Entre el abultado número de beatos proclamados ayer en Roma destaca un obispo, Cruz Laplana y Laguna, nacido en 1875 en la pequeña localidad de Plan (Huesca). Murió violentamente en Cuenca el 8 de agosto de 1936, donde ejercía desde 1921. Datos de su biografía se han divulgado en el libro editado por los obispos con motivo de la ceremonia vaticana; sin embargo, se pasa por alto el capítulo que su biógrafo Sebastián Cirac Estopañán, profesor del Seminario de Cuenca, recrea bajo el epígrafe "Patriotismo, martirio y última voluntad", en la intensa hagiografía Vida de Don Cruz Laplana. Obispo de Cuenca (Barcelona, 1943).
Un hecho aparentemente inocuo vino a alterar la tranquila vida clerical y caciquil conquense en 1919: la toma de posesión como profesor de Geografía en la Escuela Normal del joven Rodolfo Llopis, discípulo de la Institución Libre de Enseñanza, socialista y masón. En 1922 se presentó a las elecciones municipales obteniendo acta de concejal, puso en marcha la logia Electra, abrió un templo en Cuenca y extendió la obediencia masónica por la provincia.
Izquierdismo, marxismo, republicanismo, listas negras, la revolución roja en definitiva, llevaba en Cuenca el sello de la masonería y la firma en la prensa local del detestado maestro. A ojos de don Cruz, monárquico confeso, la masonería era el agente del mal que había propiciado la expulsión del integrista cardenal Segura, a quien ofreció ayuda diocesana e incluso su propia fortuna personal, en aquellos momentos ya dispuesta para la lucha contra la República.
"El obispo de Cuenca consideró la caída de la monarquía en 1931 como un derrumbamiento, no por falta de opinión, sino por falta de base moral", escribe Cirac. Cruz Laplana se aprestó en cuerpo y alma al heroico "ejercicio de cumplir con los deberes ciudadanos por Dios y por la Patria", esto es, a conspirar contra el Gobierno legítimo. Encomendó a un canónigo que organizara una red de propagandistas de la política derechista por toda la provincia. El general Fanjul, quien habría de proclamar la sublevación del 18 de julio en Madrid, fue uno de sus hombres de confianza, si bien "el señor obispo era el consejero supremo".
No era partidario Laplana de dejar cabos sueltos ni contingencias fiadas al azar, de tal modo, que para extender su prédica fundó organizaciones de jóvenes y de adultos que, integrados en la combativa Acción Católica, rivalizaron con determinación contra los masones y marxistas "agrupados" en partidos y sindicatos de izquierda. Dos publicaciones editadas por el obispado en su propia imprenta se convirtieron en vehículo de opinión y agitación para la derecha católica. No menos de 40.000 pesetas invirtió en las empresas propagandísticas.
El celo patriótico del prelado y su influencia en los ambientes más recalcitrantes alcanzaron tal notoriedad y solvencia que en las elecciones de 1936 en Cuenca, "por voluntad expresa del señor obispo fue presentado don José Antonio Primo de Rivera en la candidatura de las derechas". Los pistoleros de la Falange hacían suyo el elevado pensamiento del padre de la Iglesia: "Ahora nos encuentra la revolución mejor organizados que en 1931 y, además, acostumbrados no sólo a sufrir, sino también a resistir".
La sublevación del 18 de julio no prosperó en la diócesis del buen ministro del Señor. Pocos días después Cruz Laplana fue detenido por milicianos y fusilado en la madrugada del 8 de agosto. "Si es preciso que muera por salvar a España moriré a gusto", había dicho. No sé si se han recordado estas palabras en la ceremonia de beatificación impulsada por los patriotas de la moderna Iglesia de España.