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El desconcierto de Europa

En una de las óperas mas curiosas y divertidas de  Rossini, "Il viaggio a Reims", una serie de ciudadanos de cada uno de los países europeos que pretenden viajar a esta ciudad francesa para una trascendental celebración principesca se ven retenidos en una posada y obligados a convivir porque carecen de caballos que les permitan realizar su viaje. Me parece que este libreto es una excelente metáfora avant la lettre de la situación de relativo desconcierto que vive actualmente la Unión Europea. Los países europeos no tienen más remedio que permanecer juntos en muchos esenciales aspectos sociales, culturales y económicos pero parecen incapaces de ir más allá y avanzar hacia objetivos más ambiciosos, aunque a la larga no menos necesarios. Por lo visto les faltan los imprescindibles caballos de proyectos comunes no meramente subsidiarios y de unas convicciones y valores democráticos compartidos.

Los cargos más relevantes de la UE indican claramente que nuestros Estados no están dispuestos a apostar por un liderazgo inequívocamente fuerte para la empresa común. Se ha preferido optar por figuras de perfil bajo y moderado, capaces de crear consensos…o de resignarnos a ellos. Y se establece como un axioma que los ciudadanos europeos no quieren configurar una Unión de perfil más enérgico y acusado. 

Para muchos españoles de mi generación, es difícil no considerar esta actitud como un confortable fracaso: una frustración. Los que fuimos jóvenes en la dictadura franquista teníamos un entusiasmo europeísta quizá ingenuo, resumido en el dictamen atribuido al filósofo Ortega y Gasset: “España es el problema, Europa la solución”. Pero realmente esta solución parece haberse quedado bastante lejos de las mejores expectativas depositadas en ella. Hoy comprendemos que sin duda Europa, la Unión Europea, es una solución, pero no cualquier Europa y cualquier unión sino una que reúna condiciones que ahora parecen seriamente comprometidas, cuando no definitivamente descartadas.

Sigo creyendo que la Europa que merece la pena es la que defiende y representa a los ciudadanos, no a los territorios; la que protege derechos políticos (también deberes, desde luego) y garantías jurídicas, mucho más que privilegios y esas hueras tradiciones que suelen encubrirlos frente al forastero; la Europa que mantiene la integridad de los Estados de derecho democráticos actualmente existentes frente a las disgregadoras reivindicaciones étnicas, siempre retrógradas y xenófobas; la Europa de la libertad acompañada de solidaridad, no cerrada ante quienes por persecución política o necesidad económica llaman a su puerta ni acorazada en sus beneficios, sino abierta: deseosa de colaborar, ayudar y compartir. La Europa de la hospitalidad racional.

Esta UE necesita unos europeístas militantes, capaces de contrarrestar a los políticos europeos cortos de miras. En todos los países – lo hemos visto en Chequia y otras naciones del Este, pero también en Inglaterra o Irlanda y hasta en Francia- surgen líderes y grupos nacionalistas, partidarios del proteccionismo riguroso hacia el exterior y del liberalismo extremo en el interior, con una mentalidad de auténticos hooligans de valores hipostasiados que se fijan como inamovibles en sus aspectos más excluyentes para dejar fuera de la fiesta a todo ese gran Otro al que temen. Es decir, europeos intransigentes sólo en lo que beneficia a sus estrechos (y muy cristianos, eso sí) intereses. Un integrismo que define las raíces europeas de un modo selectivo que privilegie la perspectiva más conservadora y excluyente de una tradición rica precisamente en la polémica de sus contradicciones.

Pero también existe otro peligro, el de la frivolidad de la buena conciencia multicultural que se opone al cristianismo excluyente, pero no en nombre del laicismo democrático, sino para abogar por otros dogmas religiosos que también se pretenden superiores a las leyes civiles e incluso a la versión occidental de los derechos humanos. La Europa deseable es aquella en la que las creencias religiosas o filosóficas son un derecho de cada cual pero no el deber de nadie y menos obligación general de la sociedad como conjunto. Un espacio político radical y consecuentemente laico –lo cual no quiere decir antirreligioso- en el que imperen las normas civiles por encima de cualquier consideración fideísta étnica o cultural y dónde haya una clara distinción entre lo que algunos consideran pecado y lo que todos debemos juzgar como delito. 

Una Europa cuyo espacio académico y universitario permita la movilidad profesional de estudiantes y profesores, pero cuya universidad no esté al servicio de intereses empresariales, de rentabilidad inmediata. La Europa del talento sin fronteras, no de las nóminas y el lucro. Sí, desde luego, necesitamos caballos que nos lleven pero también aurigas que sepan hacia dónde queremos ir. Yo creo que aún estamos a tiempo.

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