“La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahveh Dios había hecho. Y dijo a la mujer: «¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del jardín?». Respondió la mujer a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte.». Replicó la serpiente a la mujer: «De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal». Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió. (…) A la mujer le dijo [Dios]: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará». Al hombre le dijo: «Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás»”. (Génesis, 3: 1-6, 16-19).
El mito del pecado original es uno de los mitos fundacionales de las tres religiones del Libro (judaísmo, cristianismo e islam). En él se narra cuál fue ese pecado original y sus consecuencias. El pecado, desobedecer la orden de Dios: “Y Dios impuso al hombre este mandamiento: «De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio.» (Génesis 2, 16-17). Las consecuencias: el dolor y el sufrimiento. Para los hombres, trabajar fatigosamente para poder comer. Para las mujeres, parir con dolor.
El pensamiento conservador ha hecho de este mito una ley natural sancionada de modo divino: el trabajo debe ser duro y es el precio a pagar por la comida. Pablo de Tarso lo recuerda: “Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma” (2 Tesalonicenses 3, 10). De ahí a considerar la pereza como un vicio moral y un pecado capital hay un paso. Así como a considerar el sufrimiento como algo natural e irremediable, e incluso como una prueba divina, que hay que aceptar con resignación e incluso con cierta satisfacción. Por otro lado, resulta lógico en este esquema la condena de todo tipo de hedonismo o filosofía que aspire al placer, al ocio o a liberarse del dolor y el suplicio. Supondría una manera de querer escapar al designio divino y a la maldición que debe acompañar al ser humano todos los días de su vida.
En cuanto al pecado en sí, nótese que consiste en querer ser como Dios. Es decir, en rebelarse desde el estado dependiente y subordinado de criatura al estado independiente y horizontal de ser dioses. Si Adán y Eva fueran dioses, eso les colocaría a la misma altura de Dios y podrían mirarle cara a cara y tratarle de tú a tú en un plano de igualdad. Supondría salir del orden de la ley natural o divina para ponerse en el plano divino de creadores de esa ley: en vez de estar sometidos a ella, ser sus controladores. En vez de estar sometidos a una ley preestablecida del bien y del mal, de lo que es correcto e incorrecto, permitido y prohibido, colocarse en una situación de creadores de esa ley y poder decidir por sí mismos ese bien y mal: poder decidir de forma libre y autónoma el qué queremos sin someterse a la voluntad de otro (de Dios). Que no es sino otros de los pecados capitales: el orgullo y la soberbia. Lo contrario, la virtud, sería someterse a la ley divina o natural, aceptarla tal cual está establecida, y acomodarse a ella sin rechistar ni querer enmendarla. Como también dice Pablo de Tarso: “¡Oh hombre! Pero ¿quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieza de barro dirá a quien la modeló: «por qué me hiciste así»? O ¿es que el alfarero no es dueño de hacer de una misma masa unas vasijas para usos nobles y otras para usos despreciables?” (Romanos 9, 20-21).
Es interesante notar que este mito está relacionado, a su vez, con el mito precedente: elmito del Edén o del Paraíso perdido. Adán y Eva eran “felices” en el estado de “inocencia” previo al pecado original. Entrecomillo porque se trataba de una felicidad basada en la ignorancia, pues no otra cosa era esa inocencia: se supone que antes de querer ser como dioses todo iba bien, que no había dolor ni sufrimiento. Pero al querer ser como Dios y decidir por sí mismos aparecieron los males como consecuencia. Es decir, de no haber querido ser como dioses, y haberse sometido de forma acrítica a la ley divina o natural, todo habría ido bien.
Otro mito parecido, pero de la cultura griega, es el mito de Prometeo. En él, el papel de serpiente está representado por el propio Prometeo, el titán amigo de la humanidad y enemigo de los dioses, especialmente de Zeus, al que engaña varias veces en beneficio de los mortales. En una de ellas, Prometeo roba el fuego a los dioses y se lo regala a los seres humanos, de forma que estos ya no depende de la gracia divina para poder servirse de él. Por esto, Zeus lo condena a que lo encadenen en el Cáucaso a donde todos los días un águila acude a comerse su hígado que, como es inmortal, se le regenera de un día para otro y así su agonía se hace eterna. En cuanto a la humanidad, Zeus crea a una mujer, Pandora, la cual lleva consigo un ánfora con todos los males y que, al abrirla, condena a los seres humanos al dolor y al sufrimiento.
Como vemos, en ambos mitos los seres humanos dependen de los dioses y cometen el mismo pecado de acceder al conocimiento: saber cómo son las cosas y manejarlas, es decir, ser como dioses. Y en los dos, al obtener ese conocimiento vienen los males y las desgracias.
