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El lugar de las iglesias en la política colombiana

El lunes, Razón Pública publicó una columna de opinión de Fernanda Rojas, una cristiana que denuncia la homofobia de sus correligionarios y cómo abusan de cualquier instancia política para tratar de imponerla en las leyes:

Desde nuestra visión religiosa del mundo, los cristianos solemos afirmar que “amamos al pecador, no al pecado”. Pero cuando es nuestra oportunidad de perdonar y mostrar tolerancia hacia el que consideramos pecador, optamos por negarle sus derechos constitucionales arguyendo su pecado, y olvidándonos de que nosotros mismos también somos pecadores.

Por estos motivos considero que si las iglesias realmente desean que se les reconozca como actores del proceso de reconciliación y construcción de paz, deberían empezar por reconciliarse con quien piensa y cree diferente. Deben empezar por sentarse juntos a la mesa a conversar y discutir las diferencias, por sensibilizarse ante el dolor del campesino, del niño, del hombre, del guerrillero, de la mujer, del religioso, del ateo ¡y sí, también del homosexual!, que ha padecido esta guerra.

Aunque Rojas reconoce que Colombia es un Estado laico, y lamenta las constantes violaciones de ese principio que son llevadas a cabo por sus correligionarios, en su columna invita a «repensar el papel de las iglesias en la política colombiana» — pero no hay mucho que repensar: las iglesias no tienen por qué tener ningún papel en la política, porque eso destruye ese laicismo que unos párrafos antes lamentaba que se violara impunemente.

Tampoco deberían ser reconocidas como actores del proceso de reconciliación y de construcción de paz, así como no se reconoce a las asociaciones de póker, a los grupos de gastronomía, o a los filatelistas. En el mejor de los casos, deberían reconocer su papel como instigadores del conflicto, y someterse a los mecanismos de justicia que finalmente se decidan, para que cuenten toda la verdad y reparen a las víctimas (porque es gracias a las iglesias que la población LGBTI ha sufrido más durante el conflicto).

Cualquier pretensión de que las iglesias merecen algún lugar en la política, necesariamente, es defender un trato privilegiado que se le estaría negando al resto de ciudadanos.

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