El mundo y la vida a la que hemos sido traídos no tienen en sí ninguna significación. La realidad es lo que es, y no esconde ninguna axiología objetiva y predeterminada que haya que descubrir. No hay valores ni significados antes de la vida social, o por fuera de ella. No existe un homo symbolicus más allá de las contingencias históricas y sus arbitrarios culturales.
Valiéndonos de la ciencia, ciertamente podemos describir y explicar los fenómenos naturales y sociales con bastante fidelidad y rigor, o al menos, con una fidelidad y rigor muy superiores a los del sentido común: la estructura del átomo de carbono, el proceso de fotosíntesis, los factores de riesgo cardiovascular, las causas de la Segunda Guerra Mundial, las consecuencias del envejecimiento de la población, etc. Son conocimientos valiosos, y a menudo muy útiles.
Pero la verdad epistémica no nos alcanza. Necesitamos también un sentido, un andamiaje de ideas éticas, políticas, estéticas, etc., que guíen u orienten nuestra andadura vital. Y como escribió Tólstoi –y luego citaría Weber– “la ciencia carece de sentido, puesto que no tiene respuestas para las únicas cuestiones que nos importan: qué debemos hacer y cómo debemos vivir”. Tólstoi exagera: no son las únicas cuestiones que nos importan. Existen muchas otras. Pero sí son, seguramente, las que más nos importan.
El divorcio insalvable que existe entre nuestra subjetividad racionante sedienta de significado y el sinsentido ínsito del cosmos que habitamos, es lo que Camus llamó experiencia del absurdo. Dos son sus notas psicológicas distintivas: la incertidumbre y la angustia, sentimientos causados por la falta de certezas absolutas en el plano del deber ser.
El existencialismo ateo, lo mismo que la fe religiosa, es, en último término, una semiosis lenitiva contra el absurdo. El paralelismo existe, y negarlo sería necio.
Pero mientras que el creyente monoteísta, politeísta o panteísta busca zanjar la sinrazón irreductible del mundo postulando el misterio –totalmente ilusorio– de una providencia, hado o karma inescrutables, el escéptico existencialista reconoce dicha sinrazón en toda su crudeza, para acto seguido rebelarse numantinamente contra ella en nombre de la dignidad humana. La diferencia en este punto es abismal, y merece ser subrayada.
La fe religiosa basa así su semiosis en un acto de claudicación, sumisión y autoalienación: el mentado sacrificium intellectus (sacrificio del intelecto) preconizado por Ignacio de Loyola, el credo quia absurdum (creo porque es absurdo) de Tertuliano, el crede ut intelligas (cree para entender) de Agustín de Hipona… El creyente se evade del desasosiego y la congoja del absurdo con una falsa solución que compromete la integridad de su raciocinio, piedra angular de la condición humana. Todas las teologías caen en el fideísmo, dado que todas, incluso las más sofisticadas y sistemáticas, las más racionalizadas en su exposición, tarde o temprano se ven obligadas a deshacerse del intelecto y saltar al vacío de la creencia pura, sin coartadas lógicas ni empíricas: la llamada fe del carbonero.
El existencialismo ateo, por el contrario, basa su semiosis en el librepensamiento a ultranza, una racionalidad que, aun sabiendo y asumiendo sus limitaciones, persiste en su esfuerzo –épico y trágico a la vez– de producir sentido en un cosmos que per se no lo tiene, sin jamás traicionarse a sí misma con mistificaciones mitológicas o dogmáticas. El escéptico existencialista acepta convivir permanentemente con la sinrazón (y con la tensión psíquica que conlleva), mas no con resignación, sino con rebeldía, nunca viendo en el absurdo un amo al que se debe obedecer, sino un adversario contra el cual siempre se ha de luchar, se gane o se pierda.
«El hombre rebelde –expresó Camus en su ensayo L’Homme révolté– es el hombre situado antes o después de lo sagrado, y dedicado a reivindicar un orden humano en el cual todas las respuestas sean humanas, es decir, razonablemente formuladas. Desde ese momento toda interrogación, toda palabra es rebelión, en tanto que en el mundo de lo sagrado toda palabra es acción de gracias. Sería posible mostrar así que no puede haber para un espíritu humano sino dos universos posibles, el de lo sagrado (o de la gracia, para hablar el lenguaje cristiano) y el de la rebelión. La desaparición del uno equivale a la aparición del otro».
“El ser humano es la medida de todas las cosas”, sentenció Protágoras de Abdera hace casi veinticinco siglos. El suyo era ya un cosmos secularizado y relativizado, sin hierofanías de ninguna índole. Un cosmos depurado de supersticiones atávicas, desprovisto de deidades y milagros.
Ese cosmos protagórico desacralizado, radicalmente humanizado (el universo de la rebelión, el orden humano situado antes o después de lo sagrado, en palabras de Camus) exige un precio considerable por la libertad radical que nos brinda: la ausencia de certezas absolutas, la relatividad última de todos nuestros valores. Convivir con esa incertidumbre no es nada fácil, de ahí que haya tan pocas personas ateas, y tantas creyentes. La inmensa mayoría prefiere la seguridad en cautiverio de la fe teísta, que la libertad a la intemperie del existencialismo irreligioso.
El absurdo es un nudo gordiano. Las religiones simulan desatarlo reificando el sinsentido del mundo en los moldes de una racionalidad trascendente y mistérica –un ente divino en la mayoría de los casos– que resulta inaccesible al conocimiento y la comprensión del ser humano. El existencialismo ateo, en cambio, consciente de que es imposible desprender el nudo gordiano del absurdo, opta sin más por cortarlo: si el mundo y la vida no tienen sentido en sí mismos, entonces deberemos dárselo nosotros mismos, desde nuestras propias entrañas, urdiendo con los hilos de la filosofía, el arte, la política, el amor, la memoria, etc., un entramado simbólico acorde a lo que cabalmente somos, a nuestra humana conditio. Y si los valores en ningún caso pueden ser verdades definitivas e inapelables, entonces deberemos aprender a vivir y convivir en la desnudez (lucidez) de una axiología profana sin absolutos metafísicos.
He aquí nuestro desafío y quehacer, nuestro drama y epopeya. He aquí nuestra gran aventura.