Por mi parte estoy impresionado con los magníficos artículos que se están publicando estos días contra el pin parental. Reconforta mucho saber que la comunidad educativa ha reaccionado con tanta contundencia ante semejante barbaridad. Todavía recordamos, por tanto, lo que es y debe ser una escuela pública, por mucho que la hayan machacado económicamente y calumniado ideológicamente en estas últimas décadas. Aún somos conscientes de lo que hay que defender a toda costa como una de las más bellas conquistas de la Humanidad.
No conviene, sin embargo, minusvalorar al enemigo y menospreciar la victoria que ya ha obtenido, la batalla que ya ha ganado. El mero hecho de que el tipo de argumentación que han esgrimido esté sobre la mesa en los medios de comunicación, el mero hecho de que sea posible argumentar así, sin que resulte por sí mismo bochornoso, es algo muy grave, porque socava nuestra compresión de lo que es un Estado de derecho y un orden constitucional y, por lo tanto, contribuye a allanar el camino para el avance de la ultraderecha.
Acusar a la escuela pública de adoctrinamiento es hablar de un hierro de madera. Es comenzar por poner el mundo del revés. La clave del asunto está en que la escuela pública estatal es, en realidad, el único dispositivo que ha inventado la humanidad para evitar el adoctrinamiento ideológico. Puede, sin duda, tener sus fallos, pero no se ha inventado (ni se inventará) nada mejor, y, desde luego, cualquier otra ocurrencia suele ser nefasta o muy mala. ¿Por qué? Pues sencillamente porque somos seres humanos y no dioses. Los seres humanos no tenemos a la mano ninguna objetividad que nos llueva de los cielos y, como suele decirse, nadie puede alardear de tener la verdad en sus manos. La única manera en la que podemos acceder a alguna dosis de objetividad es a través de la diversidad, a través de una pluralidad institucionalizada. Sobre el sentido de esta institucionalización ha reflexionado sin descanso la teoría del Estado Moderno, hasta ponerse de acuerdo en ciertas condiciones muy elementales como, por ejemplo, la división de poderes, la libertad de expresión, de reunión y organización, la inmunidad parlamentaria, las garantías judiciales… y, por supuesto la escuela pública.
La escuela pública se levanta sobre unos cimientos muy estrictos. Para que la pluralidad ideológica no se vea anegada por los que puedan gritar más fuerte o posean altavoces más poderosos hace falta institucionalizarla. Y la receta hace ya tiempo que se inventó y ha dado muy buenos resultados: maestros y profesores que sean funcionarios con libertad de cátedra. Por eso es tan importante que el acceso a la función docente sea por oposición, es decir, a través de tribunales públicos, en los que la sociedad entera pueda, si lo desea, actuar como testigo. Por eso, dicho sea de paso, los exámenes tienen que leerse en voz alta y con la puerta de la sala abierta, algo que incomprensiblemente se ha dejado de hacer sin que nadie levante la voz. El que los docentes sean funcionarios garantiza (y no hay otra manera de hacerlo) que van a ser independientes de cualquier presión gubernamental (si presuponemos, claro está, un Estado de Derecho, en una dictadura de lo dicho no hay nada). Y también, de cualquier presión privada (sobre todo si se les garantiza un sueldo digno). La cosa puede tener sus fallos, no cabe duda, pero cualquier otra receta es muchísimo peor. Los funcionarios, en tanto que propietarios de su función, pueden resistir cualquier chantaje gubernamental o privado. Eso no garantiza que lo hagan, pero sí que pueden hacerlo, lo que para los seres humanos ya es bastante.
Por supuesto, la condición de funcionario que ha pasado por el control de un tribunal público tampoco garantiza ninguna objetividad ideológica por parte de los profesores. No es que se les formatee el cerebro durante el examen (y menos mal). Todos siguen teniendo su propia ideología a la hora de dar clase. Y es muy importante que ninguna autoridad académica o gubernamental pueda imponerse sobre su libertad de cátedra. Incluso en los casos más discutibles, conviene que siempre prevalezca la libertad de cátedra sobre las autoridades académicas. Porque, en la escuela pública, la libertad de cátedra de unos, es la garantía de la libertad de cátedra de los otros. Quizás al profesor de matemáticas se le nota mucho que vota al PP. Pero el profesor de física quizás sea inequívocamente de Podemos. No cabe duda de que la profesora de Historia de este año es de VOX y claramente homófoba, pero el profesor de gimnasia es claramente homosexual y militante del LGTBI. La profesora de sciences es hippie y lesbiana, el profesor de sociales podría haber sido obispo. En fin, siempre es un espectro lo bastante amplio para que no sea posible orientarlo ideológicamente. Y tampoco es que sea una tertulia, ya que todos ellos tienen que cumplir con el programa de su materia, acordado democráticamente. Hay una diversidad ideológica blindada institucionalmente. Una pluralidad reglada, constitucionalizada.
