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El capitán y el laicismo

El capitán dio la orden y el batallón, quieras o no quieras, se arrodilló para ser bendecido nada menos que ante la Cruz de Cuelgamuros. Al de las tres estrellas le va a caer una reprimenda por ser una «actividad no programada». O sea, que si la hubiera programado quizás ningún problema. Como programadas están los cientos de celebraciones religiosas donde compañías de militares son más protagonistas que el Santo que viene detrás. Dicen que la tradición, los gustos populares, la conveniencia de hacer presente al ejército… aconsejan no introducir demasiadas innovaciones en esta cuestión. La mezcla de los capirotes, la legión desfilando, los penitentes descalzos y las señoras con mantilla, resulta realmente atractiva para los antropólogos pero difícil de entender para cualquier extranjero educado bajo el signo de la Ilustración. Por supuesto que la creencia religiosa o no religiosa merece todo tipo de respeto, pero en este país seguimos teniendo dificultades para diferenciar lo que forma parte de lo privado de lo que es el espacio público. Es comprensible la confusión del capitán. No hay más que ver la cantidad de representantes públicos, desde presidentes de diputaciones a alcaldes y concejales, que desfilan detrás de las peanas, ocupando el lugar de autoridad y con la banda cruzada sobre el pecho, para hacerse más reconocible. Y además, oportunamente, se hacen fotos y fotos en actitud beatífica, con las que presumen en las redes y en las web institucionales. Es que no se pierden una procesión o una romería. Confesados y comulgados, supongo. No van a título personal y privado. Lo hacen como cargos públicos, de esos que se supone representan a toda la ciudadanía. Y lo hacen en un Estado que no es confesional y que por no serlo se supone que mantiene su neutralidad ante el hecho religioso. Paradójicamente, cuando menor es la práctica religiosa de los españoles más fervor religioso se observa en los políticos. Sin ningún pudor.

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