Cuando se aprobó la llamada ley Aído, en el 2010, el Comité de Bioética de España emitió un informe favorable a la nueva ley. Los argumentos que se aducían para ello eran fundamentalmente los siguientes: 1) reconocimiento de la libertad de la mujer para decidir; 2) seguridad jurídica; 3) poner coto a la posibilidad de realizar abortos tardíos amparándose en un supuesto tan ambiguo como el de proteger la salud psíquica de la madre. Sigo pensando que son los argumentos sobre los que debería discurrir una discusión razonable sobre una cuestión tan delicada como la de regular la interrupción voluntaria del embarazo.
Cualquier forma de despenalización del aborto significa aceptar una realidad que a nadie que sea intelectualmente lúcido y respetuoso con la vida humana le agrada. A quienes menos puede agradar es a las mujeres que se ven impelidas a interrumpir voluntariamente un embarazo. Porque es así, nunca me ha parecido afortunado hablar del aborto como de un derecho, aunque sí es justo que se reconozca que es la mujer quien prioritariamente debe poder decidir si quiere o no llevar adelante el embarazo. No es lo mismo tener un derecho que hacer uso de la libertad a propósito de lo que sea. Mejor no llamarle “derecho” aunque sólo sea para evitar que el problema se plantee como el conflicto entre dos derechos: el de la madre y el del no nacido.
La ley que estuvo vigente hasta 2010 era una ley de supuestos o indicaciones, que incurría en una tremenda contradicción. Uno de los supuestos que autorizaban el aborto era el peligro para la salud psíquica de la madre, un supuesto difícil de verificar donde los haya. Aunque la ley exigía un informe psiquiátrico que avalara la precaria salud psíquica de la mujer, es de todos sabido que el mayor número de abortos que se producía se acogía a tal supuesto. Con el agravante de que el límite para abortar se extendía hasta la semana 24 (si no recuerdo mal), un límite excesivo para los que fundan su rechazo del aborto en la convicción de que un feto es una persona y merece la misma protección que cualquier otra. Con tales mimbres, no sólo la ley permitía bastantes desmanes, sino que adolecía de seguridad jurídica, dado que la certificación de una patología psíquica suele tener ingredientes de subjetividad poco controlables.
La ley Aído fue un progreso. Homologaba nuestra legislación a la de la mayoría de países occidentales. Ha funcionado bien, pese a que encontró la oposición y resistencia política que cabía esperar. Pero es una realidad que los abortos vienen disminuyendo desde entonces, no sólo gracias a ley, sino a la existencia de la píldora del día después, que evita muchos abortos.
El PP prometió revocar esa ley en cuanto tuviera el poder y ha cumplido su promesa: ¡la primera promesa que cumple religiosamente (nunca mejor dicho)! Así, retrocedemos a niveles incluso anteriores a los de la primera ley. Con una incoherencia propia de quien se encuentra ante la necesidad de tener que poner límites a un problema real y, al mismo tiempo, quiere mantenerse fiel a unos principios contrarios a cualquier forma de aceptación del aborto. Coherente es la postura de algún obispo denunciando la ley Gallardón como poco restrictiva. Efectivamente, cuando se defiende que, no ya el feto, sino el embrión recién concebido, merecen la misma protección que una persona, permitir el aborto es un crimen.
Llevo muchos años tratando de entender por qué la cuestión del aborto y sus límites está tan envenenada y se resiste a una discusión razonable en la que las dos partes en litigio puedan encontrar puntos de acuerdo. Creo que la única explicación es esta: el aborto es una cuestión que tiene que ver con la disponibilidad de la vida humana, no de la propia, sino de la de los futuros hijos. Para un católico ortodoxo, la vida humana es indisponible porque es sagrada, sólo Dios manda en ella. Una mujer embarazada no puede disponer sobre su embarazo, que es una vida en génesis. Todas las razones que se aducen sobre el valor de la vida del embrión nacen de ese principio fundamental que no admite matices ni interpretaciones. Es decir que, desde el punto de vista de los principios, tratar de discutir sobre la disponibilidad de la vida humana es una discusión imposible e inútil. La doctrina católica rechaza de plano la discusión.
Queda, entonces, una segunda forma de abordar el tema, no desde la perspectiva de los principios, sino desde el más utilitario de las consecuencias. Dado que nunca nos pondremos de acuerdo sobre la calidad de la vida de un embrión o de un feto (no es un problema científico, sino metafísico, por tanto objeto de fe), discutamos la cuestión atendiendo a las consecuencias. ¿Qué consecuencias se siguen de una ley de plazos y qué consecuencias de una ley de supuestos, para la finalidad que se busca, en ambos casos, que no es otra sino que los abortos se realicen con seguridad y justicia y, si es posible, disminuyan?
En una democracia, cuando los principios de unos y otros chocan irremediablemente, lo razonable no es envolverse en la bandera de la propia doctrina, desoir al adversario, e imponer las propias convicciones. Lo razonable es pensar en el interés general: ¿qué es mejor para que ocurran menos embarazos no deseados, para que los abortos inevitables se lleven a cabo con limitaciones claras, para que la vida del no nacido reciba la protección que merece? En definitiva, ¿qué humaniza más nuestras vidas? Todo apunta a que la ley Gallardón ha obviado consideraciones de interés general. Sólo ha pensado en satisfacer a sus electores más recalcitrantes.