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El discurso evangélico y el oportunismo político

El recién creado Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP, del cual soy fundadora con otras cuatro colegas de la región) publicó esta semana una serie de reportajes realizados por periodistas de 13 países. Esta colaboración, bajo el liderazgo de Investigaciones Periodísticas de Columbia (una iniciativa de la Escuela de Periodismo de la prestigiosa universidad estadounidense del mismo nombre), muestra cómo algunos pastores evangélicos y sus iglesias, ahora con oficina en la Casa Blanca, han recibido un impulso vigoroso para promover una agenda ultraconservadora en América Latina.

Desde que Trump ganó la Presidencia en 2016, como lo revela esta investigación periodística transnacional, grupos cristianos fundamentalistas han conseguido organizar congresos continentales con centenares de religiosos y políticos invitados de toda América, abrir estudios bíblicos en gabinetes o congresos, impartir talleres a decenas de parlamentarios, unificar discursos y estrategias continentales, y batir récords en intervenciones ante los organismos multilaterales.

Les facilita su expansión el hecho de que fuerzas políticas evangélicas propias de la región hayan tenido conquistas políticas notables. Nueve presidentes, desde Duque en Colombia y Bolsonaro en Brasil, hasta Ortega en Nicaragua y López Obrador en México, han recibido respaldo electoral significativo de iglesias evangélicas en sus respectivos países.

El problema no es que estos movimientos religiosos avancen. Ellos, como todos sin importar si profesan un credo, ni cuál sea este, gozan de la libertad de promover sus valores dentro de las reglas de la democracia liberal.

Están en su derecho cuando tildan al Sistema Interamericano de Derechos Humanos de la OEA de andar “deconstruyendo” la moral cristiana, para usar las palabras de la senadora María del Rosario Guerra, del Centro Democrático. Podremos cuestionar su imaginación de gran inquisidor al decir que la Corte Interamericana de Derechos Humanos ataca el cristianismo, cuando en la realidad tomó medidas concretas para proteger el derecho de las parejas del mismo sexo a no ser discriminadas, o el derecho de parejas de usar inseminación in vitro para “fundar una familia”, o le permite a una mujer ponerle fin a su embarazo para salvar su vida. Y podremos criticar su incoherencia conceptual cuando al atacar el Sistema siguen el ejemplo de los regímenes tiránicos de Maduro y Ortega. Pero no podemos rebatir que su accionar no es legítimo.

Incluso el fundamento liberal de nuestras democracias les permite haber presentado como una obra original del uribismo la crítica a la supuesta “ideología de género” cuando se sometieron los Acuerdos de Paz a plebiscito, aun cuando sepamos que es un eslogan popular made in USAadaptado, como buena franquicia, en países distintos según las discusiones locales.

El riesgo para las democracias liberales no está en estos discursos, estemos o no de acuerdo con ellos. Está, sí, en las concesiones que les hacen gobernantes y políticos oportunistas latinoamericanos. Buscando con ahínco el apoyo de estos religiosos —que ahora traen doble beneficio: adentro los votos y afuera acceso a la Casa Blanca—, van imponiendo la agenda de una minoría sobre el interés público, y convierten así la preciada libertad religiosa en la libertad sólo de estos grupos.

En la práctica, esto significa que esos políticos dejan de proteger derechos de personas hoy en riesgo, como por ejemplo los jóvenes matoneados por sus compañeros por sus preferencias sexuales. Pero también, como lo reveló el especial, que presidentes nombran embajadores ante la OEA para representar los intereses de los fieles de un credo y no los del país, y diseñan una política exterior según la fe de unos fundamentalistas evangélicos que profetizan el fin del mundo desde la Casa Blanca.

María Teresa Ronderos

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