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El laicismo nacional como respuesta al suicidio de las democracias

Este principio de laicidad es el que deberían adoptar los actuales Estados europeos y Europa misma frente a la pluralidad de naciones existentes en su interior

I

Las democracias se suicidan por mayoría. Esta máxima, en principio lógica, alberga una sintética descripción del devenir del concepto de democracia a lo largo del siglo XX.

El constitucionalismo español decimonónico fue un constitucionalismo de un partido frente a otro, anclado en la tutela de un régimen liberal burgués que pugnaba por desasirse del Antiguo Régimen, lo que provocó nada menos que seis textos constitucionales de efímera vigencia y desigual aplicación en el territorio. Se demostró entonces, de forma crudamente empírica, que una constitución —cualquier constitución— no es cuestión de mayorías, sino de amplios consensos capaces de articular con cierta permanencia los intereses sociales diversos y adversos.

Entrado el siglo XX, la Constitución de 1931 y la de 1978, separadas por los cuarenta años de ominosa dictadura, fueron los dos únicos textos promulgados. Esta reducción del número de constituciones por siglo se debe, entre otros muchos factores, a la asunción por la cultura política continental de la constitución como norma de normas, en parte debido al positivismo kelseniano, que vino acompañada de la institución de un juez de legisladores: los tribunales constitucionales. Las constituciones, así, pasaron de ser herramientas partidistas a ser el campo en que se desarrollaba el juego político

No sería hasta la segunda mitad del siglo XX, tras el desastre de las guerras mundiales y los totalitarismos fascistas y comunistas, cuando este nuevo modelo teórico impregnaría la cultura constitucional europea.

El transcurso de ambas guerras mundiales dio lugar al alumbramiento de los derechos humanos y, con ellos, el nuevo constitucionalismo. Siendo ello así, no es casualidad que, aún hoy, la mayoría de textos de derechos humanos que conocemos vieran la luz entre 1950 y 1990.

Esta cultura de los derechos humanos enriqueció sustancialmente el constitucionalismo formal e incluyó los derechos fundamentales dentro del ámbito sobre el que el legislador ordinario no puede decidir —lo que L. Ferrajoli denomina la esfera de lo no decidible (los derechos civiles y políticos) y/o la esfera de lo que hay que decidir (los derechos sociales)—.

La evolución de la democracia (paralela a la del constitucionalismo), que va desde la democracia formal a la democracia sustancial tiene un significado que hoy, en la Europa del siglo XXI, se halla en profunda crisis. La democracia formal se instituye con el sufragio universal y se erige en mecanismo decisorio de las cuestiones de interés general, estableciendo la regla de la mayoría como legitimadora de la acción política. Se apoya en el mito de que el pueblo siempre tiene razón, y que las mayorías no se equivocan, o propenden a no hacerlo, mito que cayó en la hoguera de los totalitarismos que alcanzaron el poder por medios democráticos (Mussolini en mayo de 1921, el Partido Nazi en marzo de 1933). A partir de ahí, los derechos humanos se erigen en el mínimo común en el consenso de la convivencia que irá calando en todas las constituciones de la segunda posguerra, a la par que cristalizando en convenios internacionales.

Democracia hoy no es, pues, la simple regla de la mayoría sino, también y sustancialmente, el respeto de los derechos humanos, y de las reglas básicas de convivencia; es decir, el respeto por los poderes del Estado de una esfera de lo no decidible por ellos mismos. Ello significa que en las actuales democracias las mayorías pueden equivocarse en muchas cosas, pero no en las que integran el núcleo esencial de la dignidad humana y la paz social: los derechos humanos.

II

Si posamos ahora la mirada en la Europa actual, constatamos que la arquitectura económica y elitista, profundamente antidemocrática de la Europa del Euro, ha sometido a los pueblos de Europa a una pérdida de soberanía sin precedentes, y ha terminado por convertir la política nacional de los Estados europeos en un campo de juego reducido, un ámbito de lo político degradado hasta el punto que es imposible distinguir las opciones de los partidos mayoritarios, unidos en el discurso económico y separados sólo por cuestiones económica y socialmente intrascendentes, como los distintos tipos de identitarismos religiosos, nacionalistas, culturales o lingüísticos, que gozan de mayor o menor predicamento entre una ciudadanía desencantada de la política y ávida de soluciones fáciles y rápidas tras cuatro años de crisis. Esta ciudadanía ve cómo la corrupción de la clase política no es la excepción, sino la regla y cómo el precio de la crisis derivada de la desregulación de los mercados se ha afrontado sustrayendo los recursos a los más desfavorecidos. El debate político hoy está judicializado y gira entorno a las causas de corrupción, lo que no es sino síntoma de que los partidos políticos en el poder han dejado de ser el corazón de la democracia para convertirse en su patología.

Por otro lado, en el marco de lo no decidible, que hasta ahora ocupaban los derechos humanos, ha entrado en tropel la gobernanza económica, que amplía su espacio en detrimento de tales derechos, pugnando por monopolizar la esfera de lo políticamente intocable, y arrojando a los derechos humanos al limbo de lo contingente y prescindible y, en todo caso, condicionados a lo económicamente factible. 

