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El apóstata en el Islam

Navegando sin rumbo por internet voy a dar azarosamente a la página webislam, donde, para amable sorpresa, leo lo siguiente: “La idea de que el islam prescribe la pena de muerte para aquellos que abandonan el islam es uno de los malentendidos más lamentables y persistentes sobre la jurisprudencia islámica”. El autor del texto prosigue altivo su razonamiento hasta concluir que las libertades de “religión” y de “conciencia” son consustanciales a la religión de Mahoma.
 

Dado que los fieles de Alá superan hoy en número a los de cualquier otra confesión religiosa, que en Europa occidental viven decenas de millones, y que cierta armónica convivencia con ellos es necesaria, además de justa, querría, al socaire de tales palabras, añadir algunas mías ante las dudas sobrevenidas.

Dudas justificadas, creo, porque el lector habrá leído en alguna ocasión, como yo, que una de las pruebas de que El Corán –“un libro que data de principios del siglo VII, hipotéticamente dictado a un cuidador de camellos analfabeto” (M. Onfray)- está escrito de puño y letra por Alá es la inexistencia de contradicciones, y no como los de la competencia, que a veces el dios sucedáneo parecería haberlos escrito mientras pelaba la pava. Y, sin embargo, con que se lean aleyas aquí y allá lo primero que uno nota, aparte del gusto por la sangre que el susodicho comparte con sus congéneres, es que el buen dios está de lo más faltito de un curso acelerado de lógica. Y, claro, cuando uno no para de incurrir en contradicciones, es difícil saber lo que dice verdaderamente.

Ejemplos de cuán divinamente se contradice los hay a porrillo, según nos ha revelado Michel Onfray, como por ejemplo cuando elogia al que da asilo al politeísta, el mismo a quien hacía un ratito había incitado a dar muerte –y no se está postulando, no sean mal pensados, que se les dé asilo a fin de, acto seguido, darles muerte: no sólo porque se sabe que los dioses, los únicos especialmente, carecen totalmente de sentido del humor, incluido el humor negro del que en este caso habría hecho gala; sino porque el sura de la incitación a matarle es anterior al de asilarle-, quizá para que el incrédulo, para el que había predicado lo mismo y con igual misericordia, no estuviese solo. O cuando se afirma que el mejor indio es el indio muerto, perdón, que se debe aniquilar a judíos y cristianos, para de inmediato deleitarse con la amistad entre los creyentes; etc.

O sea que, vistos los precedentes, las dudas aparecen de lo más justificado, digo. Volviendo entonces al apóstata: ¿puede cumplir su crimen contra La Verdad e irse de rositas, así, sin más? Peor: ¿puede, en imprevisto ataque de lucidez, un antiguo súbdito de La Misma apostatar no sólo del islam, sino de toda religión por volverse ateo, y pelillos a la mar? Pues sí, puede, y sin sufrir persecución penal alguna; y hay una razón para eso, la libertad de conciencia dictada por el mismísimo Alá, al decir: “No hay coacción en la religión” (2: 256).

Si la cosa está tan clara, ¿en dónde radica el equívoco? Parece que esta vez en el Profeta mismo, mal intérprete aquí del querer de su Dios, y que en eso de libertad de religión o de conciencia no debería andar aún muy puesto. En efecto, dos hadizes suyos autorizan a derramar sangre musulmana, y en ambos se ve implicado el apóstata, para el que se decreta la pena de muerte. Después, los alfaquíes debieron cogerle gusto al olor de la sangre, pues -mejores lectores de los dichos del Profeta que del texto sagrado- han seguido erre que erre predicando la misma pena contra el magno ofensor de La Verdad. A través de dicho cauce, abierto precisamente por quien más quiere al islam, ha ido creciendo el río de la infamia contra una religión que afirma la imposibilidad de sujetar a coacción las creencias, y, por ende, ha hecho de la libertad de conciencia una de sus señas de identidad…, se dice.

