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El Papa y el laicismo

Según la noticia de El País del 31/3/2006 titulada "El Papa defiende el derecho de la Iglesia a participar en el debate político", Benedicto XVI ha indicado que el cristianismo debe contribuir a la derrota del laicismo, al ser "una amenaza para la propia democracia".

Puede entenderse que el quehacer anterior de Ratzinguer al mando del organismo heredero del Santo Oficio condicione su nueva misión como pontífice. Era de esperar. De ahí su querencia y su esperanza en recuperar la influencia que la Iglesia ejerció sobre el poder político durante tantos siglos y conseguir que éste reprima a aquellos que osen contravenir sus dogmas, aunque los infractores sean ajenos a su creencia. Esa relación ansiada es de la misma naturaleza que la que permitió a la Inquisición presionar otrora al poder político para que ajusticiase a quienes consideraba herejes. Las diferencias con lo que hoy pretende son de grado, no de esencia. Esa diferencia de grado les viene impuesta por las conquistas que en Occidente supuso el ascenso del pensamiento laicista que, conviene no olvidarlo, nació en el cerebro de cristianos revelados contra las masacres y el horror que la unión o la alianza entre los dos poderes provocaron en la Europa de su momento. La aspiración de la Iglesia a condicionar al poder político apunta a retroceder en la historia hasta la noche de la intolerancia. La misma noche que impera hoy donde Corán y ley se funden.

Lo que sí sorprende es la censura al laicismo por antidemócrata y es de suma importancia analizarlo. Todo en el laicismo gira en torno a un eje vertebrador: la defensa a ultranza de la libertad de conciencia del individuo. La separación de las iglesias y el Estado, así como la delimitación de los ámbitos público y privado como campos de actuación correspondientes a cada uno de ellos no son más que medios indispensables para conseguir el objetivo de que esa libertad de conciencia pueda configurarse, desarrollarse y expresarse. Tanto la historia como la realidad actual enseñan, a quien abra los ojos, que allí donde esos medios no se dan, la formación de las conciencias está condicionada por la ideología de la confesión fusionada con el Estado, dominante en él o simplemente privilegiada por el poder público. ¿Puede entonces acusarse al laicismo de antidemócrata o hay que entenderlo como el paladín de la democracia? ¿No es la esencia de la democracia el respeto absoluto a las decisiones que cada uno decide tomar, sin ninguna traba, en el ejercicio libre de su libertad de conciencia individual? ¿No debe el Estado ser garante de que esa libertad de conciencia individual se configure y exprese en un marco de libre pluralidad ideológica sin privilegios para ninguna creencia específica? ¿No es el voto individual la forma en la que la persona, en una democracia, debe expresar la opinión que le dicta su conciencia, debiendo negarse a cualquier entidad colectiva todo pretendido derecho a suplantar esa conciencia? ¿No debe tener el individuo la libertad privada de configurar su conciencia, sea religiosa, agnóstica, atea o de cualquier orientación filosófica, así como de asociarse y cultivar sus creencias sin más limite que el de no conculcar el derecho de los demás a hacer exactamente lo propio? Pues entonces laicismo y democracia son indisolubles. Su vinculación es tal que la democracia moderna surgió históricamente con el nacimiento y extensión del laicismo, en la misma medida que las iglesias fueron colocadas en el terreno que les corresponde: el ámbito de lo privado. Por eso la afirmación de que el laicismo amenaza la democracia es un despropósito. Bordea el cinismo.

