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¿Educación para la ciudadanía? Por supuesto

Recuerdo mis años mozos en el pueblo de la Sierra de Segura en el que nací, en pleno franquismo, en plena pobreza, en plena diáspora migratoria. Era un pueblo muy hermoso, de casas de dos plantas encaramadas a los cerros, con calles sin pavimentar, con un alumbrado público casi invisible, pero rodeado del verde y azul de las montañas y del verde inmenso de la huerta que lo aprisionaba mamando de las acequias que lo atravesaban y bordeaban. Criado como un pequeño salvaje que creía descubrir América cada vez que penetraba en la huerta interminable o construía una cabaña en los árboles junto a sus hermanos y amigos, aquel rincón era lo más parecido al paraíso que he conocido a lo largo de mi vida. Pese a ello, el ambiente era hostil una vez que abandonabas la naturaleza y te metían en las instituciones del régimen. Teníamos que acudir obligatoriamente a absurdos oficios religiosos en los que personas de muy escasa preparación nos aconsejaban sobre cualquier cuestión mundana, dejando las enseñanzas de su señor Jesucristo para mejor ocasión. A ellos, a los curas que iban a las escuelas, a los institutos y a las casas, les preocupaba nuestro sexo, qué hacíamos con él y qué iba a ser de nosotros pecadores llenos de lujuria adolescente. Eran unos obsesos que, en muchas ocasiones, cometieron actos incompatibles con el más mínimo sentido ético de la vida.

Los curas tenían poder en todo el proceso educativo, no sólo en los colegios de curas y monjas, sino en los que eran públicos, estatales. No obstante, España era la reserva espiritual de Europa y un Estado Nacional-Católico, nombre que se dio en España al fascismo patrio. En mi proceso de adoctrinamiento fascista, llegué a tener un singular terror al demonio, personaje al que no conocía pero que me describían un día y otro con absoluto tremendismo. También se me apareció la virgen, creo que era la del Carmen. Estaba mi madre un poco trastornada y me mandó que fuese a su dormitorio a por unas aspirinas. Así lo hice, pero la virgen que había encima de su cama me llamó vestida de azul: ¡Pedro, acércate, no temas! Salí triscando como alma que lleva el diablo y durante muchas semanas me abstuve de entrar en aquella habitación sagrada. Años después, pensé en comentar el suceso a la curia murciana y promover en mi casa una peregrinación que me habría dado pingües beneficios. Luego lo dejé por desidia, también por un poquito de rubor que he roto hoy para escribir este artículo.

En la Escuela -de la que fue director un mi abuelo depurado por republicano- comenzábamos las clases diciendo Ave María Purísima, para luego pasar a cantar “Isabel y Fernando -que mi hermano citaba como Fernández- el espíritu impera, moriremos besando la sagrada bandera…”. Tenía seis años y me sabía todas las oraciones e himnos gloriosos que imaginarse pueda. Corría el año del Señor de 1966, aquel en que debido a las órdenes directas del Cielo que había recibido Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios, se votó, en vísperas de Navidad, en referéndum la Ley Orgánica del Estado, ley que pretendía alargar la dictadura hasta mediados del siglo XXVIII y que salió refrendada con el 95,6% de los votos emitidos, que fueron casi todos. Fue también aquel año, el de las bombas de Palomares, unos artefactos atómicos de nada que se le cayeron a nuestros amigos yanquis sobre Palomares.

En el Instituto, cambiaron muchas cosas, sobre todo que algunos de nosotros comenzamos a no callarnos, a hablar y a hacer barrabasadas de cierto calibre. Empero, teníamos una tediosa asignatura que computaba tanto como cualquier otra y que se llamaban Formación del Espíritu Nacional. Contábamos para su perfecto aprendizaje de unos libros de editorial Doncel y unos profesores falangistas tan aburridos y cansinos como los textos que nos obligaban a leer y estudiar. Entre Dios, los curas, los maestros y profesores falangistas o aproximados, los libros de FEN y los himnos, muchos salieron como pudieron, otros vacunados para siempre contra cualquier imposición ideológica o religiosa.

