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Retrato de Antonio José Ruiz de Padrón en el Cabildo de La Gomera, obra del pintor canario José Aguiar. FRAN VILLALBA

El cura canario liberal que derribó la Inquisición en España

La Gomera reivindica en el bicentenario de su muerte la ignorada figura de Antonio José Ruiz de Padrón, autor del dictamen que aprobaron las Cortes de Cádiz para abolir el Santo Oficio en 1813

Un turista con cara de interrogante asoma la nariz en el zaguán de una casa situada en una calle principal de San Sebastián de La Gomera. Es un inmueble de dos plantas en cuyo patio hay un árbol del paraíso y mangos. El piso superior presenta la típica galería canaria, de madera de pino, en marrón chocolate. El turista se va sin darse cuenta de que en la fachada hay una placa: “En esta casa nació el 9 de noviembre de 1757 Antonio José Ruiz de Padrón, sacerdote ilustrado, político liberal y contertulio de [Benjamin] Franklin”. Sí, Franklin, el inventor del pararrayos o las lentes bifocales y uno de los padres fundadores de Estados Unidos. Continúa el texto: “Fue diputado de las Cortes de Cádiz de 1812, donde contribuyó decisivamente a la abolición de la Inquisición”. Nada menos. Un hombre de firmes convicciones y vida novelesca, apenas conocida por el gran público, cuya figura ha reivindicado con varios actos su isla natal coincidiendo con el bicentenario de su muerte.

La Gomera de Ruiz de Padrón era una sociedad subdesarrollada, aunque su familia pertenecía a la clase media. Tuvo un hermano también religioso y una hermana monja. Desde niño destacó por sus aptitudes, por lo que el párroco de San Sebastián recomendó a su familia que lo enviara a formarse al convento franciscano de La Laguna (Tenerife). “Dejó muy joven San Sebastián, aunque su padre no estaba convencido de que se marchase”, dice la alcaldesa de esta localidad, Angélica Padilla, al periodista de EL PAÍS, que visitó la villa en un viaje organizado por el Ayuntamiento.

“En La Laguna vieron que tenía mucha curiosidad intelectual; aprendió latín”, afirma delante de la casa natal Ciprián Rivas, quien dirigió en septiembre en San Sebastián un seminario con motivo del bicentenario del fallecimiento de esta figura. “Ha sido una de las actividades con las que queremos darlo a conocer más”, agrega la alcaldesa. Padilla señala que están en conversaciones con la familia propietaria de la casa para que un pequeño local anexo abra “como espacio para difundir su trayectoria”.

Ordenado sacerdote en 1781, “participó en la Sociedad Económica del País de Tenerife, un grupo de ilustrados”, cuenta por teléfono José Ignacio Algueró Cuervo, doctor en Geografía e Historia por la UNED y autor de una reciente biografía del cura gomero, En el bicentenario de la muerte de Ruiz de Padrón. Una oportunidad para reconocer y perpetuar su legado. “Conoció cenáculos en los que se criticaba con dureza a la Inquisición”, añade Rivas. Sin embargo, llama la atención que el franciscano entrara en el Santo Oficio en 1787. Él mismo diría en una carta que fue para “conocer y derribar para siempre” lo que calificaba como “obra de tinieblas”. “No hay ninguna firma suya en expedientes de la Inquisición”, apunta Algueró. Como la solicitud de ingreso se le concedió durante su estancia en América, no le dio tiempo a ejercer de inquisidor.

En cualquier caso, se le había quedado pequeño el archipiélago y, tentado por un tío fraile que vivía en un convento de La Habana y enviaba dinero a la familia, se animó a partir en 1785 para reunirse con él. “Sin embargo, una tormenta desvió la nave y acabó llegando a las costas de Pensilvania”, añade el historiador. Uno de los capítulos brumosos de su vida es cómo aparece en las tertulias que organizaba en Filadelfia Benjamin Franklin (”hombre inmortal por su filosofía y ciencia diplomática”, dirá de él).

“Alguien debió de presentarlo e introducirlo en ese ambiente”, señala Manuel Hernández González, catedrático de Historia de América de la Universidad de La Laguna. También fue contertulio de George Washington, que poco después sería el primer presidente de Estados Unidos. Ambos personajes “le plantearon objeciones a sus creencias, incluida la Inquisición, aunque esto lo sabemos solo por su propio testimonio”, apunta Algueró.

El canario, animado por Franklin, pronunció un sermón en una iglesia de Filadelfia. Es un episodio clave en su trayectoria porque defendió que debían ser los obispos quienes velaran por la pureza del catolicismo y no un tribunal que emplea la violencia. Lo indudable es que aquellas compañías liberales influyeron en su pensamiento sobre el Santo Oficio. “Defendía la tolerancia religiosa y la convivencia con los no católicos”, añade Hernández. Aquel sermón, traducido al inglés, “ayudó además a expandir la feligresía católica en la zona”.

