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El dedo y la luna · por Ilya U. Topper

Reseña sobre Caliente (Lumen, 2021) | Luna Miguel | 186 páginas | 17 euros |

“Cuando me rompió el corazón, decidí gastar parte de mis ahorros en una tienda de juguetes eróticos”. Así empieza su libro la poeta Luna Miguel (Alcalá de Henares, 1990), y continúa: “No sé cuántas veces pude masturbarme en las horas siguientes a que Antonio me anunciara que se había enamorado de alguien más”. Arranca así una reflexión sobre lo cerca que están deseo y dolor en nuestro imaginario, sexo y sufrimiento, excitación y violencia, trayendo a colación ejemplos de artistas, filmes, libros.

¿En nuestro imaginario, he dicho? En el mío no, desde luego. Dolor, tristeza y violencia me parecen el antónimo al sexo, una receta para bajarle a cualquiera toda excitación. Sé que no es así para todo el mundo —leo cosas—, pero me he preguntado siempre cómo se explica, por qué hay gente que encuentra placer sexual en la violencia, la que se ejerce o la que se sufre, por qué las ataduras dolorosas de una sesión de BDSM (sexo sadomasoquista con cuerdas) los consideran algunos y algunas como una liberación sexual. Si Luna Miguel se quiere meter en este laberinto de la mente, la seguiré encantado, a ver si damos con el punto exacto donde la evolución —¿o quizás la educación?— la lio parda; tal vez nos ayude a salir de ahí. Porque asociar sexo a violencia no es sano: es el caldo de cultivo del crimen de la violación.

Pero Luna Miguel apenas mete un pie, quizás un dedo gordo, en la puerta del laberinto e inmediatamente, antes de caer en el peligro de reflexionar, pasa a otro dedo. Al dedito que se hacen las niñas. El dedo que ilustra, con cierta insinuación coqueta, la portada del libro. Siguen páginas sobre la masturbación femenina, su refleja en obras de arte diversas, experiencias propias, un muestreo de respuestas de mujeres españolas y latinoamericanas, una muy abreviada historia del consolador, unas reflexiones sobre la vergüenza inculcada a las féminas en todo lo relativo al cuerpo. En los años ochenta habría sido un texto necesario. Cuarenta años más tarde nos falta una reflexión: ¿por qué se ha vuelto a hacer necesario? ¿Por qué hablamos de vergüenza del cuerpo si antes de nacer Luna Miguel, el nudismo en las playas españolas era más frecuente de lo que es hoy? Pero del nudismo no habla el libro: es como si no existiera. Quizás ya no existe. O quizás la autora no quiere hablar de lo que pasa hoy en nuestra sociedad, solo trata de componer una filosofía universal sobre el concepto del pudor.

De Luna Miguel esperaba una respuesta. Pero no: pasa rápidamente a la literatura de Anaïs Nin. En definitiva: no se moja

Otro berenjenal es la polémica creada hoy día por cierta corriente que se quiere feminista a la exposición de las obras de Balthus, ya saben, el pintor de niñas cuyas bragas a la vista han causado acusaciones de pornografía infantil. Alegra por una parte que Luna Miguel haga una defensa del arte —a ella le gusta Balthus— pero lo hace citando profusamente a Cristina Morales, lo cual es un recurso reiterado en todo el libro: la autora se dedica mucho más a recopilar lo que han dicho otras que a reflexionar personalmente; a menudo, sus propias conclusiones se condensan en una serie de aforismos separados por asteriscos, tipo: El placer femenino es una trampa del lenguaje. Asterisco. Por eso, el placer femenino existe. Asterisco. Y por eso, el «placer femenino» no existe. Asterisco.

Berenjenales no faltan: la autora aclara —’confiesa’ no sería la palabra— su consumo gozoso de pornografía (en vídeo), se hace refrendar por opiniones de otras chicas que también recurren a la estimulación visual, se pregunta brevemente si las escenas de violencia que abundan en el porno realmente reflejan su deseo, o el de otras chicas, como efecto de tener un erotismo marcado por abusos… pero me deja con la miel en los labios justo cuando espero un discurso crítico con el lema feminista simplificado de “abolición de la pornografía”. Era el momento de ir más allá que Aixa de la Cruz en semejante situación y plantear a qué exactamente llamamos pornografía, ¿a toda representación directa, descarnada, de sexo? ¿solo a aquella que es violenta o humillante para la mujer? ¿Podemos defender, bajo la justificación de “a mí me excita” un negocio multimillonario que explota sobre todo a mujeres y que, además, al normalizarla y venderla como producto atractivo, fomenta y promueve la violencia sexual contra la mujer? Pero también: ¿es denunciable el porno en dibujo animado o prosa que evidentemente se ha producido sin perjudicar a ninguna mujer? ¿es denunciable el porno visual que ofrece una imagen igualitaria y respetuosa del sexo? De Luna Miguel esperaba una respuesta. Pero no: pasa rápidamente a la literatura de Anaïs Nin, mucho más apta para hermosas reflexiones literarias. En definitiva: no se moja.