La pretensión del derecho de la Iglesia a participar en el debate político la justifica Ratzinguer diciendo que "Cuando las Iglesias o las comunidades eclesiásticas intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando una serie de principios, no cometen una interferencia o un acto de intolerancia, ya que tales intervenciones apuntan solamente a iluminar las conciencias para que las personas puedan actuar libremente y con responsabilidad". Pero es que la Iglesia, al actuar en el ámbito público se separa del que le corresponde: el de sus feligreses, a quienes nadie niega el derecho a escuchar los criterios que el clero tiene sobre los principios que su creencia impone a sus vidas privadas, así como hacerles caso si les parece bien, es decir, configurar su moral autónoma con arreglo a la emanada del clero de la Iglesia, o rechazarla si no les parece. Como ciudadano, el católico interviene en democracia con absoluta libertad de conciencia, rigiendo el principio de su autonomía moral respecto a las normas morales que las instituciones eclesiásticas quieran proclamar como basadas en los principios de sus creencias. La Iglesia, como Institución, tiene derecho a sancionar, e incluso a expulsar, al feligrés que viola las normas que ha establecido, por duro que esto resulte para él, pero solo en el ámbito privado de tal iglesia y nunca conculcando los derechos que tiene protegidos como ciudadano en el ámbito de lo público. Así, como ciudadano tiene derecho al divorcio de su matrimonio, con plenas repercusiones en su vida privada y pública, sin que la Iglesia pueda intervenir en ello. Reciprocamente, como feligrés, no puede romper su matrimonio canónico si la Iglesia le niega esa posibilidad, sin que el Estado pueda interferir en ello. Aquí la Iglesia actúa en el ámbito que le corresponde, imponiendo su norma moral, si que ello pueda hacerlo extensible al ámbito de lo público, en el que ese mismo feligrés, en tanto que ciudadano, tiene derecho a romper su matrimonio civil. Por todo ello, el párrafo citado de Ratzinguer provoca la confusión. El "iluminar las conciencias para que las personas puedan actuar libremente y con responsabilidad" es perfectamente aceptable en el ámbito de la iglesia, que tendrá sus repercusiones en el ámbito de lo público en la medida que sus seguidores lo trasladen a él, pero como suma de individualidades, o bien empleando los cauces de participación colectiva que las democracias han instituido para la vida pública, cuyo exponente más característico son los partidos políticos. Por eso es inaceptable pretender que la participación de las iglesias en el debate político "no cometen una interferencia o un acto de intolerancia". Interfieren el espacio de manifestación de las conciencias individuales, donde incluso los católicos han de manifestarse desde la autonomía moral encarnada en cada uno ellos, que muchas veces discrepan mayoritariamente de la moral que la Iglesia quiere defender como institución, arrogándose una representatividad que la realidad niega. Interfiere en los cauces de participación colectiva que tienen como objetivo la regulación compleja de la vida pública y a través de los cuales se trata de regular la convivencia ciudadana mediante la potenciación de la tolerancia y el pluralismo. Tampoco es cierto que la participación de la Iglesia en el debate político no genere intolerancia. Intolerancia se genera inevitablemente cuando un credo religioso trata de juzgar la regulación jurídica de pautas de comportamiento de la vida civil que afectan a todos, también a aquellos que son ajenos a tales dogmas e incluso contrarios a los mismos. ¿No es intolerancia negar el derecho a la unión civil de parejas del mismo sexo en igualdad de condiciones que las de distinto sexo?

Enlazando con lo anterior cabe hacer un comentario sobre el contexto en el que el Papa situó su crítica al laicismo, pues, según la misma noticia, el aspecto de la realidad concreta con cuya diatriba intentó justificar el afán de regresión histórica y el malabarismo ideológico para convertir al laicismo en su contrario fue, en palabras del Papa, el expresar "el rechazo a los intentos de equiparación jurídica" de la "unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio"…"con formas de unión radicalmente diferentes que la perjudican y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable papel social". Los entrecomillados son palabras del Papa. Soy varón, casado con mujer desde hace treinta y siete años, de cuya unión ha nacido un hijo que va por los veintisiete. Puedo asegurar que, después de mucho analizar, ninguno de nosotros ha encontrado el más mínimo argumento que apoye los peligros que el Papa nos augura como consecuencia de la existencia de la equiparación de nuestra unión con la de parejas del mismo sexo. No hemos sentido el más mínimo atisbo de amenaza de "desestabilización" de nuestra pareja. ¿Por qué habríamos de sentirlo? Nuestra nítida orientación heterosexual es clara, por lo que ese peligro de desestabilización es obvio que no puede venir de personas o parejas que no la comparten, sino al contrario: vamos, que con ellos, está claro que no. Tampoco entendemos porque el Papa afirma que esas uniones nos "perjudican". ¿En qué? Al contrario, nos congratula que los demás sean felices; que no sufran porque la irrazonable intolerancia de otros les impidan convivir en igualdad de condiciones. También nos alucina la afirmación de que su reconocimiento legal "oscurezca" "el carácter particular y el irremplazable papel social" de la unión hombre mujer. ¿Cual es la sombra que nos debe hacer sentir oscurecidos? ¿Alguien en su sano juicio piensa en el peligro real de un "reemplazamiento" de las parejas heterosexuales? ¿Se está insinuando el peligro de la extinción de la especie por ese camino? Produce cierto sonrojo pensar estos argumentos. O quizás hilaridad.

Por último una alusión a lo chocante que resulta la alusión a las personalidades políticas en las que el Papa parece apoyarse en su rechazo al laicismo. ¡Berlusconi!, del que el propio comentarista del artículo mencionado destaca que es divorciado de su primera esposa y casado en segundas nupcias. Y Casimi, líder de la Unión Democristiana de Centro, también divorciado y que vive con la hija de un magnate de la prensa. No parece que la "estabilidad" del matrimonio eclesiástico se confirme en los líderes preclaros de la lucha contra el laicismo. ¿Suscriben estos políticos los criterios en los que se basa el Papa para defender la estabilidad del matrimonio? Sería, cuanto menos, esperpéntico.

Que Dios les ilumine; lo necesitan.

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