Tras cuatro años en Filadelfia, Ruiz de Padrón llegó a Cuba, en un momento de revueltas de esclavos. “Al parecer, participó en la elaboración de pasquines pidiendo la abolición de la esclavitud”, subraya Algueró. No debía de sentirse muy seguro, así que decidió volver a España. En Madrid se desilusionó porque vio lo alejada que estaba la Iglesia de lo que él pensaba. Logró, eso sí, entre un centenar de aspirantes, la plaza de abad en la localidad orensana de Vilamartín de Valdeorras. Allí lo recuerda un monolito, entre otras razones, por construir un canal para mejorar el regadío, que aún hoy puede verse. Era el año 1808, el de la invasión francesa, de la que condenó el “infame vandalismo”.

Algueró destaca que en Vilamartín “se convirtió en un líder de la oposición [a los franceses], pero mantuvo sus principios religiosos”. Así, cuando fue nombrado director del hospital para atender a los heridos, defendió que también había que acoger a los galos. “Decía que no eran asesinos, sino soldados que obedecían. Lógicamente, no gustó en el pueblo”.

Cuando en plena contienda, la Junta Central, formada por representantes de las provincias, convocó Cortes en Cádiz, que abrieron en septiembre de 1810, Ruiz de Padrón, pese a vivir en Galicia, fue elegido por las denominadas islas menores canarias (Lanzarote, Fuerteventura, El Hierro y La Gomera). Un reconocimiento a su renombre y ascendencia.

Tras aprobarse la Constitución el 19 de marzo de 1812, consciente del momento histórico, escribió a su hermano: “Hasta aquí no hemos sido nación, sino un rebaño de bestias, gobernado por déspotas y tiranos”. Como diputado defendió la abolición del voto de Santiago, un impuesto que los campesinos de Galicia, León y parte de Castilla pagaban en especias al arzobispado compostelano. Su propuesta legislativa fue aprobada por 85 votos contra 28. “Eso le hizo ganar mucha inquina y que en la Iglesia se lo considerara un traidor”, señala Hernández, autor del estudio De las Cortes de Cádiz al Trienio liberal, sobre la labor del canario como diputado.

El cura quiso ir mucho más allá y dio la campanada cuando redactó un dictamen para la abolición del Santo Oficio por ser contrario a la Constitución: “Cuán diferente es el espíritu de la Inquisición del espíritu evangélico (…)”. “Es un yugo insoportable”. Frente a la inveterada persecución de los herejes, propugnó que debían emplearse con ellos “la persuasión, la suavidad, la predicación (…)”. Puede imaginarse la escandalera que generó un religioso que aseveraba: “La Inquisición es enteramente inútil en la Iglesia de Dios”; “Ha patrocinado la superstición, mira con odio la libertad de imprenta”; “Mientras subsista este sombrío tribunal, la España estará condenada a una perpetua ignorancia”.

Su propuesta suscitó uno de los debates más reñidos de las Cortes. Sin embargo, después de tres siglos (había sido creada en 1478 por los Reyes Católicos) se abolió la Inquisición el 22 de febrero de 1813 por 90 votos contra 70. Su discurso se publicó de inmediato y se traduciría al inglés y al francés.

Con el fin de la guerra y la vuelta de Fernando VII, en mayo de 1814, se decapitó el periodo constitucional y se reinstauraron el absolutismo y la Inquisición, aunque esta ya no tendrá la fuerza de antes. El obispo de Astorga, Manuel Vicente Martínez, “un cobarde que había huido a Portugal tras la Constitución”, señala Algueró, abrió proceso eclesiástico contra Ruiz de Padrón, que había regresado a Galicia. Apresado, fue enviado al seminario de Astorga (León), donde permaneció incomunicado varios meses. Se le despojó de sus bienes. Su situación y los fríos lo hicieron enfermar. Todo puede ir a peor: en noviembre de 1815 fue condenado a reclusión a perpetuidad en el convento de Cabeza de Alba, en El Bierzo.

En un proceso con flagrantes irregularidades se lo acusó “de ser liberal, de no tener crucifijos en casa, de usar términos cultos para el pueblo…”, subraya Algueró. Tras una batalla de recursos, la Chancillería de Valladolid ordenó que se lo liberara, lo que sucedió en octubre de 1816. No fue hasta febrero de 1818 cuando un juez de Salamanca revocó el auto que lo había condenado y calificó ese proceso de “intempestivo (…), injusto, desarreglado y no conforme a derecho”. Y ordenó su “plena libertad y el disfrute de sus rentas”. “Aunque no llegó nunca a recuperarlas”, apunta el profesor Hernández.

Tras una breve etapa como diputado en las Cortes del Trienio Liberal (1820-1823), en el que volvió la Constitución de 1812, fue nombrado para un puesto en la catedral de Málaga, donde además podría disfrutar del clima benigno. Sin embargo, su mala salud le impidió tomar posesión y volvió a Vilamartín.

En Galicia vivió sus últimos meses, en situación económica angustiosa, que detalló en una carta a su hermana llena de patetismo: “Será necesario vender algún mueble, si hay alguien que lo compre. A esta extrema miseria hemos llegado a la vejez, después de mil trabajos, padecimientos (…), persecuciones, tormentos, prisiones, destierros, y todo género de infamias que me han hecho sufrir en la ingrata patria”.

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