El escritor Javier Marías abandona su colaboración en El Semanal, dominical que se distribuye con los periódicos del Grupo Correo porque ha sido censurado. Explicación de Javier Marías
Mis razones para abandonar el dominical del Grupo Correo(Javier Marías).- A partir del domingo 22 de diciembre de 2002 ya no aparece, en la revista, mi habitual colaboración desde hace casi ocho años,que en los últimos tiempos llevaba el epígrafe Reino de Redonda. El motivo y la historia son los siguientes: [sigue]
A raíz de dos artículos de mi vecino de página Arturo Pérez-Reverte, Duke of Corso, sobre la Iglesia Católica (el primero, en el mes de agosto, se tituló «Beatus Ille»; el segundo, en septiembre, «Resentido, naturalmente»), yo escribí uno sobre el mismo tema y sobre las religiones en general, que
titulé «Creed en nosotros a cambio». Esa pieza, la número 398 desde el inicio de mis colaboraciones fijas en El Semanal, debería haber aparecido el 6 de octubre de 2002. No fue así porque los responsables del dominical la censuraron y dijeron que no se podía publicar. Al saberlo, mi reacción inmediata fue renunciar a mis olaboraciones.
Al día siguiente, El Semanal me propuso una solución posible: el artículo no saldría de momento porque los ánimos estaban muy soliviantados con los dos de mi vecino Pérez-Reverte (los de lectores varios, los de algunos
directores de periódicos que distribuyen El Semanal -en particular, al parecer el Diario de Navarra-, los de alguna gente «de arriba», es de suponer que accionistas), pero sí más adelante, cuando esos ánimos se
hubieran calmado. Acepté la propuesta, con la condición de que la demora no fuera excesiva. Se acordó dejar pasar las Navidades. El artículo censurado
se publicaría el domingo 12 de enero de 2003. Ese fue el trato y yo seguí con mis colaboraciones.
Pero ahora, cuando esa fecha acordada se iba acercando, los responsables me comunicaron que el artículo en cuestión tampoco iba a salir en esa fecha. De
tal manera que, a la censura del artículo (ya para mí inaceptable), se unía el incumplimiento de un trato. Es evidente que no se me dejaba otra opción que poner fin a mis colaboraciones. Lo he hecho con pena: han sido 409 artículos, de los cuales vieron la luz 408; han sido casi ocho años de presencia semanal en esa revista.
También lo he hecho con amargura: siempre la provoca tener que irse de un sitio por culpa de la censura (que, entre otras cosas, es algo ilegal en nuestro país); más aún si dicha censura se ejerce contra una opinión personal acerca de la Iglesia Católica y de las religiones, como si aún estuviéramos bajo un régimen confesional, y como si no hubiéramos padecido durante demasiados años censuras de la misma índole, todos y cada uno de los habitantes de nuestro país.
Un último artículo de despedida de la revista no era posible: nadie me aseguraba que yo pudiera contar, ni siquiera insinuar, las razones de mi adiós. Vaya éste desde aquí, aunque parcialmente, con mi gratitud hacia todos los lectores de esa revista que me han acompañado o soportado durante
tantísimos domingos, y también hacia mi compañero Captain Sadwing. Combatir a su lado fue un placer. No me parece inoportuno permitir aquí la lectura del artículo de la discordia, que no vio nunca la luz y que ha sido la causa
indirecta de mi despedida de El Semanal.»
El artículo censurado por el Grupo Correo
Creed en nosotros
(Javier Marías).- Mi arrojado vecino el Duque de Corso se ha topado con la Iglesia últimamente, o más bien con sus beatas y monaguillos más coléricos.
Durante semanas he asistido a la furia de los lectores, bien representada aquí en la sección de cartas, y luego he leído, hace dos domingos, el eco que se hacía Pérez-Rafferty de las que no han visto más luz que la de sus
fatigados, hartísimos ojos («Resentido, naturalmente», tituló su columna).
No pretendo terciar, cada cual libra las batallas que elige y al Capitán Sadwing no le hace falta ayuda en las suyas, ya pega mandobles y suele cargarlos de razón, encima. Pero la larga escaramuza me ha llevado a
reflexionar un poco (no suelo: encuentro el tema carente de todo interés) sobre esta Oficial y Privilegiada Iglesia de nuestro país, aconfesional país en teoría. Y, de paso, sobre mi relación con ella y con las religiones en general.