¿Todo arreglado, pues? Sí pero no. Alá ve cómo se le aleja un ex creyente, ¿y se queda tan pancho, como si la cosa no fuera con él? ¿Le ve ampliar las filas del enemigo, o, peor aún, del enemigo común de todos los dioses, y exige libertad para él? ¿Qué dios tan racional es ése que tiene tan baja la autoestima? Pero veámosle en acción: “Exhórtales pues, [oh Profeta]; tu tarea es únicamente exhortar: no puedes obligarles [a creer]” (88: 21-22). Eso es un , no cabe duda; mas entonces, ¿qué hay del pero no? Ustedes perdonarán mi inmodestia pero creo haber descubierto el apelativo que falta para llegar al número cien, y que a diferencia de los otros noventa y nueve aparecidos en el texto sagrado –algunos tan misericordiosos como El que envilece, el vengador, etc.- estaba previsto que se conociera en la vida futura. Se trata de El Olvidadizo, pues de qué otro modo cabe explicar si no que en las suras recién citadas dijera lo recién citado, cuando en la 45 de la azora 50 había ya avisado: “Tú no puedes obligarles en absoluto [a creer]. Aun así, advierte, por medio de este Qur’án, a todo aquel que tema mi advertencia” (cursivas mías, no de Alá). Y ello, además, luego de haber reconocido ya que “la verdad [viene] de vuestro Sustentador: así pues, quien quiera, que crea, y quien quiera, que la rechace” (18: 29).

Es esa advertencia la que nos hace precavernos contra la triunfal afirmación del autor del escrito que comentamos, a saber, que “la libertad de religión y de conciencia son inherentes al islam”. Tras haberla escuchado, ¿osará el apóstata pensar que no va con él, que puede abandonar el islam sin temor e irse de rositas? Quizá piense, con razón, que en dicho texto no queda claro qué se advierte, sino sólo que hay advertencia; pero si cree salir indemne con eso, mejor que lea otras suras, donde igual lo advertido aparece más explícitamente.

“Sobre quien reniega de Dios después de su profesión de fe (…) y sobre quien abre su pecho a la impiedad, sobre ésos caerá el enojo e su Señor, y tendrán un terrible tormento” (16: 108). Esa sura repite básicamente lo dicho en 3: 80-83, donde la advertencia se sustanciaba en el castigo de una maldición eterna compartida por “Dios, los ángeles y los hombres”, y de la que sólo al arrepentido cabía liberarse gracias a la “misericordia” divina [aquí valdría la pena hacer un paréntesis, pues uno no consigue imaginar cómo el milagro del arrepentimiento llegue a verificarse, dado que es el propio Alá quien “ha sellado el corazón, el oído y la vista” de los descarriados (16: 109; véase también 4: 138). Como se ve, el milagro consistiría en que el descarriado lograra, contra el querer de Alá, arrepentirse, ganándose de tal modo el premio de su misericordia. Una victoria, insisto, que al conseguirse forzando la voluntad de Alá preservaría su vitoreada misericordia al precio de perder su omnipotencia]. Ese rechazo divino del apóstata deviene definitivamente ley para Dios cuando el apóstata es reincidente.

¿Cabe tras esto hablar de libertad de religión y de conciencia? ¿Es eso lo máximo que puede darle el islam a la libertad en ese terreno? Pues si es así, que dios nos coja confesaos. ¿Qué tolerancia cabe esperar para el apóstata en situación semejante? Es verdad, se nos argüirá, que, legalmente, el derecho penal no interviene; pero, en realidad, ¿a quién le importa eso? Cuando el creyente sabe que su dios le tiene preparado para el futuro un hermoso obsequio de fuego –el castigo preferido por Alá- al degenerado, ¿cómo actuará él en el presente, de modo contrario a como actuará su dios en su día?

Así pues, si con el islam no abandona también las sociedades islámicas y la comunidad islámica, vivirá probablemente como un apestado dentro de ellas, porque lleva su destino escrito en ese delito, irreparable en la práctica, de haber renunciado a La Verdad. No interviene, pues, la ley, pero caerá con toda su fuerza esa otra norma más violenta, la ley de la tribu, que es el repudio social a quien se ha opuesto a la totalitaria dictadura de las creencias. Y en ese contexto, ¿qué impide a los doctores de la ley no ya reinterpretar la voluntad de su dios, de sobra conocida en cuanto claramente determinado el castigo futuro, sino adelantarse a dicha voluntad y sacrificarse en nombre de dios sacrificando al apestado para congraciarse con él haciéndole esperar el menor tiempo posible para el cumplimiento de su venganza; qué les impide, en suma, sabida su letra para el más allá, anticipar su espíritu en el más acá? ¿No se entrevé ahí una vital demostración de fe?

El repudio social o la muerte, o repudio social y muerte, pues ambas soluciones no son de suyo incompatibles. He ahí el destino probable del apóstata musulmán en la tierra (islámica) antes de que su ex dios le achicharre en el cielo. O como prefiere llamarlo el pío musulmán: libertad de religión y libertad de conciencia en el islam.

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