Un año más nos encontramos inmersos en el llamado “Espíritu de la Navidad” que, contrariamente a lo que podríamos pensar, tiene más de material que de espiritual pues cada vez es mayor la incitación al consumo en detrimento de lo religioso.
En estas fechas bajo la envoltura del “buenismo” que impregna el ambiente se nos cuelan mensajes edulcorados con una fuerte carga ideológica sustentada en la irracionalidad y carente de sensatez. Podríamos decir que los cristianos han hecho realidad la profecía de Isaías: “Oíd con vuestros oídos, pero sin entender; mirad con vuestros ojos, pero sin comprender”.
Un elemento destacado en estas fechas, es la tradición católica del Belén -también llamado “nacimiento”, “pesebre” o “portal”- que representa el nacimiento de Jesucristo y cuyos inicios se atribuyen a San Francisco de Asís en 1223. Esta costumbre se ha extendido hasta el punto de estar presente en la mayoría de los hogares, aunque en los últimos años le ha salido un importante competidor en el “árbol de Navidad”. Es un ritual muy extendido que las familias visiten los puntos de las diferentes localidades donde se exponen este tipo de representaciones dirigidas especialmente a la población infantil.
En el Belén se representa uno de los baluartes del cristianismo, la familia; nada menos que a la “Sagrada Familia”, integrada por el “Niño Jesús”, la “Virgen María” y “San José”. Si nos aproximamos a la misma sin dejarnos seducir por el discurso superficial e infantil al uso, nos daremos cuenta que estamos ante una “extraña familia” en la que nadie es lo que parece. Por ello resultan chocantes los mensajes de algunos obispos despotricando de cualquier alternativa a “su familia estándar”, tanto en lo referente a sus componentes como a los diferentes métodos de acceder a la paternidad. En fin, “ver la paja en ojo ajeno y no la viga en el propio”. Solo tendrían que mirar y ver las peculiaridades de la familia a la que adoran y que nos muestran como ejemplar.
No se trata de hacer una exégesis de las sagradas escrituras, sino de analizar y contrastar las circunstancias peculiares de estos personajes a la luz del propio conocimiento que de ellos se tiene a nivel popular y señalar los aspectos menos ostensibles y edificantes del relato.
Sin duda el personaje estrella de este cuadro es el bebé, que en realidad es Jesucristo, o sea, la forma humana del trino Dios cristiano (aunque para otros solo sea un profeta más).
Las circunstancias que rodean la fecundación, el embarazo y parto de esta criatura es toda una antología del disparate, que me eximo de comentar por ser ampliamente conocida. Solamente señalar que al coincidir en el mismo “Ser”, el dios-padre y el hijo-de-dios, resulta que “el hijo es su propio padre”. Nos queda la duda si durante el desarrollo embrionario mantuvo sus capacidades divinas o quedaron en suspenso, ya que los textos sagrados no dicen nada al respecto.
El siguiente personaje en relevancia es la madre de la criatura, la virgen María. La simpatía y devoción que genera es de tal envergadura que dos mil años después de su supuesta existencia, se le siguen concediendo medallas y nombramientos honoríficos gracias a sus supuestos méritos, sin que gobernantes y jueces españoles del siglo XXI encuentren nada irracional en estos hechos.
Según se nos cuenta, María que estaba prometida o casada (las fuentes no se ponen de acuerdo) con José, fue elegida por Dios para ser la madre de “su hijo” que era otra apariencia de sí mismo, por lo que quedó “embarazada de Dios y por Dios”. Hecho del que ella estuvo ajena hasta que fue informada por un emisario divino en forma de “Ángel”. Circunstancia que pone en evidencia el abuso de poder y la poca consideración por parte del Dios-Padre al elegir a una mujer comprometida para preñarla y utilizarla, sin previo acuerdo, como “madre de alquiler”. Quizás sea casualidad pero resulta curioso que los poderosos terrenales, llámense reyes, duques, condes o terratenientes se convirtiesen en imitadores en el uso del poder, salvando las diferencias en cuanto a fines y medios, instaurando el tristemente famoso “derecho de pernada”.
En todo este embrollo reproductivo destaca la ausencia de sexo, lo que sirve de argumento a la iglesia para aleccionar a sus fieles en la procreación como fin del matrimonio y en modo alguno el disfrute sexual de los contrayentes.
El resultado fue el nacimiento de un hijo divino, pero ilegitimo, al que llamó Jesús (aunque existen escritos en los que se afirma que tuvo cuatro varones más y algunas hijas con José, no sabemos cómo pudo ocurrir dada la permanente virginidad de María).
En síntesis lo que observamos, si le quitamos la pátina sacra, es una mujer que sin tener sexo con varón alguno, queda misteriosamente embarazada de “alguien” que no es su esposo. No se puede decir que hubo adulterio por parte de María, sino más bien una “extraña inseminación” divina, de la que fue informada tras los hechos consumados.
Finalmente tenemos a José, en el papel de padre adoptivo. Personaje que, a pesar de verse inmerso en la paternidad sin haber tenido conocimiento carnal, se nos muestra aceptando resignadamente los acontecimientos y las “explicaciones” del relato. Y todo ello en un contexto de sometimiento de la mujer al varón. ¡Quizás la relevancia del agente implicado en el embarazo de su esposa tuviese algo que ver!
En todo este asunto interesa destacar que estamos ante un relato en el que se violan principios físicos y biológicos, que cualquier persona por poco instruida que esté puede detectar fácilmente. Sin embargo sigue aceptándose como cierto, o al menos sin cuestionarse, por millones de personas. ¿Por qué?
Antonio Pintor Álvarez
Médico jubilado.