Y lo primero de que me he dado cuenta es de que difícilmente me habría yo visto metido en una como la que le ha anegado el buzón a Corso, por una sencilla razón, a saber: la Iglesia Católica me trae tan sin cuidado; espero tan poco de ella en cualquier terreno (en el intelectual, en el social, en
el humanístico, en el de la consolación, en el compasivo, en el de la inteligencia, no digamos en el comprensivo); y, en suma, la considero tan ajena a mis inquietudes y preocupaciones, y tan lerda en sus argumentos e
interpretaciones, y tan afanosa en sus influencias y sus bienes seculares (tanto en el sentido de los muchos siglos como en el de mundanales), que apenas presto atención a lo que dice, propone, manda, predica, condena o
prohíbe. En realidad los católicos más indignados deberían agradecerle a mi vecino artúrico que se haya tomado la molestia de dedicar unos pensamientos
y líneas, y por tanto de dar cierta importancia, a institución tan apolillada y necia. «Necio» significa «que no sabe lo que debía o podía saber», esto es, el que ignora con voluntad de ignorancia.
La Iglesia, cómo explicarlo, es para mí una de esas cosas que cuanto más lejos mejor. Ni siquiera quisiera rozarme con ella para combatirla, porque
uno acaba siempre en el cuerpo a cuerpo y hay contrincantes que lo
contaminan a uno con su solo contacto, aun si acaba derrotándolos. Esa Iglesia no me atañe, excepto cuando invade territorios políticos (y claro,
eso sucede a menudo), o abusa del dinero de los contribuyentes (y eso ocurre cada año), o impone sus ortopédicos e intolerantes criterios fuera de sus jurisdicciones (y eso lo intenta sin pausa). Tuve una abuela y una madre muy religiosas, y tengo un padre creyente, pero para mi suerte fui a un colegio laico y mixto en tiempos en que éstos estaban prohibidos (ya he contado aquí cómo los chicos y chicas corríamos a cambiarnos de aula cuando aparecían inspectores franquistas), y mi contacto con curas fue en la niñez casi tan
escaso como más tarde (he procurado que fuera nulo). No dudo de que los haya estupendos, y también monjas: en todo colectivo o gremio hay gente
admirable, o eso creo optimistamente: los que AP-R llamó «la fiel infantería», los que de verdad ayudan sin ayudarse de paso a sí mismos, los
que ni siquiera -pero estos no sé si existen- hacen proselitismo a cambio.
Lo malo es que a esos se los ve poco por aquí, fuera de hospitales y residencias de ancianos. Tal vez estén la mayoría en sus perdidas misiones,
en el África, en Sudamérica, jugándose a menudo el cuello. Los que aquí llevo viendo mi vida entera, en persona (pese a todo, unos cuantos) o en los medios, son, cómo decirlo, individuos que jamás van de frente. Y cuanto más
alta la jerarquía (vaya ejemplares los obispos vascos; bueno, los obispos peninsulares casi en pleno), más esquinados y oblicuos, más manipuladores,
más melifluos y más falsos.
¿Saben cuál es el principal problema de esa religión y de cualquiera, incluidas las sectas engañabobos que proliferan tanto? Que, por su definición y esencia, jamás actúan desinteresadamente. Siempre hacen proselitismo (lo llaman «apostolado»), siempre esperan conseguir algo a cambio de sus supuestos favores, enseñanzas, consuelos o buenas obras.
Cualquier religión, así, me merece en principio desprecio, porque va siempre a captar clientes, aunque ellas los llamen «fieles» o «acólitos», no sé si no son peores estas dos palabras: la segunda, fíjense, significa etimológicamente «los que siguen o acompañan». Esto no quiere decir que, tal como ha ido el mundo, las religiones no haya que conocerlas, saber de ellas.
Sin ese conocimiento nadie entendería nada, de la historia pasada ni de la presente. Y cómo no va a ser comprensible (quizá hable otro día de eso) la
larga necesidad de los hombres de pensar en un Dios o en unos dioses. Pero ese es otro asunto: el Dios o los dioses -su idea- poco tienen que ver con las Iglesias; y si bien se mira, éstas son casi la negación de aquéllos.
Porque, ¿hay acaso alguna que no dé órdenes y no legisle, que no influya en las vidas de sus creyentes y no aspire a controlarlas, que no prohíba y no
manipule y no amenace y no castigue y no atemorice, y que no saque provecho?