El papa Pío XII, llevado a hombros en su silla gestatoria, en 1954. BETTMANN / GETTY IMAGES
¿El Papa de Hitler? Hay preguntas que parecen brutales, pero deben tenerse en cuenta si provocan cientos de libros, decenas de películas y obras teatrales de impacto mundial, a favor o en contra del personaje aludido. Se trata del comportamiento público de Pío XII, pontífice entre 1939 a 1958, ante la detención, deportación y posterior exterminio de los judíos europeos durante la Segunda Guerra Mundial. La cuestión, palpitante, resurge con virulencia de tarde en tarde, esta vez porque el papa Francisco ha decidido la apertura, por fin, de los archivos del Vaticano que guardan todo lo referido al caso. Incluso ha ordenado cambiar nombres: desde marzo pasado, el Archivo Secreto del Vaticano se llama Archivo Apostólico Vaticano.
¿Fue Pío XII filonazi? ¿Por qué calló ante los crímenes de Hitler? La última vez que arreció la polémica fue cuando Juan Pablo II, a finales del siglo pasado, ordenó publicar algunos documentos del archivo secreto del Vaticano, convenientemente expurgados, con la intención de lavar la imagen de su polémico predecesor en la idea de ir preparando el proceso para beatificarlo. Fue entonces cuando se publicó El Papa de Hitler, del británico John Cornwell. La tesis del libro, que causó estupor en el orbe católico por su gran difusión, era contundente, aunque no nueva: Pío XII fue el Papa ideal para los planes de Hitler. “El régimen nazi tenía poco que temer del catolicismo alemán mientras Pacelli [el apellido del Papa] tuviera las riendas”, resume Cornwell. Antes hurgaba en la realidad ideológica del personaje, obsesionado por una posible bolchevización de Europa con la connivencia de masones y judíos, su aversión hacia las democracias occidentales y la creencia de que el comunismo, y no el nazismo, era “la más peligrosa encarnación del Maligno”. En esa idea, cuando la campaña de Hitler contra Rusia parecía imparable, Pío XII, que nunca ocultó su predilección por Alemania, creyó llegada la oportunidad de una evangelización católica en la estela del ejército alemán que se abría paso hacia Moscú. Por cierto, el libro cambió de nombre cuando se tradujo al alemán. Se vendió como Pío XII, el Papa que guardó silencio. En España lo publicó Planeta con el título El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII.
Frente a las conclusiones de Cornwell, argumentadas a partir de lo escrito por solventes historiadores que manejaron documentos encontrados en archivos de Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, se alzó en las mismas fechas el jesuita Pierre Blet con Pío XII y la Segunda Guerra Mundial en los Archivos Vaticanos (Ediciones Cristiandad). Sostiene Blet que las noticias sobre el holocausto que llegaron al Vaticano durante la guerra, aunque muchas fueron exactas, eran “fragmentarias y contradictorias”.
Como es lógico, Blet cita documentos pro domo sua. Se verá su relevancia ahora que los historiadores podrán buscar entre los 16 millones de folios repartidos en 15.000 sobres y 2.500 fichas que desclasifica el Vaticano. La discusión sigue en el mismo centro, es decir, sobre las circunstancias en las que hubo de actuar el Papa ante los nazis para evitar, dicen sus hagiógrafos, males mayores, entre otros la ocupación del Vaticano por el ejército alemán y la consiguiente detención del pontífice.
Pero los hechos conocidos son testarudos. Hitler nunca se planteó invadir el Estado de la Ciudad del Vaticano, con quien su socio en la guerra, Benito Mussolini, mantenía excelentes relaciones, y está suficientemente documentado el silencio clamoroso de Pío XII durante la deportación de los judíos que permanecían en Roma en 1943, unos ocho mil. Hitler en persona ordenó ejecutar la detención el 6 de octubre de ese año y todo sucedió “ante las ventanas del Papa”, sostiene el historiador Saúl Friedländer en Pío XII y el III Reich, publicado en París por Seuil en 1964 (en España, por Península en 2007).
La discusión sobre el verdadero rostro de Pío XII va mucho más allá de lo sucedido en Roma aquel octubre de 1943, pero conviene detenerse en el trajín diplomático que se produjo entre los días 6 y 28 de aquel mes porque deja al descubierto la manera de pensar y de actuar por ambas partes, del Vaticano respecto a Berlín, de Berlín en función de cómo pudiera reaccionar el Vaticano. Una cuestión parece clara: Hitler era anticatólico, pero daba especial importancia a lo que pudiera decir el Papa. Y Pío XII no era nazi, pero creía, todavía en 1943, que Alemania era la mejor defensa contra el bolchevismo. En semejante comunidad de intereses entre la Alemania nazi y el Vaticano pesaba, también, un hecho que Pío XII planteó con ingenuidad en respuesta al periodista Eduardo Senatro, del diario del Vaticano, L’Osservatore Romano. Sugería Senatro que había que escribir un artículo crítico sobre las atrocidades de los nazis. El Papa replicó: “No olvide, querido amigo, que hay millones de católicos en el ejército alemán. ¿Quiere causarles una crisis de conciencia?”