El franquismo sepultó para siempre los avances educativos que nacidos a finales del XIX alcanzaron su cénit durante la II República. La Institución Libre de Enseñanza, el Instituto-Escuela, la Residencia de Estudiantes y la Junta de Ampliación de Estudios formaron a varias generaciones de los mejores de entre nosotros en todos los campos del saber. Después, se volvió a la memoria, a la obligación, a la letra con sangre entra que tanto gusta a los nostálgicos de aquello. También al adoctrinamiento en el mal. Aquel terrible periodo de pensamiento único y la pervivencia de partidos políticos de corte franquista, propició que durante cuarenta años de democracia borbónica -salvo el corto intento de Zapatero- no nos hayamos preocupado de educar ciudadanos demócratas que amen la libertad y la fraternidad por encima de cualquier otra cosa. La educación ha querido aprovechar a los que más facilidades tenían para el aprendizaje y postergar a los que más ayuda necesitaban. El resultado de todo ese orden de cosas es que hoy una parte considerable de la población apenas tiene formación democrática, ignora las luchas de sus antepasados por las libertades y los derechos humanos, desconoce los nombres de las grandes personalidades de la Democracia y permanece ayuna de los valores consustanciales al régimen de libertades que se funda sobre el pensamiento humanístico de los grandes hombre españoles y europeos de los siglos XV al XX.

“Educad al niño y no será preciso castigar al hombre” decía Pitágoras mucho antes de que se supiese nada del portal del Belén. Por su parte, nuestro inconmensurable Francisco Giner de los Ríos se encargaba de alertarnos: “Todos los niños son inteligentes, hasta que el maestro y los padres se encargan embrutecerlos… Los hombres medio instruidos, pero no educados, tienen su inteligencia y su corazón punto menos que salvajes…”. Y es precisamente para eso y para combatir el axioma reaccionario de que en la Escuela se enseña y en la casa se educa, que precisamos con toda urgencia de una asignatura obligatoria y evaluable en todo el Estado que enseñe los principios democráticos elementales, los valores laicos universales que convierten al hombre en un Ser Humano y que inoculen en cada uno de nosotros la tolerancia y el espíritu crítico indispensable para avanzar como sociedad.

Seguir abundando en conocimientos utilitaristas, dejando de lado las Humanidades y los valores que han hecho avanzar al mundo, es volver al tiempo de las bestias, al darwinismo social, al terror que se está cociendo en muchos países de Europa y que ya sufrimos durante buena parte del siglo XX. Es preciso, vital, que mediante la Educación Pública introduzcamos en el ADN de las nuevas generaciones el amor a la Justicia, la Libertad, la Fraternidad; el respeto reverencial a la Naturaleza, al inmenso patrimonio monumental que poseemos, a lo público que es lo que hemos sido capaces de crear entre todos y a quienes nos antecedieron en la vida; la solidaridad activa con los diferentes, con los que sufren por culpa de un sistema que fomenta tanto la competencia como la desigualdad. Del mismo modo que es menester que enseñemos a los futuros hombres a odiar y combatir la explotación, la supremacía, la discriminación, la exclusión y el mito. No estaría nada mal que para que todo ello fuese posible se introdujese en todas las escuelas e institutos como manual de discusión, un libro imprescindible que mi padre llevaba siempre en el bolsillo de su chaqueta: “Juan de Mairena. Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo”: “Preguntadlo todo, como hacen los niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá? En España no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte…”.

Pedro Luis Angosto

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*Los artículos de opinión expresan la de su autor, sin que la publicación suponga que el Observatorio del Laicismo o Europa Laica compartan todo lo expresado en el mismo. Europa Laica expresa sus opiniones a través de sus comunicados.

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