Podemos decir que la humanidad se ha dejado llevar por dos formas de entender estos mitos: por un lado, el pensamiento conservador que reniega de la ciencia y la tecnología como formas del pecado original y causas de calamidades. Es el pensamiento de que más vale no saber, ni mucho menos intervenir. Que lo mejor es dejar las cosas como están y apañarnos con lo que hay, siendo humildes y modestos, reconociendo nuestro lugar en el mundo y, sobre todo, sin querer ser como Dios. El otro tipo de pensamiento es el radicalmente opuesto, es elpensamiento prometeico o progresista. No solo es un pensamiento ateo sino impío: irreverente hacia los dioses. Los desdeña, los desafía. Se opone y se rebela a ellos porque quiere ser como ellos: quiere conocerlo todo, saberlo todo, y cambiarlo todo. Se rebela contra los dioses porque quiere ser como Dios: ser omnisciente y omnipotente como él.
Este pensamiento prometeico y pecaminoso es progresista porque está convencido de que la humanidad, por sí sola y sin ayuda de Dios (e incluso en contra de él) es capaz de avanzar y mejorarse a sí misma gracias a la ciencia (al conocimiento) y a la tecnología (la aplicación de ese conocimiento). Progresismo viene de progreso, de ir de lo peor a lo mejor, significa mejorar, perfeccionar. El conservadurismo es lo inverso: el mito del pecado original y del Edén perdido son incompatibles con el progreso. No se puede ir a mejor porque la humanidad ya estuvo en ese estado de perfección que era el Edén perdido. Y desde luego que la ciencia y la tecnología no nos hacen mejores sino que nos alejan más de ese estado de inocencia (ignorancia) ya que ellas fueron la causa de la caída. Cualquier cambio es a peor porque nos aleja del estado originario: si partimos de lo mejor, cualquier cambio es a peor.
El progresismo ha intentado retar a los dioses y mostrar que puede apañárselas bastante bien por sí mismo. Incluso más: que puede escapar a sus castigos y maldiciones. Especialmente el dolor y el sufrimiento. La ciencia y la tecnología no han hecho otra cosa que combatir las maldiciones divinas. El conocimiento científico de la realidad nos ha permitido tecnologías que nos liberan progresivamente del trabajo más penoso (del sudor de la frente) mediante la automatización y la robotización. Y gracias a la medicina científica y las tecnologías en el ámbito de la salud, hemos reducido a límites mínimos la mortalidad infantil y hemos aumentado la esperanza de vida. En unos siglos, hemos pasado de un escenario “natural” en el que la población se mantenía reducida con una alta mortalidad infantil y un máximo de 40 años, a otro más “artificial” en que la población se multiplica exponencialmente y la gente espera vivir más de los 80 años. Y donde los seres humanos pueden hacer cosas que se pensaban que eran exclusiva de dioses: volar, viajar a distancias inmensas, desplazarse a velocidades increíbles, explorar los cielos y el subsuelo, escudriñar lo inmensamente grande (las galaxias) y lo inmensamente pequeño (los átomos), controlar y las enfermedades, prever y reducir el impacto de las calamidades naturales (terremotos, inundaciones…).
Poco a poco hemos ido comiendo de más y más árboles de la ciencia y robándoles más fuego a los dioses, expulsándole así de más y más dominios e independizándonos de ellos. Podemos explicarnos los cielos sin ellos perfectamente, de eso se ocupó la revolución científica desde Copérnico y Galileo. Sabemos explicarnos la vida como un fenómeno material más: de eso trató la química orgánica. Comprendemos el origen del universo y del ser humano como una especie evolucionada y en evolución. Y las neurociencias, al estudiar el cerebro, están eliminando el último mito que quedaba: el del alma y la espiritualidad. Al mismo tiempo, las biotecnologías están echando a los dioses de lo que antes era su reino absoluto sobre el control de la vida: comprendemos la química orgánica y la genética. Y somos capaces de intervenir en los genes y mejorar la especie humana.
Las biotecnologías son el último pecado al que por ahora se ha atrevido el progresismo prometeico e impío. Biotecnologías que nos permiten intervenir en lo que hasta ahora era el dominio inexpugnable de Dios o la naturaleza. Podemos cambiar genes, combinarlos, crear especies y organismos nuevos, clonarlos, mejorarlos. Podemos ser como Dios.
