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La admisión de un régimen especial de protección activa convierte al gobierno en un rehén de la jerarquía católica. Nuestra legislación parece que avala este temor
La sociedad española ha estado marcada a fuego (nunca mejor dicho) durante siglos por los dogmas e imposiciones de la Iglesia católica, en su versión más radicalmente alejada del respeto a la libertad humana según la tradición tridentina. Los que tenemos algunos años vivimos la dura reacción del ultracatolicismo frente a la convocatoria del Concilio Vaticano II, por iniciativa de Juan XXIII y desarrollado por Pablo VI (Cardenal Montini), que había solicitado clemencia antes de que se consumase el asesinato de Julián Grimau. Los pensadores favorables a esta innovación o aggiornamento de los dogmas del catolicismo fueron atacados con virulencia e incluso acusados, como es frecuente en este país, ante la carencia de capacidad argumental, de compañeros de viaje o satélites de las ideas comunistas. Recuerdo una viñeta del genial Antonio Mingote en la que su tradicional matrimonio opulento dialogaba sobre el Concilio, y el marido sentenciaba: “Desengáñate, Fulanita, porque al cielo iremos los de siempre”. Los seres humanos nacen laicos, desnudos y sin creencias; más adelante, su entorno o la sociedad en la que viven y se desarrollan les inculcan credos o ideologías que pueden aceptar o rechazar.