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El año del fin del mundo

Los mayas tenían razón, pero el fin del mundo va llegando con mayor lentitud de la prevista. Hemos visto algunas señales del Armagedón durante los últimos doce meses: la historia fue un caballero pálido que traía el infierno adentro, mientras se precipitaban al averno todas las conquistas de la socialdemocracia y el becerro de oro se transformaba en un dragón sin San Jorge.

El primer jinete de nuestro capítulo sexto del Apocalipsis es la victoria. O sea, el triunfo del capitalismo salvaje, cuyo mayor templo español se llama Eurovegas, en donde las leyes humanas se subordinan a las divinas, a mayor gloria de los herederos de Bugsy Siegel. ¿Qué mayor libertad que la de los gangsters? Ya nadie habla de Gurtel y el caso Noos es un incordio que lleva estropeando ya dos navidades a la familia real, por lo que no puede extrañarnos que el rey vaya por ahí matando elefantes para desahogarse de tanta inquina. Y es que nadie entiende la alta política, como bien nos dejó dicho el monarca en su mensaje de Navidad. Gloria en el cielo a las clases de religión que sustituyen a las de ciudadanía como la sharía revoca en Egipto a la primavera árabe; pruebas palpables, en ambos casos, de que la biblias y los coranes siempre reinarán sobre las constituciones más o menos laicas y los colegios más o menos públicos. Las leyes mandan sobre la justicia, sometida a la tasa que puedan pagar los mejores postores. Los impuestos no sirven para obras públicas sino para bolsillos particulares.

La guerra cabalga sobre el segundo caballo. A la de Libia, que cada vez se entiende menos, uniremos la de Siria y galoparemos sobre el norte de Malí, atravesando el Sahel, para que Estados Unidos reorganice a su gusto el mapa de Africa, aunque sea incapaz de ordenar sus propias finanzas en un duelo a muerte ajena entre demócratas y republicanos. Hay otras guerras de las que no se habla, la del feminicidio que no cesa aunque el Gobierno español haya suprimido heroicamente la oficina de ONU Mujeres en España. La de Afganistán, aunque no se sepa muy bien qué pintamos allí a estas alturas. Pero sobre todo la de los con todo contra los sin nada, las de los bancos mundiales, fondos monetarios y otras baterías acorazadas contra la infantería ligera de la gente corriente que cree que disfruta de libertad pero vigilada.

El hambre –en la tercera montura– no sólo es la sopa boba, el pan nuestro de cada día en donde, como nos regalaba Maruja Torres en una estampa navideña, nos damos cuenta de que la clase trabajadora no tiene trabajo, la clase media no tiene medios y la clase alta no tiene clase. Vamos hacia un limbo de precios en euros y salarios en pesetas. La Santa Madre se obstina en no pagar el IBI pero la pompa del Vaticano no llega a Caritas, el poder del Opus, de los Legionarios de Cristo y de los Neocatecumenales no alcanza a la parroquia degradada de San Carlos Boromeo, en Madrid, o a los comedores parroquiales, a los albergues de una iglesia que no tiene demasiado que ver con la de Rouco Varela. El hambre también es un continente comprado por un gobierno, una trasnacional o un millonetis para convertirlo en un almacén de víveres con los que especular cuando escaseen, como si todo el mundo termine siendo de repente la región de los Grandes Lagos.

La muerte llega en cuarto lugar, a trote lento. Empieza suprimiendo la asistencia a los inmigrantes y termina privatizando la sanidad de todos. Habrá infartos con visa y otros con derecho a entierros de por Dios. Hemos empezado matando a la cultura y la nueva Ley de Costas estrangula al medio ambiente. Pero aún queda mucha faena por hacer. Tendremos que acabar con la política, que históricamente ha sido el único antídoto contra la muerte de la esperanza. Mientras los grandes partidos se suicidan, no parece que los pequeños resuciten fácilmente. Cualquier botarate se creerá un mesías, un jesús gil, un mario conde, nos prometerá la vida eterna y se la compraremos con votos. También condenaremos a la cámara de gas a la utopía: el futuro será sólo contante y sonante, bancos malos, preferentes, pelotazos de unos cuantos sobre una inmensa mayoría de pelotudos; dinero público para fortunas privadas, infortunios colectivos sin presupuestos generales. El gobierno anuncia que seguirá matando lentamente con su canción a los funcionarios y a los pensionistas les queda todavía una nueva vuelta de tuerca en su garrote vil. Los trenes de media distancia descarrilarán en vía muerta, antes de que la red española de ferrocarriles sea privatizada e Iberia termine vendiendo excursiones en parapente.

Dicen que los mayas presagiaron el fin del mundo, pero no nos precipitemos a presentarle una demanda por publicidad engañosa. Dejémosle hacer su trabajo. Mariano Rajoy y Angela Merkel saben perfectamente como hacerlo. No en balde, llevamos mucho remando en la dirección correcta. Hacia las cataratas del juicio final. El 2013 es, desde luego, un número interesante.

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