Yo estudié en un colegio franquista de marianistas sádicos y de ultraderecha, mayoritariamente pedófilos, unos auténticos criminales. Estaban todos tan de acuerdo entre sí, se parecían tanto unos a otros que durante años pensé que ese era el tipo humano inevitable y normal, lo que hizo que los doce primeros años de mi vida fueran, en realidad, los únicos verdaderamente malos que he experimentado. En esa atmósfera asfixiante no había nada que desentonara de la norma, excepto, quizás, el “maricón” de la clase, al que se le castigaba por ello con una tortura cotidiana e ininterrumpida.
Esta uniformidad totalitaria es la que están ahora reivindicando en nombre, precisamente, de la diversidad. Esto es lo sorprendente, que hablan en nombre de la diversidad ideológica. Del derecho de los padres a elegir entre un abanico ideológicamente diverso. O sea, que introducir a tus hijos en una prisión ideológica según tus propias convicciones más o menos neuróticas (de izquierdas o de derechas, eso me da igual), se hace en nombre de la diversidad. Si has tenido la suerte de nacer en una familia de Testigos de Jehová, cargas con ello como un destino. Lo mismo si tus padres son del Opus y te llevan a un colegio del Opus, para que tengas amigos del Opus, convicciones del Opus, carácter del Opus, sexualidad del Opus, hasta casarte finalmente con el Opus. Es como si una pareja de veganos ocultara a sus hijos el hecho de que algunos sí comen carne o les convencieran de que es que están enfermos y necesitan tratamiento (algo que tampoco es imposible que ocurra en determinados ambientes progres).
A eso le llaman derecho a la diversidad. Yo le llamo incesto. Derecho a una endogamia ideológica y vital que cercena los derechos más elementales de los menores de edad, porque les sustrae, precisamente, la ventana a la diversidad que sí tendrían, en cambio, en la escuela pública. En la escuela pública los niños y las niñas tienen enfrente suyo la diversidad, una diversidad, decíamos, institucionalizada por el funcionariado y la libertad de cátedra. Y también por el lado de los alumnos y las alumnas (porque, para empezar, hay alumnos y alumnas no como en otros centros religiosos en los que ni siquiera se permite este mínimo de diversidad). Cualquier estudiante de la escuela pública vive sumergido en verdadero baño de diversidad, porque algunos de sus compañeros serán cristianos, otros musulmanes, otros ateos, otros homófobos como sus padres, otros bisexuales y abiertos, otros, quizás, ricos, otros pobres, unos cis y otros trans, algunos latinos, otros africanos, unos rubios, otros morenos, negros o blancos. Y no es imposible contemplar con admiración y respeto que toda esa diversidad es capaz de jugar junta al fútbol en el recreo.
Decía Claude Lévi-Strauss que, desde el punto de vista antropológico, el mayor enemigo de la sociedad es la familia. Por eso se puede decir que la sociedad surgió de la prohibición del incesto, que no es otra cosa que la prohibición de que las familias se reproduzcan sobre sí mismas, formando hordas mafiosas en guerra con otras mafias. La familia es enemiga de la civilización. “Dejarás a tu padre y a tu madre” es la ley de hierro de cualquier impulso social. Pero para eso, los padres tienen que dejar a sus hijos en paz. Tienen que educarles, sin duda, pero, sobre todo, tienen que educarles para ser futuros ciudadanos abiertos a la diversidad social. Estos días he leído un tuit de Clara Serra que no lo puede expresar mejor: “Los padres tienen derecho a enseñar a sus hijos sus valores, pero no tienen derecho a que sus hijos conozcan SOLO sus valores. El Pin parental impide que los alumnos comparen los valores de sus padres con otros y elijan los suyos propios. Eso se llama adoctrinar en vez de educar”.
Por eso, lo que menos debemos permitir es que esta barbaridad del pin parental, que atenta contra los principios más básicos del orden constitucional moderno e incluso contra los fundamentos antropológicos más básicos de la civilización se defienda en términos de “derechos” y “libertades”. No es el derecho de los padres al incesto lo que debe prevalecer, sino el derecho de los niños a que sus padres no les cierren las puertas a la diversidad de lo real. Los padres no deberían tener derecho a meter a sus hijos en un campo de concentración privado, pese a que, por ahora, la ley lo permite. Pero que dejen a la escuela pública trabajar por la objetividad ideológica. Tenemos muchas cosas que hacer en la escuela pública para reconstruirla y mejorarla. Que no nos hagan perder más el tiempo con sus doctrinas privadas neuróticas. No deberíamos estar discutiendo de esto, deberíamos estar pensando más bien en cómo lograr constitucionalizar la escuela concertada, para que empiece de una vez a dejar de existir.
Carlos Fernández Liria