Se ha incluido así en la esfera de lo no decidible lo económico, pasando el Estado del dogma humanitario al dogma económico, proliferando por doquier los gobiernos de pretendidos tecnócratas, que no dirigen, sino que "administran", y que no gobiernan, sino que obedecen, lo que ha provocado una búsqueda renovada de la identidad como refugio ante la pérdida de horizontes políticos aceptables.

En definitiva, la economía ha entrado por la puerta en casa de la política, mientras que la dignidad ha salido por la ventana y los habitantes de la casa buscan confusos su identidad perdida, su ser político.

En este contexto de degradación democrática, amplios sectores de la población se han lanzado a abrazar causas identitarias, que en la Europa actual toman la forma de nacionalismos. Ejemplos los encontramos en Escocia, Francia, Bélgica, Italia, Portugal, España, etc. Estos nacionalismos no nacen ahora; sin embargo, pocos discutirán que han cobrado renovado vigor con la crisis económica y democrática que vive Europa desde 2008.

Ante ello, cabría preguntarse si el refugio en las cuestiones identitarias puede ser camino de mejora social y convivencial o, al contrario, elemento de enfrentamiento entre las propias clases desfavorecidas.

Se habla así de la Europa de los pueblos como antagónica a la Europa de los mercados. Pero cabe hacer un inciso en tal dilema y cuestionarnos si sería aún mejor la Europa de los europeos que la de los mercados o la de los pueblos, o dicho de otra forma: ¿por qué el Estado-nación ha de ser mejor que el Estado-plurinacional?

Para responder a tal cuestión, hemos de empezar por constatar que el Estado-nación y el principio de nacionalidad (una nación, un estado) es decir, la identificación de la estructura de poder político con los elementos lingüísticos, históricos, culturales o tradicionales, vuelve a cobrar hoy renovado predicamento en la Europa de los tecnócratas. Pero hay que tener en cuenta que tales elementos, que siempre han existido, no siempre han jugado históricamente el papel fundamentador de la organización política, del Estado, por lo que históricamente no son necesariamente legitimadores del Estado, sino que sólo de forma ocasional o contingente cumplen tal función política.

El principio de nacionalidad vive su momento cenital con el apogeo liberal burgués, como bien describe Eric Hobsbawm, pues, en efecto, el Estado-nación tuvo su momento álgido en los siglos XIX-XX.

La nación surge como sujeto político en el XIX, al ser el nuevo titular de la soberanía, organizándose políticamente en una forma política histórica europea, el Estado, cuyos orígenes se encuentran en la Edad Moderna, en las empresas de distintas dinastías por afirmar su dominio en un determinado territorio

La experiencia del siglo XX nos debe enseñar que antes que los derechos de los pueblos están los derechos humanos, que dichos derechos, entre ellos el derecho a ser diferentes, son poco compatibles con legitimaciones nacional-identitarias del Estado, con pretensiones totalizantes culturales, lingüísticas, o identitarias predicables de todos los nacionalismos.

El respeto a la diversidad es incompatible con el asimilacionismo y las pretensiones homogeneizantes de las ideologías nacionalistas: una cultura, una nación, una lengua, un estado, una fiesta, un himno, una bandera, un dios.

El libre desarrollo de la personalidad o derecho a la búsqueda de la felicidad (que ya aparece en la Declaración de independencia americana de 1776), contenido mínimo irrenunciable de cualquier derecho positivo éticamente aceptable, no es hoy compatible con la fundamentación nacional de los Estados, en tanto que éstos gravitan sobre realidades sociológicamente complejas. No se puede pretender buscar la felicidad obligando al otro —ese otro a que se refiere Habermas— a que renuncie a su identidad, pues la diferencia de cada uno es condición esencial de su desarrollo vital. Por esa razón, de hecho, nunca han existido naciones puras, sino más bien comunidades imaginadas, de forma que han sido los Estados los que han fabricado las naciones como elementos étnico-lingüísticos o religiosos de legitimación política ahí donde existía una pluralidad social evidente.

Una frase de Massimo d'Azeglio, miembro del primer parlamento italiano y prohombre de la unificación italiana es bien expresiva: "Hemos hecho Italia, ahora tenemos que hacer los italianos". Lo que demuestra que el Estado hace a (o se vale de) la nación y no al revés.

Ello no significa negar la realidad de etnias, lenguas, culturas o tradiciones, sino afirmar que el principio de la nacionalidad ha supuesto y supone que el Estado adopta una nación de las existentes y la impone como oficial frente a las demás, como condición de su propia legitimación existencial-ontológica.

Paralelamente, observamos en otros ámbitos de la identidad humana, como son los sentimientos religiosos o el ateísmo, que la evolución del Estado (su humanización), ha supuesto la asunción del principio de laicidad, porque si bien históricamente la religión tuvo su momento de apogeo como aglutinante del poder político, la intercomunicación de las sociedades modernas ha hecho que el Estado deba aceptar la realidad sociológica del pluralismo religioso y, ante tal realidad, su única postura éticamente coherente con el libre desarrollo de la personalidad, no es sino el principio de laicidad. Este principio de laicidad es el que deberían adoptar los actuales Estados europeos y Europa misma frente a la pluralidad de naciones existentes en su interior, pues el sentimiento nacional de pertenencia a un grupo no es ni mejor ni peor que el sentimiento religioso, o, al contrario, que el ateísmo o el anacionalismo.

