La Iglesia interfiere en la vida pública con autoridad vergonzosa
Comulgué con guirnalda de flores azules. Asistí a catequesis y aprendí oraciones —“Dios te salve, María, llena eres de gracia”— que me daban que pensar: gracia, para mí, tenía otro significado. Celebramos mi comunión en un restaurante en el que había papagayos vivos. Los mayores se agarraron una cogorza y yo disfruté de mis regalos. Éramos ateos y no ricos —comíamos carne congelada—, pero nunca desaprovechamos una ocasión para divertirnos. Jugué a oficiar misas: la liturgia y el rezo del Jesusito de mi vida antes de acostarme eran experiencias exóticas que vivía cuando me quedaba a dormir con mis abuelos maternos. Los paternos —ateos, antitaurinos, republicanos, melómanos, enciclopédicos, urbanos y quizá supersticiosos— celebraban los santos: cantábamos “Santa Marta, santa Marta tiene tren, pero no tiene tranvía…” Cometíamos sacrilegio y caíamos en contradicciones justificadas porque santa Marta es patrona de la hostelería. Me escucho diciendo “¡Ay, Señor!” y a mi papi le encantan las yemas de santa Teresa. Mi tía me regaló un Antiguo Testamento ilustrado que seguramente inspira la procesión bíblica de Lorca con sus corceles y su reina de Saba. De aquel libro me fascinaban las indumentarias femeninas tanto como los triquinis con capa transparente de Dale Arden en Flash Gordon. Siempre me gustaron las iglesias y encender una velita y besar el manto de la Virgen del Pilar. El darnos la paz y la experimentación. Confieso —verbo muy propio—: soy, religiosamente, esteta y frívola.
Mi gusto por celebrar se atenúa desde que tengo conciencia del papel de la Iglesia católica en el franquismo, y del residuo nacionalcatólico en este siglo XXI, tan lleno de presencias virtuales, que tal vez rebroten Dios, dioses y magos de Oz. La religión es el opio del pueblo, y cristianismo, judaísmo e islamismo deberían ser revisados, histórica y políticamente, a la luz de ensayos como el Tratado de ateología, de Michel Onfray. En este país, además de razones “abstractas” para denunciar el fanatismo y la histeria colectiva que causan ciertas ficciones, la Iglesia católica interfiere en la vida pública con autoridad vergonzosa. Se olvidan niños y niñas robados, abusos a menores, represión sexual, machismo, clasismo, caridades mal entendidas, doble moral y acumulación de riquezas con el consiguiente ensanchamiento de simas abisales de desigualdad. La creencia en Dios es antidemocrática. El Concordato firmado por España y la Santa Sede en 1979 —Tamayo habla de “confesionalidad encubierta”— premia a la Iglesia con exenciones en los impuestos sobre la renta y patrimonio, consumo, sucesiones, donaciones y transmisiones patrimoniales, y en la contribución territorial urbana. Cristianos de base y teólogos de la liberación cuestionan el mantenimiento de estos privilegios. Vivir en un Estado aconfesional, no laico, legitima el discutible derecho a la educación religiosa en las escuelas públicas. ¿No debería ser la religión una práctica privada en la que quien habla solo espera hablar a Dios un día o al revés? ¿Por qué aún una moral católica, represiva y pacata, interfiere en nuestra vida sexual, considera patológica la homosexualidad y condena anticonceptivos y aborto? Por racionalidad y conciencia de nuestra historia, un Gobierno progresista no puede limitarse a revisar las inmatriculaciones y renegociar con el Vaticano las exenciones fiscales. Que Dios me perdone, pero la deconstrucción de los valores religiosos y de su repercusión social y política debería ser tan profunda como la del machismo: yo hoy me voy de botellón, aunque no sea santa Marta.
Marta Sanz