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El espacio público de la religión

Hace años, el filósofo Jürgen Habermas irrumpió en el panorama de la opinión publicada con tres afirmaciones que sirvieron para que los creyentes se sintieran respaldados en su actitud beligerante contra el laicismo, al que no han dejado de zaherir por considerarlo un enemigo secular de la Iglesia y de la religión.

La primera afirmación de Habermas decía que «la religión tenía derecho a hacerse escuchar». Como si eso, con derecho o sin él, no lo hubiera hecho desde ab ovo, es decir, desde que el cristianismo se hizo religión de Estado, y que abandonó en muy pocas ocasiones, porque excepcionales han sido los momentos de España donde haya existido una democracia si es que la hubo en alguna ocasión, incluida la presente. La Iglesia y su religión se han hecho oír siempre, pesara a quien pesara.

Sin embargo, aunque lo dijera Habermas, la religión como tal no tiene derecho a nada, ni a ser escuchada, ni a ser silenciada, ni a algo parecido. No se alarmen. Tampoco disfruta de ese derecho la eutanasia, el suicidio y la humanidad. La religión no existe. Es un abstracto. Y los conceptos abstractos no tienen derechos, solo son significantes con un poder connotativo tremendo y a la carta del consumidor.

Lo que sucede es que somos muy permisivos con ciertos dislates lingüísticos, aceptándolos, porque creemos saber qué significado se esconde detrás de ellos. Aceptamos que se diga «derecho de la religión» sin experimentar ningún contratiempo, pero, hagan memoria, y recordarán cómo en tiempos no lejanos en esta tierra se fusiló retóricamente a quienes hablaron de los derechos del euskara. Lo calificaron de incongruencia, de un oxímoron al mismo nivel que «Pensamiento Navarro» y «Benemérita Guardia Civil».

Pero la religión, como noción abstracta, no tiene derechos, ni obligaciones. Solamente, las personas y los seres vivos –algunos más que las personas–, son sujetos de derechos y, casi siempre, de pocos deberes. Por tanto, es exageración lingüística decir que la religión tenga derechos y exija el de hablar y, sobre todo, que se la escuche. Porque la religión ni habla, ni escucha.

En este contexto, son las personas que profesan una religión las que tienen derecho a hablar y a ser escuchados cuando peroran sobre sus misterios, siempre y cuando haya alguien que esté dispuesto a oír sus revelaciones, las cuales no suelen ser de este mundo.

Dicho lo cual, preguntaría: ¿Cuándo, en este país, tanto el clero como el laico creyente han visto negado su derecho a hablar? España ha sido sin cesar una ubicua sacristía. La presencia de la Iglesia y su religión han sido tan abrasivas que ningún acto público y privado del ser humano se vio privado de ella: matrimonio, bautismo, confesión comunión, confirmación, extremaunción y entierro.

Por lo demás, reivindicar el derecho a hablar y a ser escuchado no se puede negar a nadie, pero que se pida tal derecho para una religión, cuyos administradores no han estado jamás a favor de la libertad de expresión, tiene un cinismo espectacular. Nunca permitieron que las voces disidentes se oyeran ni en la esfera pública, ni en la privada. Negativa que se fundamentaba, precisamente, en la salvaguarda de la pureza de su religión.

La libertad de expresión es un derecho inalienable. Pero la religión católica, secuestrada y administrada por una Jerarquía eclesial totalitaria, ha caminado siempre contracorriente en la defensa de ese derecho fundamental.

Su discurso es teocrático. La religión no ha variado lo más mínimo sus principios regulativos y normativos, basados en leyes que tienen como fundamento a un Ser que nadie ha oído, ni escuchado; un ser al que sí tendríamos ganas de escuchar. Porque estamos hartos de esperarlo como los personajes de Beckett y de escuchar a sus intermediarios hablar en su nombre, porque, la verdad, son una lata.

La segunda parte del aserto de Habermas fue que «la democracia tenía la obligación de escucharla en beneficio de la política y de la sociedad». Añadía que «la democracia» se lo debía por el bien que hizo a la política y a la sociedad, sin especificar a qué política y a qué sociedad. Es habitual decir que en nombre de la libertad se han cometido miles crímenes. Pero se olvida añadir que muchos genocidas, reyes y jefes de gobiernos democráticos acometieron sus fechorías tras recibir la inspiración divina correspondiente, de Dios o de Alá, valga la redundancia. De hecho, la jerarquía eclesiástica española diría lo mismo para justificar el golpe de Estado de los africanistas perjuros. Cuando la religión ha servido para justificar tanta barbarie –guerras de religión se llamaron–, la democracia a la que alude Habermas tendría que atarse bien los machos antes de agradecer nada a dicha entidad. Una religión, que no impidió a sus administradores teocráticos que condenaran la pena de muerte a lo largo de su historia, deja mucho que desear.

La tercera afirmación planteaba tratar la religión como «asunto público», porque, «en un mundo postsecular no podemos actuar tan fácilmente como si Dios no existiera». No darle esta categoría «constituía un atentado contra la igualdad».

A quienes viven la religión, no como agnósticos, Habermas lo era, sino como creyentes, les gustaría que aquella se convirtiera en asunto público, y que fuese una necesidad interior, por medio de la cual el hombre malo se convirtiera en bueno y todos sin excepción nos amásemos los unos a los otros como dicen que aquel nos amó. Amén.

¿Qué decir? Sería horrible que la religión se convirtiera en asunto público y necesidad ineludible, como pueda serlo el fútbol y las redes sociales. Menos mal que tal realidad no es posible si no es por la fuerza, como en el nacionalcatolicismo. Lo impide su propia sustancia, que es etérea. Sus fundamentos no están al alcance cognitivo de la totalidad de los ciudadanos. Hablar de un Ser sobre el que no se puede decir nada demostrable podrá estimular la imaginación a raudales como decía Borges, pero no despertará consensos fácilmente. Para esto hay que ser un poco fanático, es decir, asistir al mismo templo (de fanum) y comulgar las mismas hostias.

Vivimos, además, en un Estado aconfesional que marca los límites espaciales de lo público institucional en materia religiosa. La religión y sus performances litúrgicas pueden pasearse por pueblos y ciudades. Nada ni nadie, decreto, ley y juez, se lo prohibirá, siempre y cuando solicite el correspondiente permiso al poder civil.

Ahora bien, lo que no está bien es que esta religión se pasee por los ámbitos institucionales públicos del Estado porque no respetaría el texto constitucional. Atentaría contra la neutralidad confesional. Ya sabemos que a la Iglesia la Constitución le importa poco, menos aún el artículo 16. 3 y que, como su homónima de 1931, sigue considerando que el Estado Laico es un Estado ateo, lo que es una vileza conceptual.

Diciéndole a la Iglesia y a las manifestaciones litúrgicas de su religión que se abstengan de invadir el territorio público institucional –escuelas públicas, hospitales, cementerios, ayuntamientos, parlamentos, Ejército–, no significa imponer la fuerza de una voluntad por encima de muchas voluntades. Se trata de defender la totalidad de la ciudadanía en lugar de hacerlo a favor de una mayoría. Sabemos que la sociedad en sí ni es laica, ni confesional. Sí lo es el Estado. Felizmente. Porque es la única manera de salvaguardar el respeto a la totalidad de la plural ciudadanía, derecho que una religión totalitaria, integrista y clerical como la católica no garantizaría jamás.

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