De esta forma, el principio una nación un Estado hoy ya no tiene sentido, como tampoco lo tiene el de una religión un Estado; es más, en sociedades cosmopolitas, plurales y ricas en etnias, religiones y lenguas la asimilación identitaria entra dentro de la esfera de lo no decidible por el Estado, salvo que el Estado en lugar de ser una herramienta para mejorar la vida de los hombres, convierta a éstos en su herramienta de transformación social homogeneizante, como medio de afianzamiento de su poder.

Por tanto, el principio hoy ha de ser el inverso al enunciado por D'Azeglio: Nos hemos hecho europeos, hagamos ahora Europa.

El Estado-nación cumplió su función histórica cuando en el siglo XIX fundó nuevos lazos de solidaridad entre personas que hasta entonces eran extrañas unas con otras, porque pertenecían a órdenes regidos por la familia, la dinastía, el gremio o la relación de vasallaje. El Estado nacional supuso una emancipación del ciudadano como miembro de la nación que le llevó a ser titular de derechos frente al Estado absoluto. Y, efectivamente, en ese contexto histórico lengua, historia y tradición jugaron un papel aglutinante decisivo para definir los grupos nacionales que surgían como Estados en el Derecho internacional y se oponían al antiguo orden de soberanías absolutas de legitimación teológica.

En el actual contexto socio-cultural el Estado nacional no cumple ni puede cumplir dicha función, por varias razones: el cosmopolitismo de las sociedades, su pluralidad cultural, la necesaria tolerancia de credo, cultura, lengua, tradición y fines como base imprescindible de la convivencia en sociedades interconectadas. Todas estas realidades sociológicas hacen inviable el elemento "nacional o etnográfico", como fundamento y legitimación de cualquier orden estatal.

Frente a esta visión cosificadora que el Estado nación otorga al pueblo como fuente legitimadora de derechos y convivencia, hay que oponer una visión de la intersubjetividad como el entendimiento recíproco de las personas como seres iguales y libres, con independencia del grupo "pueblo" al que pertenezcan.

El principio Estado-nación ha caído hoy en manos de la pluralidad, el cosmopolitismo cultural, las comunicaciones entre pueblos y la sociedad de la información. Pretender fundar el Estado en la nación lleva a considerar el Estado nacional homogéneo como algo normal y por tanto, la heterogeneidad es una anomalía a corregir: españolizar, normalizar lingüísticamente, asimilar, etc., son expresiones que suenan a menudo en estos contextos.

Pero, entonces, ¿cuál puede ser la fundamentación del Estado en la actualidad?

La razón, el pacto y el respeto de la indisponibilidad por el Estado de los derechos humanos inalienables. El republicanismo y el pacto federativo, que como dijera Proudhon es el pacto en cuya virtud los ciudadanos o los grupos en que se integran se obligan recíprocamente los unos con los otros, siendo esencia de ese pacto que se reserven más derechos de los que progresivamente se ceden y el derecho al libre desarrollo de la personalidad, el derecho a ser "el otro" en una sociedad con mayoría de "unos", es hoy un derecho inalienable que, por tanto, no puede pasar del individuo al Estado.

Esta es la única fuente de posibilitar con cierto grado de permanencia en el tiempo la convivencia de culturas diversas, con pretensión de seguir siéndolo y de convivir entre ellas. Evita las tensiones atávicas y reiteradas del estado-nación con sus siempre incómodas minorías; proporciona a los ciudadanos un mínimo común denominador que posibilita su identificación con los fines el estado desde su inherente diferencia, que el estado se encarga de respetar y, en fin, al ser su basamento la razón y ser los humanos, en general, razonables, posibilita el control del ejercicio arbitrario del poder que, al contrario, puede fácilmente derivarse de los mitos identitarios e irracionales.

Concluyendo: el Estado-nación ha muerto. La historia nos ha hecho europeos, hagamos ahora Europa a nuestra imagen y semejanza, y por tanto desde la esencial diversidad de los europeos. Toda comunidad política actual ha de partir de posturas laicas frente a los fenómenos nacionales, de respeto, pero sin pretensiones homogeneizantes que atenten contra el derecho fundamental a la diversidad y a la irrepetibilidad de los proyectos vitales humanos, que vienen precondicionados por sus distintas etnias, lenguas, orígenes y tradiciones. Europa debe superar el principio una nación un estado, como en su día superó el principio una religión un Estado.

No dejemos que las democracias vuelvan a suicidarse por mayorías nacionales o nacionalistas, adoptemos el laicismo nacional como en su día afirmamos el laicismo religioso, como única forma de pacto social éticamente aceptable para la configuración de cualquier comunidad autónoma, estado o federación.

[Carlos Hugo Preciado Domènech es magistrado de lo Social del TSJ Catalunya y profesor asociado de Derecho Penal de la URV de Tarragona]

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