El alcalde rige una institución no confesional y, si se debe a todos los bilbaínos, su gesto saltatriz pone en entredicho dicho compromiso. Está colocando sus creencias religiosas individuales por encima de su compromiso democrático y político
Vivimos en un país en el que no hay día en que sus dirigentes políticos no nos asombren con una alguna chuminada confesional católica. La mayoría de los representantes políticos de este país desconocen la existencia del carácter no confesional que debe adornar las decisiones de las instituciones públicas.
La participación de los poderes públicos en las tradiciones y costumbres religiosas de este país colisiona con uno de los principios básicos de esta democracia: el carácter no confesional del Estado.
No se trata de cortar de cuajo dichas tradiciones y costumbres, sino de encajarlas en el nuevo marco institucional que propone la constitución. Una constitución, queramos o no, afecta a todos los ciudadanos, cosa que no sucede con las tradiciones y costumbres religiosas que solo incumben a una parte de la sociedad. Del mismo modo que la ley está por encima de lo que dictamine la propia conciencia, la constitución lo está respecto a esas tradiciones y costumbres. La ley obliga a todos; la tradición, no. La primera es de cumplimiento universal; la segunda, solo de un modo voluntario.
Se comprende que una parte de la sociedad sea reacia y no acepte este cambio de perspectiva. Afecta, desde luego, a sus creencias de toda la vida, a algo que vienen haciendo ininterrumpidamente de forma ritual y rutinaria desde niños. Se pueden cuestionar dichas creencias y pedir que tales tradiciones desaparezcan. A mí me gustaría que se integrasen en el marco que establece la constitución desde el respeto al pluralismo ideológico y confesional de la sociedad.
En este contexto, el papel que juegan los ayuntamientos es fundamental. De ellos depende que esta nueva adaptación a la realidad aconfesional del Estado se haga sin enfrentamientos y sin traumas. Los ayuntamientos son por principio constitucional aconfesionales y no deben tomar partido o representación institucional en beneficio de una confesión religiosa determinada, pero pueden ayudar a que las tradiciones y costumbres religiosas encajen sin estridencias en el marco específico que les corresponde.
Una tendencia que no parece vislumbrarse en el carácter político-confesional del nuevo alcalde de Bilbo, Juan Mari Aburto, quien por «amor y devoción a la amatxu de Begoña y por un importante compromiso emocional con el pueblo, bailará el aurresku ante la imagen de la virgen Begoña» (“Deia”, 25.7.2015). Y lo bailó, claro. De un modo rígido y acartonado, cierto, pero lo bailó.
No se entiende bien que un alcalde aunque sienta «un importante compromiso emocional con el pueblo», tenga que traducir dicho compromiso en un acto confesional religioso. Porque la naturaleza de un acto confesional religioso –sea el que sea–, reduce las dimensiones de dicho compromiso con ese pueblo, pues este no es monolítico ni uniforme en materia de creencias religiosas.
Bailar un aurresku ante una imagen religiosa es un acto confesional religioso católico. No parece muy aconsejable que lo practique –no debería–, una autoridad política, pública, regidor de un municipio y de una ciudad donde convive una pluralidad confesional innegable y a la que aquel dice que representa. El alcalde puede bailar los aurresku que le apetezca y le pida el cuerpo. El problema está en el significado que otorgue a su gesto. Cuando lo perpetra por una exigencia religiosa, comete delito confesional. Considérese que la esencia religiosa del aurresku es inexistente. El alcalde lo ha instrumentalizado con un fin religioso, explotando la vena emocional de una parte del pueblo de Bilbao, esa que suspira por su amatxu y su basílica de Begoña.
La metafísica jamás concita la unanimidad de todos, porque no tiene un fundamento consistente, físico, empírico. Bailar ante la imagen de alguien que dicen que es la madre de Dios estará bien para quien crea ver en ese gesto lo más sublime. Pero hay otra gente, que también forma parte del pueblo que no ve en esa imagen nada de particular, por no decir que solo ve un fetiche religioso y en dicho acto una manifestación supersticiosa más, mantenida por la elite hechicera de la Iglesia católica con el consentimiento del poder civil.
El alcalde se ha dejado llevar emocionalmente por la parte del pueblo que se siente emocionado ante la imagen de la amatxu de Begoña. El alcalde ha marginado a esa parte de Bilbao que no cree en estas manifestaciones confesionales, sea porque tiene otras creencias metafísicas o porque no tiene ninguna.
El alcalde tendría que ser consciente de que se debe a la ciudadanía de Bilbao y no solo a quienes creen en la amatxu como madre de Dios. Quizás, sea, precisamente, ese componente emocional del que se siente feliz portador el que se lo impida. Lo mismo habría que decir de los concejales del PNV, PSE y PP que asistieron como claque metafísica a dicho acto y son tan culpables como el propio alcalde de este irredento confesionalismo católico.
El alcalde rige una institución no confesional y, si se debe a todos los bilbaínos, su gesto saltatriz pone en entredicho dicho compromiso. Está colocando sus creencias religiosas individuales por encima de su compromiso democrático y político que, en la materia que nos ocupa, está desligado de cualquier matiz confesional.
Es un gesto elogioso que el alcalde a su edad y en posesión de un generoso abdomen haya aprendido a bailar el aurresku, recibiendo clases particulares en el despacho del ayuntamiento –curioso lugar para aprender a bailar–, durante varios días y con clases gratuitas, suponemos. Ahora, solo falta que, cuando saque provecho de ese aprendizaje, lo haga despojándolo de cualquier esencia confesional.
Lo que parece que no sucederá jamás. Sus palabras en el acto en que se consagró como dantzari ocasional, volvieron a apoyar su comportamiento en el tópico manirroto al que se agarran quienes no tiene otro argumento: «los pueblos tienen tradiciones y éstas forman parte del pueblo». Amén.
Luego, inopinadamente, pidió «respeto tanto para quienes han asistido a los actos organizados con motivo del Día de la Virgen en la Basílica de Begoña como para quienes no están».
Paradójicas palabras, porque el único que no cumplió con dicho respeto fue el propio alcalde. De hecho, así se lo hicieron ver los miembros de EH-Bildu, Udalberri y Ganemos con el gesto impagable de no asistir al acto. Y no lo hicieron porque son concejales, es decir, representantes públicos de la ciudadanía.
Si el alcalde considera que tiene el derecho y el deber de representar las creencias de un pueblo, tendría que pensar que la única manera de hacerlo sería no asistiendo a ningún acto de carácter confesional, con aurresku o sin él. O, si lo hace en clave confesional, disolverse anónimamente en la masa emocional del pueblo, que es mucha masa y produce mucha emoción.