Por fin la autora ha accedido a la estirpe de las mujeres que son capaces de follar con alguien que no sea su novio

Nos queda claro, eso sí, que Luna Miguel no participa de la corriente que bajo la bandera de un supuesto feminismo inspirado en la patriarquista Andrea Dworkin se dirige contra todo lo que sea erotismo, atracción sexual entre hombres y mujeres, juego de seducción, considerándolo herramienta patriarcal de sumisión de la mujer. Más bien encaja en lo que en Estados Unidos llamaron el feminismo sex-positive. Que es algo que todas y todos podríamos abrazar, si no fuera porque ese movimiento ha derivado hacia una enardecida defensa de todo lo que es negativo en el sexo, desde las prácticas de sufrimiento hasta la comercialización del sucedáneo sexual que es la prostitución. Citar profusamente a Gabriela Wiener para defender el amor de pareja abierta tiene cierto regusto feo para quien haya leía el furibundo ataque de Wiener contra las feministas que se oponen a legalizar la prostitución, diatriba que eleva el negocio del proxenetismo a derecho de las putas. Quizás sea el mayor acierto del libro que Luna Miguel no dedica ni una palabra a la cuestión de si fingir sexo a cambio de dinero es algo deseable. Evita el tema cuidadosamente hasta cuando habla de Virginie Despentes.

El amor de pareja abierta, el fin de la monogamia: ¿era eso al final el tema del ensayo? En el último tercio del libro, uno pensaría que sí, porque por fin retoma el tema del tal Antonio al que le gustaba otra y tras más merodeos que los de una novicia de convento en un filme de Garci, un beso de madrugada en Malasaña desemboca semanas después en un polvo con un colega, acto de suprema relevancia que certifica que por fin la autora ha accedido a la estirpe de las mujeres que son capaces de follar con alguien que no sea su novio.

En serio. Asterisco. Y uno se pregunta si este libro se ha escrito de verdad en el siglo XXI. Asterisco.

Pienso en toda una generación de amigas mías que nacieron al morir Franco, y que han follado con más chicos de los que recuerdan, antes, durante y después de echarse novio. Pienso que a ellas, la escena en la que la autora-narradora se levanta de la cama del colega, recién convertida en mujer no monógama, y se va corriendo a casa para ponerse al ordenador y contarlo, les parecería un cansino remake del chiste de Ava Gardner y el torero. Pienso que el libro les sonaría a escrito en otra época. Si no fuera por ese esforzado intento de acreditarse como abanderada de la posmodernez lingüística, escribiendo a ratos “les hijes” y “nosotrxs”. Inciso: por favor, usted, señora, que es poeta y sabe que los poemas se escriben para ser leídos en público, cómo pronunciará en el próximo recital el antepenúltimo verso de la página 120? ¿”El sexo de lequis otrequis”? ¿”El sexo de lkss otrkss?” “¿El sexo de los y las otrosás?” Pero lo peor de la posmodernez no es eso. Miren que yo soy el primero en recriminarle a Eve Ensler que nos añada confusión anatómica al confundir la boca con el esófago y la vagina con el coño, y pienso que es sintomático para la triste influencia de la pudibundez victoriana sobre el feminismo mediterráneo… pero ¿tránsfoba Ensler por hablar de vulvas? ¿A esto hemos llegado?

No, una antología de aforismos colocada alrededor de párrafos con nombres de escritoras, preferiblemente incluyendo un “cuando me dedicó su libro”, no se convierte en feminista porque se espolvorean encima unas cuantas frases recurso del seudofeminismo moderno sobre las mujeres obligadas a “escribir como hombres” para no ser rechazadas por los “críticos macho”. Cuando Luna Miguel sabe perfectamente que ningún editor habría publicado hoy un ensayo de un hombre de treinta años derivando reflexiones literarias de una descripción de cuántas pajas se hizo al dejarlo la novia. Lo que vende aquí es lo que promete el dedo en la portada. Pero al lector le señalan el dedo y mira a la Luna.

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