Sin olvidar el virus antisemita que corroe al cristianismo desde que se impuso en sus filas la idea de que fueron los judíos quienes mataron a su fundador Jesús, a Pío XII le pudo ante Hitler, con quien siempre quiso llevarse bien, la idea de que los perjuicios de una intervención contra los crímenes nazis superaban con creces los posible beneficios. Actuaba como jefe de una institución política con un proyecto político: la idea de avanzar hacia una alianza de potencias anglosajonas unidas a Alemania contra la Unión Soviética. Desde ese punto de vista, la opción del silencio era sensata. Pero la Iglesia es (eso suponen sus fieles) una opción moral, obligada, por tanto, a desplazar los intereses institucionales en favor de los testimonios morales. Dicho lo cual, Saúl Friedländer subraya que cualquier conclusión sobre la actitud de Pío XII con respecto al Tercer Reich, basada en documentos diplomáticos alemanes o estadounidenses, por muy esclarecedores que parezcan, no debe tenerse por definitiva “sin conocer los documentos del Vaticano”.
Lo cierto es que, cuando Berlín emite aquel 6 de octubre la orden de “apoderarse de los 8.000 judíos que viven en Roma y deportarlos al norte de Italia, donde deberán ser liquidados” (en realidad, fueron cremados en los hornos de Auschwitz), el cónsul del Reich en Roma, Eitel Frederick Moellhausen, envía al ministro de Asuntos Exteriores, Joachim von Ribbentrop, un despacho “ultrasecreto” (“supercitíssime) advirtiendo de las consecuencias de semejante acción. “Soy de la opinión de que sería mejor emplear a los judíos en los trabajos de fortificación, como en Túnez”, escribe. La respuesta de Berlín le llegó por telegrama: “Por orden del Führer, los 8.000 judíos que viven en Roma deben ser trasladados a Matthausen. El ministro de Asuntos Exteriores le pide que en ningún caso se inmiscuya en este asunto y que lo deje en manos de las SS”.
¿Por qué las cavilaciones del cónsul, compartidas con el jefe de la policía alemana en Roma en ese momento, Herbert Kappler, y con el mariscal Albert Kesselring? No era compasión, sino prudencia. Numerosos judíos se habían refugiado en iglesias y conventos, y temían que, si los brutales escuadrones paramilitares del nazismo, conocidos como las SS, entraban a saco en los edificios católicos, “esta vez el Papa, como obispo de Roma, no pudiera abstenerse de elevar su voz”.
¿Valía la pena correr ese riesgo a cambio del exterminio de los 8.000 judíos de Roma? En sus memorias, Soldado hasta el último día, publicadas en España por la editorial Niseos, Kesselring deja constancia de su desprecio por los métodos de las SS, pero no expresa temor por lo que fuera a hacer el Papa. Lo hace, en cambio, el día 28 del mismo mes, el embajador alemán ante el Vaticano, Ernst von Weizsäcker, amigo de Pío XII. Para entonces ya se había producido, entre el 15 al 16, la detención de 1.259 judíos, y la deportación a Auschwitz de 1.007, y el embajador anuncia al ministro Ribbentrop que “el peligro ha pasado”. Añade: “A pesar de las presiones ejercidas sobre él desde diversos lados, el Papa se ha negado a dejarse arrastrar a toda declaración demostrativa contra la deportación de los judíos de Roma”.
Weizsäcker no era un cualquiera dando opiniones temerarias. Había llegado a Roma un año antes, después de ejercer como Secretario de Estado en el Ministerio de Exteriores, y, sin ser un nazi entusiasmado, dominaba los usos diplomáticos que agradaban en Berlín sin molestar al Papa. Después del final de la guerra, permaneció dos años en la Ciudad del Vaticano con su esposa, como invitado de Pío XII. Fue condenado en Núremberg en 1947 a siete años de cárcel por “cooperación activa con la deportación de judíos”. Su hijo, Richard von Weizsäcker, más tarde democristiano, ejerció como su abogado defensor asistente y fue presidente de Alemania entre 1984 y 1994.
Abundan los historiadores que han interpretado o denunciado los silencios de Pío XII. En una primera etapa, entre 1945 a 1963, a rebufo de la ferviente religiosidad que suele producirse después de una catástrofe, Pío XII aparece como un gran diplomático de la paz mundial y alabado por su “intervención en favor del pueblo judío”. La segunda etapa, como supuesto aliado de los nazis, explota en 1963 con el estruendo que produce el drama El Vicario, de Rolf Hochhuth, un sobresalto de alcance mundial editado en España por Grijalbo en 1977. Hannah Arendt comentó la obra (y la reacción ante ella) en su ensayo de 1964 El vicario: ¿Culpable por su silencio? (Paidos. 2007). Y vivimos una tercera etapa mezcla de las dos primeras: por una parte, se vuelve a presentar una imagen positiva del pontífice, de la mano de autores como Mark Riebling, que publicó en 2016 Iglesia de espías. La guerra secreta del Papa contra Hitler (Editorial Stella Maris); y enfrente han tomado cartas en el asunto autores de la talla de Daniel Jonah Goldhagen (La Iglesia católica y el holocausto. Una deuda pendiente. Taurus 2002); Garry Wills (Pecado papal. Ediciones B.S.A. 2001); David Yallop (El poder y la gloria. Temas de Hoy. 2007), o Cristophar Hitchens (Dios no existe. Randon House Mondadori. 2009). También ha echado su cuarto a espadas el cine con una docena de películas de éxito, la mayoría melifluas en busca de un público mayoritariamente cristiano. Hay una excepción, también estruendosa: la película Amén, dirigida en 2002 por Constantin Costa-Gravas como una elaborada variación en torno a El Vicario de Hochhuth.