que sucedió al de Carrero, llevó a un Consejo de Ministros la propuesta de romper relaciones con el Vaticano. “¿Habéis perdido la cabeza?”, les dijo Franco. Lo cuenta López Rodó en el cuarto volumen de sus Memorias. Tarancón también alude a ese momento en sus recuerdos. “Franco estaba obsesionado con la idea de que un Gobierno que choca con la Iglesia es un gobierno que cae”, escribe. Hacía años que el dictador se lo había advertido más castizamente a ministro de Gobernación, Camilo Alonso Vega: “Camilo, no te metas con los curas, que la carne de cura indigesta”.
Franco sumaba un enemigo inesperado: un Papa cuyo antifascismo venía de familia
Pese a todo, Franco prohibió a Pablo VI viajar a Santiago de Compostela y permitió abrir una cárcel solo para curas en Zamora. Peor aún: en febrero de 1974, el jefe de Policía de Bilbao puso bajo arresto domiciliario al obispo Añoveros a la espera de la orden de Madrid para enviarlo en avión al exilio. El Gobierno tenía preparada, además, la carta de ruptura de relaciones con el Estado vaticano. Renunció a hacerlo cuando Tarancón enseñó a Franco, ya muy decrépito pero lúcido para lo fundamental, la carta de excomunión ordenada por el Papa, para él y todo su Gabinete, si se consumaba la expulsión del prelado bilbaíno.
Había habido antes, a partir de 1965 y para ejecutar los acuerdos del Vaticano II, un amistoso cruce de cartas entre Pablo VI y Franco en torno a la vigencia del Concordato de 1953, que Roma quería revisar a toda costa para quitarle al dictador sus privilegios en el nombramiento de obispos. “Renunciaré” (a ese derecho concordatario) si su Santidad renuncia a su vez a sus muchos privilegios en España”, resumió finalmente su posición el llamado Caudillo de España. El Vaticano enmudeció. No volvió a la carga sobre el asunto hasta 1976. Este año arrancó del Gobierno del sucesor del dictador, el rey Juan Carlos I, la renuncia a sus muchas prerrogativas, sin ceder por su parte ni una de las suyas, que siguen siendo cuantiosa tras los llamados Acuerdos de 1979.
Todo había empezado en vida del mítico Juan XXIII, que tenía prohibido pronunciar la palabra “cruzada” en su presencia. Fue el Papa que, junto a Pablo VI, entonces su cardenal preferido, puso en marcha la estrategia para España, convencidos ambos de que la Iglesia romana corría el riesgo de ser arrastrada por la Historia junto a la dictadura a la muerte de Franco, a quien había apoyado desde el principio. En la reunión estuvo, además de Tarancón, entonces un joven prelado arrinconado durante 18 años por el Régimen en la diócesis de Solsona, el primado de Toledo, cardenal Pla y Deniel, partidario de acabar en España “con todos los hijos de Caín”. Así lo había escrito en una carta pastoral. “Esa posición es poco cristiana y debe ser rectificada de inmediato”, le dijo Montini. Pla y Deniel, que ya tenía 88 años, se defendió como gato panza arriba. Franco salvó a la Iglesia; Franco paga la reconstrucción de templos y nos construye seminarios (5.106 millones en ese apartado, ofrece el dato); Franco paga salarios, Franco ha entregado a los obispos la enseñanza primaria y secundaria…
El futuro Papa le corta: “Bien, entiendo. Pero la cizaña no puede extirparse. La cizaña ha de convivir con el trigo para que la bondad de este sobresalga”. El Vaticano aspiraba a la reconciliación de los españoles y gran parte de la jerarquía católica del momento no quería esa reconciliación. Es a partir de esa visita al Vaticano cuando Juan XXIII y el cardenal Montini deciden que hay que preparar un golpe de mano en el episcopado español, poniendo al frente a personas que, poco a poco, vayan separando a la Iglesia católica de dictadura tan poco cristiana. El liderazgo lo asumirá Tarancón, que cumplirá el encargo con habilidad vaticana. “El Régimen franquista no tiene futuro. La Iglesia española, si quiere sobrevivir a Franco, deberá irse separando de él poco a poco, pero completamente”, le dice Montini, textualmente. Cuando Franco percibe la operación, hay un debate en su Gobierno sobre cómo reaccionar. Se desespera por lo que escucha. Le dice más tarde a su ministro de propaganda, Manuel Fraga, que se jacta por doquier de nombrar él mismo a muchos obispos: “¿Cree que no me doy cuenta de lo que pasa? ¿Acaso cree que soy un payaso de circo?”
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