Deben abandonar el sueño de un califa que monopolice ambos poderes, e incluso la idea, aberrante, de un poder político al que todo está permitido si dice actuar en el nombre de su divinidad.
Por otro lado, nada garantiza a los demócratas y a los religiosos moderados, que suelen coincidir entre sí, que una vez en el poder, o fuera de él, los islamistas no contagien con su rabia religiosa todo lo que muerden, ya que ése es su proyecto de sociedad. Por ello no cabe prever una solución al conflicto -finalmente revelado en toda su desnudez con la desaparición del tirano- hasta que una de las partes domine sin contestación a la otra o acepten unas reglas de juego para ambos; y nunca habrá reglas de juego comúnmente aceptadas si el islamismo no cambia naturaleza y práctica, por cuanto se trata más de un factor de división que de integración de la sociedad. No que sus practicantes vayan a volverse ateos, porque igual ni se reconocerían al mirarse al espejo, pero sí deben asumir que la modernización de sus instituciones y su conciencia es la condición sine qua non para la paz pública, y que ello pasa por una radical transformación del islam que lo relegue al ámbito privado, abandonando el sueño de un califa que monopolice ambos poderes, e incluso la idea, aberrante, de un poder político al que todo está permitido si dice actuar en el nombre de su divinidad. De lo contrario, aunque se disfracen de caperucitas y blanqueen inocentemente sus culitos con polvos de talco al acusar de antidemócratas a sus adversarios, la democracia nunca pasará de ser en el mejor de los casos una cenicienta ideológica en sus manos, y en el gran escenario de la sociedad la amenaza de los tambores de guerra civil nunca dejará de resonar.