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El Estado honra a los muertos

Ningún país plural y democrático puede justificar que los funerales de Estado sean un acto confesional

Todas las culturas que a lo largo de los siglos se han constituido en estados honraron, con ceremonias solemnes, a los ciudadanos relevantes que habían muerto después de haber prestado sus servicios a la comunidad. Sería inagotable e impropio de un artículo periodístico recopilar las diversas y variopintas ceremonias que todavía mantienen su vigencia en muchos países.

En el debate que se ha suscitado con motivo de la futura reforma de la ley de libertad religiosa, creo que se deben distinguir las honras fúnebres que se organizan de forma colectiva y con presencia de las autoridades del Estado cuando hay grandes catástrofes o atentados terroristas, con los funerales de Estado que, por su excepcionalidad, deben estar reservados a las personas que a lo largo de un periodo de su vida han desempeñado responsabilidades importantes y significativas en la vida política y pública del país.

En cualquier caso, no es exacto confundir el funeral de Estado con los funerales masivos, caso del avión Yakovlev o el de los helicópteros caídos en Afganistán. También en estos se deben retirar los símbolos religiosos de una sola y mayoritaria confesión para cumplir con el mandato constitucional de la aconfesionalidad del Estado. En nuestro Ejército profesional cada vez se alistan más personas de diferentes credos o sin creencia alguna, lo que nos debe hacer meditar sobre la oportunidad de obligar a sus familiares a participar en unos ritos religiosos que no comparten. Neutralidad, respeto y dignidad son los valores que deben estar presentes en esas ceremonias. Pongámonos, sin falsos recelos, a pensar en ello. Solo los de siempre serán inasequibles a cualquier intento de pluralidad constitucional.

NINGÚN Estado pluralista y democrático puede justificar que los funerales de Estado se conviertan en un acto confesional. Este sentimiento es perfectamente comprensible en la familia de los fallecidos, pero no debe condicionar la decisión del poder público imponiendo el protagonismo de una determinada religión que no es sentida, de forma unánime, por todas las familias afectadas.

Según las estadísticas que miden el nivel de práctica del catolicismo, durante muchos años, de una forma rutinaria, falsa e hipócrita, hemos decidido que España es un país de firmes creencias, mayoritariamente católicas, y que los funerales con arreglo a sus ritos son las únicas formas aceptables de honrar o despedir a los muertos. Respetando todas las creencias, la Constitución nos impone una actitud equidistante con todas las confesiones religiosas o, incluso, pseudoreligiosas. Algunos solo esperan que el acto de despedida póstumo de sus allegados sea una ceremonia neutral que compagine la solemnidad del momento con la promoción constitucional de la libertad de creencias.

El funeral de Estado se debe reservar para casos excepcionales, sin desdeñar la posibilidad de extenderlos a personajes que hayan alcanzado una relevancia tal para el desarrollo científico o cultural del país que merezcan este reconocimiento.

Si nos fijamos en nuestro entorno, en sus costumbres y precedentes, vemos que ningún papa ha tenido funerales con asistencia de jefes de Estado de todos los países, salvo Juan Pablo II. Los presidentes norteamericanos solo han tenido funerales de Estado en casos excepcionales (Kennedy, Reagan). En el Reino Unido, además de los reyes, lo tuvieron Montgomery o Churchill. En el corazón de muchas personas lo tendrá siempre Mahatma Ghandi y, sin duda, cuando llegue el momento, Nelson Mandela.

No basta con haber desempeñado la jefatura de Estado: se requiere, a mi modo de ver, un comportamiento acorde con los valores de la democracia. En Chile se han denegado estos honores a un presidente golpista y universalmente condenado como Pinochet.

En la España de la democracia tenemos el precedente de un funeral multitudinario absolutamente laico: el tributado al alcalde de Madrid, Enrique Tierno Galván. No creo que nadie haya superado esa cota de aceptación y participación. Las ceremonias de Estado por la muerte del presidente Calvo Sotelo pueden ser un modelo.

POR ESO estimo que Ramón Jauregui, uno de nuestros más valiosos políticos, se equivoca cuando afirma que no tenemos alternativas a la formularia y, muchas veces, desoladora participación del oficiante católico que incluso aprovecha el evento para soltar alguna soflama política.

Podemos elegir una fórmula que integre a todos y no moleste a nadie, En algunos casos, los familiares como forma de repulsa política, se han opuesto a la presencia de las autoridades del Estado, prefiriendo realizar las honras fúnebres en la intimidad con arreglo a sus sentimientos que deben ser respetados.

Si no tenemos protocolos consolidados, no creo que sea imposible buscarlos en nuestros vecinos franceses o ingleses. La música clásica es para mí un complemento indispensable de la ceremonia. Proporciona al acto un revestimiento de solemnidad y sensibilidad. Existen dos modelos que podían ser adoptados, ambos del mismo compositor, Wolfgang Amadeus Mozart. Me inclino por el pasaje del Ré- quiem Lacrimosa o por su Música para un funeral masónico.

*Magistrado emérito del Tribunal Supremo

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