Frente a las biotecnologías y en su contra se alza el pensamiento conservador en dos formas distintas. Una es la tradicionalmente religiosa que tal cual califica la manipulación genética del pecado de querer ser dioses. Otra es el pensamiento naturalista o ecolátrico, de ecolatría: religión consistente en adorar a la naturaleza como si fuera un dios. Es la forma de religión subyacente a ciertos planteamientos “ecologistas” (autocalificados como tales, porque la Ecología como tal es una ciencia que no tiene nada que ver) que al típico estilo agorero y pesimista “profetiza” desastres y calamidades por jugar a ser dioses con la diosa naturaleza en vez de adorarla y obedecerla con un estilo de vida más humilde y “natural”. Y que, por supuesto, se opone rotundamente a las biotecnologías y tecnologías de mejora genética. Para ellos,Frankenstein no es solo una novela sino una premonición: la humanidad caerá víctima de su soberbia y de la creación de sus propios monstruos. Los alimentos cada vez serán más tóxicos por transgénicos, el aire más irrespirable por los chemstrail, y en el agua pulularán peces de tres ojos por los vertidos nucleares del señor Montgomery Burns. Ejércitos de hítleres clonados someterán a la humanidad a la esclavitud. Entonces nos acordaremos de aquellos profetas que vivían de acuerdo a la naturaleza, con sus gafa-pastas totalmente naturales recién cogidas de los árboles, y resonarán sus palabras en nuestras conciencias: “¡Principio de precaución, principio de precaución…!”.
Es curioso constatar, con perspectiva histórica, que cada vez que ha habido un avance científico o tecnológico importante, ya sea la agricultura, la escritura, la imprenta, la máquina de vapor, el ferrocarril, la electricidad, los coches, los aviones, internet o las biotecnologías, la que sea, siempre ha habido agoreros que han profetizado en su contra. Que han dicho: hasta aquí sí, pero no más. Quitando a primitivistas que plantean volver literalmente al “paraíso perdido” de los cazadores-recolectores, los agoreros de hoy en día no plantean ir hacia detrás, sino no avanzar hacia adelante. Consideran que, casualmente, la humanidad de su generación ya ha llegado al límite donde razonablemente se podía llegar en ciencia y tecnología y que hay que parar ya, justo en este momento. Que la generación justo anterior todavía no había llegado al máximo pero que ya no es bueno ir a más. Es decir, cada generación de agoreros ve bien las tecnologías que ella misma sabe manejar, pero piensa que las novedosas serán las que nos lleven al desastre. En su día fue el ferrocarril, que decían que acabaría con los sembrados y los alimentos, y ahora los mismos que claman contra los organismos transgénicos alaban el ferrocarril como medio de transporte limpio y sostenible. Estoy seguro que los agoreros de dentro de cien años vociferarán contra otras cosas, pero que estimarán como algo natural la manipulación y la mejora genética que para ellos será tan normal como para nosotros internet (o a lo mejor el avance ha sido tan grande que las valorarán como nosotros hoy día al telégrafo).
Hubo un tiempo que la izquierda era progresista: atea, impía e irreverente con la religión y la naturaleza. En vez de agachar la cabeza ante dioses y leyes la erguía orgullosa, aún a riesgo de que se la cortaran, y les miraba cara a cara. Frente al desconocimiento y el fracaso no decía: “Solo Dios sabe, eso no me corresponde, eso es mejor no saber ni tocar”. Al revés, decía: “Todavía no lo sé, pero lo sabré; aún no puedo dominarlo, pero lo dominaré”. De esta forma, la izquierda abrazó la causa revolucionaria de la Ilustración, la ciencia y la tecnología. Leer a Marx o a Bakunin son ejemplos de este tipo de izquierda progresista y revolucionaria.
Hoy día florece otra izquierda. Una que ha rechazado el progresismo y a Prometeo, y ha abrazado el romanticismo y el mito del Edén y del pecado original. Que adora a Dios en forma de Naturaleza y le presenta su pío respeto sin querer ser como Ella. Que prefiere que los niños mueran de difteria en el primer mundo, o de difteria, polio y malaria en el tercero, antes que hacer algo tan antinatural como vacunarlos. Que prefiere que los agricultores pobres pierdan cosechas enteras antes que modificar genéticamente el grano para hacerlo resistente a plagas. Que prefiere “salvar” a células-madres antes que investigar con ellas para salvar (sin comillas) a personas reales. Que prefiere hablar de espiritualidad en vez de laicismo.
Este giro anti-ilustrado y anti-progresista de cierta izquierda, la izquierda posmoderna ynew age, deja la ciencia y la tecnología totalmente a merced del neoliberalismo, de forma tal que parece que defender los avances y progresos científicos y tecnológicos es ser de derechas o que lo “progre” es ser ¡anti-progreso! De todas formas, esperemos que esta moda posmoderna, new age y hippie-guay pase pronto en la izquierda y las aguas vuelvan a su cauce ateo y prometeico, aunque a algunos ya se nos está haciendo demasiado pesada esta moda tan estúpida.
Andrés Carmona Campo. Licenciado en Filosofía y Antropología Social y Cultural. Profesor de Filosofía en un Instituto de Enseñanza Secundaria.