El título del último libro del politólogo, sociólogo y filósofo francés, Sami Naïr, encierra toda una tesis: La lección tunecina. Cómo la revolución de la dignidad ha derrocado al poder mafioso (Galaxia Gutemberg, 2011) analiza la llamada revolución de los jazmines. Director del Centro Mediterráneo Andalusí (CMA), con sede en el Universidad Pablo Olavide de Sevilla, Naïr sostiene que existen serias diferencias entre la revuelta de Túnez y la de Egipto, Libia, Marruecos, Barhein o Siria: “Intento explicar lo que era el poder de Ben Alí, un régimen mafioso muy original, parecido al de Sukharto en la Indonesia de los años 80 o al poder de Noriega. Francia le apoyó pero Estados Unidos, no. Su Embajada se convirtió en el principal partido de la oposición en Túnez”.
PREGUNTA: ¿Y todo empezó por un joven que se quemó a lo bonzo?
RESPUESTA: “Sí, todo surgió como respuesta a un problema sencillo, aparentemente nimio, como fue la bofetada de un policía a un chico, Mohamed Bouazizi, el joven diplomado que vendía fruta en el mercado y que se sintió humillado por ese abuso de autoridad. De ahí, la importancia que ha tenido en esta revolución el concepto árabe de “carama”, la dignidad”
P.: ¿En qué se parecen y en qué se diferencian las distintas primaveras árabes?
R.: “Las revueltas se diferencian en cuanto a la naturaleza específica de cada país, la correlación de fuerzas, el papel del ejército o de la sociedad civil. Lo que une a todas esas experiencias es la retórica de la movilización, que exige libertad de expresión, desarrollo social y transparencia. El 14 de enero cuando se marchó de Túnez el dictador Ben Alí la gente no tenía claro que era una revolución. Pero el poder no tenía a nadie para defenderlo. El Ejército tunecino no había sido desarrollado desde los tiempos de Burghiba mientras que el de Egipto supone una fuerza económica, social y política y tiene el monopolio de la violencia en el país. Además, el Ejército egipcio cuenta con una relación muy especial con EE.UU., que le aporta un billón de dólares cada año. El caso de Libia también es diferente. El régimen de Gadafi no era una dictadura militar en el sentido clásico de la palabra. Destruyó el Estado para crear la jamiairiya, la asamblea del pueblo pero en la que decidía él y su familia. Prometió a acabar con la tribalización, aunque cuando estalló la revolución, también fue a través de las luchas intertribales. Y, ahora, si el caos se desarrolla, la ONU tendrá que interponerse”.
P.: ¿Qué papel juegan EE.UU. y los islamistas en las llamadas primaveras árabes?
R.: “Su ejército controla la región al tiempo que Israel se convierte en punta de lanza de sus intereses. También tienen otro aliado importantísimo en la zona, Arabia Saudí, un país que va a entrar también en crisis y que acoge a 170.000 soldados americanos. EE.UU. cuenta con apoyo en Marruecos y va a tenerlo en Túnez pero la administración estadounidense ha demostrado que sigue estando en contra de la reivindicación palestina y Palestina es algo tan sagrado por los árabes como el Corán. Tampoco controlan la situación aunque Washington tiene relación con algunos islamistas como los Hermanos Musulmanes en Egipto, o con Al Nahda, el partido vencedor en Túnez. Ahora, se está apostando cada vez más por un acuerdo entre los militares y los islamistas, las fuerzas clave en la región. Pero no va a funcionar porque no se puede controlar a los islamistas. El islamismo es un frankestein creado artificialmente pero que ha escapado totalmente a cualquier control. Pero no creo que en el Magreb tengamos nunca un islamismo como el de Afganistán, porque con independencia de que un partido islamista gane las elecciones, en Túnez ha quedado clara la importancia de los otros partidos, laicos. Los islamistas en el Magreb o en Egipto tendrán que moderar sus posiciones. Algo similar a lo que fue la democracia cristiana en Europa”.
P.: ¿Sigue siendo posible su “Europa mestiza” a pesar de la crisis y de la xenofobia?
R.: “En un siglo, habrá tres mil millones de habitantes en Africa, en un contexto de desarrollo caótico que no creo que pueda corregirse en los próximos cincuenta años. Esa gente no puede quedarse sin más ahí, por muchas barreras que ponga Europa en el Mediterráneo al igual que pasa entre USA y México. Nada puede resistir el empuje demográfico. Paralelamente a todo ello, los movimientos xenófobos y de extrema derecha se van a desarrollar de manera muy fuerte en Europa. Bajo los efectos de la crisis, en Grecia, el único partido que crece y que ha cuadruplicado su militancia es el neofascista. Aquí, en España, tras la victoria del PP también puede crecer la extrema derecha”.